Mrs. Downlove

Automat de Eward Hopper, 1927

Está oscureciendo afuera. Termino el café y me voy. No quiero llegar tarde. Me importa un bledo Mrs. Downlove, ella, aunque sea puntual siempre me acoge con un sarcástico “Finalmente», lo hago por la pequeña Jesse que espera mi llegada para irse y el último autobús hacia Harlem pasa a las 9.30. Jesse y yo nos relevamos. Ella hace desde las 9 hasta las 21 y yo desde las 21 hasta la 9.

Mrs. Downlove tiene un montón de enfermedades de las que todavía no entiendo la naturaleza. Sus piernas no funcionan, pero su mente es perfecta. Rica, mimada, ama mandar, pero está sola, Jesse y yo somos su única compañía.

Cuando llego, Mrs. Downlove está leyendo. Cuando, por amabilidad, le pregunto el título del libro, ella me contesta – ¡Querida, no son cosas para ti! – (Mi Frank conocía todos los clásicos rusos).

Cuando apaga la luz, yo me arreglo en un viejo sofá al pie de su cama. Ella se duerme enseguida y ronca como un viejo marinero de ballenero. Más tarde tiene sed, o tiene que hacer pis, o quiere contarme el sueño que acaba de tener.

A las 7 le preparo el desayuno que siempre come con un apetito «juvenil». A las 9, saludo a Jesse y vuelvo a mi bar donde Jimmy ya me ha hecho un chocolate caliente.

Llevo años frecuentando este viejo bar. Jimmy y mi Frank fueron amigos. A menudo mi Frank y yo nos quedábamos a tomar una cerveza.

Vuelvo a casa, trato de descansar un poco y luego a las 15 tengo que llevar al parque a Bud, Pongo y Lilli, tres amables perros de mi barrio.

– ¿También «dogsitter»? me dirías tú, mi amor.

Por desgracia el torpe cáncer no sólo vació mi alma y mi vida sino también todos nuestros ahorros.

¡Pero esta es otra historia!

Iris Menegoz