
No tenía el dinero para comprarse un piano. A fin de mes su sueldo y el de Yolanda servían para cosas más importantes: alquilar un departamento grande, mudarse cerca del centro, mandar a los chicos al colegio, vestirlos, pagar las cuotas del primer 2CV, de la nueva nevera con congelador incorporado, del tocadiscos Wincofon y de los seis LP del Clavicembalo ben temperato grabados unos años antes por Wanda Landowska. Tenía que pensar también en unas cortas vacaciones en alguna playa del Atlántico, tal vez en el camping El Pinar donde había conocido a Yolanda cuando el lugar era una extensión de médanos salvajes y los dos estudiantes. Por ese entonces él era un joven bohemio, un pianista nocturno que tocaba jazz por los arrabales de la ciudad, y en verano bossa nova en los boliches de la costa. En uno de ellos había encontrado a Yolanda. Se habían amado bajo la fosforescencia de las olas. Después, lo de siempre: casamiento, dos hijos, el trabajo, el abandono de la carrera y de sus aspiraciones musicales. Con el pasar de los años su temor crecía proporcionalmente al envejecimiento de sus articulaciones. La figura que por las mañanas le devolvía el espejo lo asustaba: un hombre cuarentón, demacrado, medio calvo, con corbata y ceño fruncido, que habría de perder para siempre la soltura y agilidad de sus manos si no encontraba una solución definitiva. No podía seguir tamborileando el Preludio de Debussy sobre la valija de cuero negro, se decía, mientras enfrascado en su rol de visitador médico esperaba que el profesional de turno se dignase recibirlo. Ni tampoco solicitar el favor de amigos o parientes que lo miraban desconfiados cuando se escabullía en la penumbra de los salones en busca de viejos pianos, generalmente verticales y desafinados.
Fue así que un día decidió construir con sus propias manos un teclado. De los instrumentos a su alcance estudió estructura y proporciones. Hizo dibujos y diagramas, tomó notas precisas de la relación entre teclas, martillos y contrapesos. A pesar de las quejas de Yolanda el hombre terminó instalándose en el cuarto en la azotea, frente al galpón de las herramientas. Ahí trabajó durante meses y meses sin descanso, por las noches y en cada rato libre. Consumido por la pasión del teclado se desentendió casi de Yolanda y cuando bajaba las escaleras para ir a la cocina o al trabajo, atravesaba el vocerío de los chicos sin mayor atención. Y así, en aquel galpón serruchó tablas, limó maderas, martilleó clavos y tornillos, cortó pedacitos de fieltros rojos y verdes con los que hizo cientos de almohadillas. Con un soplete fundió trozos de plomo hasta obtener diminutos lingotes que atornilló al extremo de las varillas para lograr contrapesos. Y cuando las ochenta y ocho teclas estuvieron listas, cincuenta y dos blancas y treinta y seis negras, las asentó una por una sobre los balancines del chasis que había preparado de antemano y que, apoyado sobre dos caballetes, esperaba en el cuarto de arriba.
Este teclado sin cuerdas fue apodado en familia “el piano mudo.” Es donde mi padre, en mi temprana adolescencia, se ejercitó en partituras variadas para mantener, como decía, la agilidad en los dedos. Tiempo después, Yolanda y él se separaron. El hombre logró al final comprarse un piano verdadero. Cuando murió, encontré en el desván de su departamento una caja grande de cartón con el viejo teclado desmontado. Volví a mi hogar, al otro lado del océano, con algunas teclas en la valija y fabriqué con ellas una especie de escultura que hoy cuelga en la puerta de mi pieza. Cada vez que la miro siento algo que vibra, el eco, quizás, del hombre frente al teclado mudo que en aquel cuarto lejano sigue tocando Bach.
Adriana Langtry

