Música perdida y reencontrada

Ojalá me entendiera más de música, pienso. Podría apreciar mejor este concierto de Puccini que van a ejecutar para celebrar el centenario de su muerte, en una iglesia antigua, con una sillería de madera: una iglesia que nunca había visto, a pesar de que está en un pueblo bastante cerca del mío. Ojalá me entendiera más también de arquitectura, pienso. 

Llego poco antes de que el concierto empiece, pero como he reservado un asiento, me hacen sentar en la primera fila. Leo los títulos de los extractos de las óperas que van a ejecutar: son muy famosos, los conozco casi todos. 

Recuerdo que, cuando era una chica de la escuela primaria, mis compañeras de clase me tomaban el pelo porque yo solía escuchar discos de música clásica, en vez de las canciones de Mina y Celentano que estaban de moda en aquella época. Había aprendido a apreciar a Beethoven y a Mozart, a Vivaldi y sobre todo a Chopin -que mis amigas pronunciaban “Coppìno” para burlarse de mí- gracias a mi padre que cada día llenaba nuestra casa de conciertos, a través de nuestro antiguo tocadiscos de madera, de los que ahora ya no existen. Y con el tiempo, él logró hacerme valorar también la ópera, sobre todo la “Cavalleria rusticana” de Mascagni, que era su favorita… Y Puccini, por supuesto, que aprendí a apreciar con el tiempo. Yo ahora ya no tengo un tocadiscos, así que no puedo escuchar los discos, pero he decidido tener en mi casa todos los de papá.

Los músicos salen: estoy a unos 50 centímetros de los violinistas, un metro del director de orquesta. Entran el coro y la cantante principal, cuya voz aguda de soprano desde mi oído va a entrar en mi mente y en mis recuerdos.

Escuchamos, aplaudimos, nos emocionamos, estamos conmovidos: es una tarde especial para todos, pero sobre todo para mí: la música perdida que hoy se ha vuelto.

Silvia Zanetto