
Todos pensaban que desde que la niña había mojado las bragas de sangre ya no era niña. Ella siempre había creído lo que le habían enseñado, y en eso pensaba mientras volvía por el camino de barro que, de la choza que hacía de escuela, la conducía a otra choza que se asemejaba a una casa. Todos pensaban que visto que la niña ya no era niña no podía seguir compartiendo con la familia aquel mundo de escasez y retortijones de hambre, todos estaban convencidos de que tenía que echarse a probar suerte en algún otro sitio, encontrar quien pudiera mantenerla. También la niña lo creía, así le habían enseñado, por eso cuando aquel hombre se le acercó a la salida de la choza que hacía de escuela, le permitió que la acompañara por el camino de barro y que le hablara de colegios con paredes robustas y de casas con grifos donde no había que caminar quilómetros para recoger el agua o para cultivar un campo de mandioca. Ninguno en la barriada decía nada cuando veían a una niña tan pequeña y menuda desparecer bajo la sombra imponente de aquella montaña de carne que sin mucho sigilo se deslizaba junto a ella. Y la niña, con ojos asombrados de niña, aceptaba las ofrendas de café y chocolate, las galletas de arroz azucaradas y las cintas multicolores que el hombre, con sus manos torpes y marchitas, le ataba en la punta de las trencitas que le cubrían la pequeña cabeza. Todos pensaban que desde que la niña había mojado las bragas de sangre ya no era niña y que la vida de toda la barriada habría de mejorar con aquella especie de boda repentina. Y la niña estaba casi convencida, antes de marcharse con él.
- La niña que quería sentarse en el sillón de Jean Claude Fonder
- Los niños de calle Garibaldi, nº 18 de Iris Menegoz
- Breve reflexión sobre dos mundos de Raffaella Bolletti
- El juego del corro de Blanca Quesada
- El camino de las Margaritas de Sergio Ruiz
- Los niños de la escritura de Silvia Zanetto
- Otra infancia de Adriana Langtry
Adriana Langtry

