Película muda

Automat de Eward Hopper, 1927Screenshot

Ella ha bajado de prisa los escalones, las llaves tintineando en el bolsillo contra el puñado de monedas. Ha cruzado la calle, una caverna oscura donde solo relumbran los soles artificiales del comedor automático que expanden sus rayos hacia un horizonte inexistente. Ha empujado la puerta de vidrio y se ha sentado en su mesa preferida, entre el radiador y las frutas de plástico de colores brillantes que adornan perennemente los rincones de la sala. Está inquieta. Qué hacer, se pregunta. Y responde con las palabras de Bertha: “todo depende de ti”. Desde que su amiga se marchó las cosas han cambiado. Ahora comparte la pieza de la pensión con una viuda de media edad que trabaja como estenógrafa en una oficina del centro y desperdicia su tiempo leyendo el Reader’s Digest. Ella, en cambio, quiere ser actriz como las estrellas del cinematógrafo, bailar el charlestón como Josefine Baker, vestirse como Gloria Swanson. Con Bertha, apenas terminado el turno en la cadena de montaje, entraban en alguna función vespertina y luego volvían excitadas a la piecita donde jugaban a mimar a las protagonistas, bebiendo unas copitas de licor que Bertha escondía en los cajones del armario. Desde que su amiga se fue todo ha cambiado. Ha coleccionado pretendientes furtivos y anillos de compromiso demasiado baratos. La estenógrafa no hace que repetirle “a tu edad, niña, tendrías que estar casada.” Su presencia la asfixia. Ella va a cumplir veintisiete años y está harta del trabajo en la fábrica. A veces piensa en su madre, la vuelve a ver saludándola en la estación de buses de aquel pueblo, una figura cada vez más pequeña que se aleja por la ventanilla trasera del vehículo. Es hora de intentar otro rumbo. Nada mejor que aquel bar automático para reflexionar sobre el futuro. Un desierto sintético que huele a desinfectante, a vapores solubles, un espacio silente como una linterna mágica. Todo depende de ella, exclama para sí la muchacha. La carta de Bertha sellada en San Francisco arde como una llamarada en el invierno neoyorkino. Desde que la recibió hace unos días la lleva puesta como un amuleto en el bolsillo del abrigo. La ha leído y releído, ha acariciado con la mano enguantada la caligrafía ensortijada de la amiga. “Todo depende de ti”, repite ensimismada mientras parece buscar en el agua turbia del pocillo algún signo oculto del destino. Aún no sabe del hijo que ya vibra en su vientre ni de los indicios volátiles de la Gran Depresión. 

Adriana Langtry