La invención del recuerdo

Se deslizan con cautela fuera del álbum como animales enjaulados. Se asoman por los bordes dentellados de las fotografías color sepia. Son los protagonistas de las antiguas tramas familiares. Intérpretes, comparsas, voces fuera de campo de aquellas legendarias historias que a lo largo de las generaciones fueron narradas de boca en boca, celebradas y embarulladas hasta disolverse en el silencio. Aquellos viejos actores, desde los marcos de papel carcomido, escrutan ahora el entorno, apabullados ante los extraños que van y vienen por la casa, legítimos descendientes que ni los tienen en cuenta. 

Desde la muerte de los últimos testigos, los antepasados cayeron en el olvido, desprovistos de aquellos trovadores domésticos que con paciencia aprendían a perpetuar la saga colectiva. Es por eso que se agitan inmóviles en sus marcos de cartulina, que se dejan resbalar por el papel de arroz que los protege, exhalando susurros silenciosos y estremeciéndose, como estatuas, sin mover los tendones.

¿Acaso alguien recuerda las aventuras y tragedias de esas tres muchachas que saludan risueñas sentadas en las rocas?  Con los cabellos sueltos y el pudor concentrado en los finos tobillos que afloran bajo las faldas amplias con volantes. ¿O el fatal desenlace de esa pareja con sombrero y sombrilla a la vera del río, y el consecuente dispendio de vidas de esa ristra de niños vestidos de marineritos y princesas? 

En su inmutable silencio los protagonistas del pasado se asoman al presente, fuera del álbum, y yacen a la vista de todos, desparramados sobre el escritorio. Los más intrépidos se lanzan al vacío, como aquel rostro viril de bigotes tupidos con charreteras y medallas, que cabalgando un papel amarillento aterriza sobre la alfombra como una hoja de árbol arrugada. 

Buscan un corazón palpitante que quiera de nuevo interpelarlos, pronunciar sus nombres en voz alta, inventar con paciencia recuerdo tras recuerdo. Por fin hacerlos revivir.

Adriana Langtry