El árbol exclusivo

Domingo. Otro día completamente vacío. Ya sé que me sentiré demasiado mal puesto que no tengo, o no quiero hacer nada. Han transcurrido tres semanas desde que me encerraron aquí, en esta habitación. ¿Por qué estoy aquí? Tal vez porque la vida me parece una enorme confusión, llena de amenazas, pandemias, cambios climáticos, guerras. Mejor estar encerrado. Vale, pero después se apodera de mí la inquietud por el tiempo que pasa, que se va sin que yo reaccione.

Quizás tendría que salir al jardín. Pero no, mejor que no. El miedo al monstruo desconocido que está afuera me aplasta.

Soy escritor, tendría que volver a escribir. Pero no, no quiero escribir.

Quisiera dormir mucho para evitar la angustia de la realidad. Pero no, mejor que no. No puedo dormir, el sueño me da miedo y luego tendría que despertarme. No, mejor que permanezca despierto. Tomo otro café, ya he tomado tres. Mejor que me enfrente a otro día, muy fatigoso, complicado, pero real. Por lo contrario, dormir es escapar de la realidad o, mejor dicho, encontrarme en algo no real, incluso una pesadilla.

Efectivamente todo empezó aquella noche en que las ramas de los árboles del jardín se chocaban entre sí, bajo la furia del viento, golpeando la ventana. Parecían llamarme. A pesar del miedo, me asomé y escuché. El viento traía voces diferentes. Algunas pertenecían a animales, otras a niños y una, aunque no podía estar seguro, pertenecía a … ¡¿un árbol!? “Tienes que buscarme, soy el árbol exclusivo” Pregunté: “¿qué quieres decir con el árbol exclusivo?”. “Tú mismo te darás cuenta al encontrarlo y entonces comprenderás”.

No sé por qué, pero a pesar del miedo, por fin conseguí salir y me adentré en la reserva natural que costeaba la playa. El viento se había detenido y todo estaba silencioso, de no ser por el leve ruido de las olas. La luna estaba creciendo, al horizonte, salía del mar, roja, sangrienta, parecía el sol, palideciendo a medida que se elevaba en el cielo. Mientras tanto, ni rastro del árbol exclusivo. De pronto, al mirar hacia el estanque donde solían nadar las nutrias, vi a una joven con un largo vestido blanco que se sumergía lentamente, el agua acariciando suavemente sus piernas, sus muslos. La joven avanzaba. El agua era como un abrazo alrededor de su pecho, llegando a su cuello. Empieza a nadar, pero algo pasa. Se sumerge y no reaparece. Yo que no nado, yo que me ahogo, me quedé paralizado, sin hacer nada. Por fin salió a la superficie. “¿Qué haces aquí a esta hora?”. “Estoy buscando un árbol”. “Vamos entonces, te ayudaré, sé de qué estás hablando”. Después de un largo camino en la reserva me señaló un árbol con varios agujeros, donde se escondían murciélagos, bichos y distintos animalitos. Todos parecían felices. Decidí quedarme allí yo también, al amparo del árbol exclusivo, que se había convertido en mi madriguera. Antes de que pudiera agradecérselo, la chica se había ido. Permanecí en el hueco del árbol unos días; sorprendentemente allí el miedo había desaparecido. Pero, puesto que me estaban buscando, por fin me encontraron y me trajeron aquí, en esta habitación donde a veces lloro y a veces río y donde la mitad de mi cerebro está aplastada por el miedo a vivir y la otra está fuera, buscando emociones.

Raffaella Bolletti