
La noche sería larga y el camino también. Intentaba resistir al sueño. El brillo de los faros de los coches que se me cruzaban me mantenía despierto. Conducía un viejo Pontiac americano largo como un barco, o mejor dicho se conducía a sí mismo, había embragado el control automático de la velocidad en el máximo permitido, 70 millas por hora.
No podía dejar de pensar en Elizabeth, Dios mío, qué hermosa estaba esa noche. Su melena de pelo negro rodeaba un rostro hermoso con unos trazos muy finos que se iluminaban con una sonrisa insoportable. Casi no se notaba su largo vestido rojo, que ocultaba lo menos posible sus generosos pechos y descubría sus interminables piernas con dos largas ranuras que se detenían sobre el pubis. Imaginaba que seducida, ella le saltaba al cuello, anudaba sus piernas alrededor de su cintura y que ningún obstáculo impedía el acceso a su pequeña gruta húmeda de deseo.
De repente vio a lo lejos dos faros que se encontraban demasiado a la derecha. Frenó incierto, la automática se desenganchó, pero no sabía qué hacer. Detenerse no podía, en este lugar no había cinta de parada de emergencia. Era un vehículo en sentido contrario, lo veía ahora y llegaba a toda velocidad, por el lado izquierdo. Se inclinó hacia el carril de la derecha, pero el otro lo hizo también.
«Horror, me va espolonear», no pude evitar pensar en mi deseo desenfrenado por Isabel y el choque ocurrió, terrible, no recuerdo nada más.
Cuando me desperté, busqué a mi alrededor los dispositivos de la clínica, las botellas para la infusión, el monitor de control cardíaco, nada. Estaba en mi cama, mi esposa entró.
— Llegaste temprano, bebiste demasiado. ¡Qué idea también ir al cumpleaños de tus colaboradores! Un día acabará mal.
Jean Claude Fonder
