Los niños de calle Garibaldi, nº 18 

Dali 1935, Para mujer con cabeza de rosa

Mi abuelo Antonio y su hermano Giovanni, con las respectivas familias, vivían en el n. 18 de la calle Garibaldi. Antonio tenía once hijos y Giovanni ocho.

A través de un majestuoso portal de madera se entraba a un gran patio de gravilla que separaba las casas de las dos familias.

Eran casas muy sencillas. En la planta baja una cocina grande y un cuarto utilizado como despensa para conservar queso, salame y vino. Una escalera externa de madera llegaba a los dormitorios que en fila se asomaban al patio de gravilla. Cada uno de los hermanos tenía su proprio granero, chiquero y establo.

Un columpio colgado desde el granero de Antonio y un viejo y pequeño automóvil de pedales de hojalata convertían el patio en un Disneyland para los hijos de la contrada.

Con el pasar del tiempo todos los hijos de los hermanos se dispersaron por el mundo, pero, en verano intentaban regresar o, por lo menos, permitir que sus hijos de transcurrieran las vacaciones en la casa natal.

Aquí empieza la historia que aún hoy en día circula entre los últimos restos de nuestra familia.

Era la hora de la siesta de un asoleado y lejano verano. El patio de gravilla era un hervidero de niños. Un jaleo increíble. Se oía cantar, reír, pelear, llorar.

El abuelo Antonio era un buen hombre, muy estimado por su aura austera, consideraba la siesta un tiempo sagrado e inviolable. De golpe, asomándose a la ventana de su dormitorio gritó con su voz de trueno:

– ¡Los que no se llaman Menegoz que se vayan pronto a su casa!

Siguió un silencio irreal. Nadie se movió. Parecían figuritas de un belén. Los niños pequeños miraban hacia el abuelo con caritas asustadas. Los más adultos murmuraban sonriendo. Pasaron algunos minutos.

– ¡No puedo creerlo! – dijo el abuelo llevándose las manos a la cabeza. Echando una sonora carcajada gritó: ¡Son todos nuestros, todos nuestros!

Iris Menegoz