La rueda

Después de años de ausencia vuelvo a visitar el pueblo donde vivieron mis abuelos maternos. Todo parece igual. Decido bajar hacia el pequeño río que separa el pueblo en dos partes. Desde que era niña, me fascinaba observar cómo el agua corría, arrastrando hojas y ramas, mientras el sol se reflejaba en su superficie. Allí está el viejo molino cubierto de hiedra y olvidado por el tiempo. La rueda de madera de roble, desgastada pero igualmente maravillosa, parece esperar a que alguien la despierte de su letargo. Sin pensarlo dos veces, decido acercarme.

Al tocar la rueda, siento una corriente de energía recorrerme y, de repente, me encuentro dentro de este mecanismo, que empieza a girar. Cada giro de la rueda me lleva a un viaje a través de un mundo pasado: el sonido de la molienda, el aroma del grano fresco y las risas de los campesinos que venían a moler su cosecha.

Además, a medida que la rueda gira, puedo ver el paisaje cambiar. Las estaciones pasan ante mis ojos: la primavera con sus flores empezando a brotar como la infancia, el verano dorado como la juventud llena de pasión y sueños, el otoño con sus hojas crujientes como la edad adulta donde se enfrentan responsabilidades y decisiones y el invierno cubierto de nieve, como la vejez de pelo blanco, con su sabiduría y reflexión. Pero también percibo la tristeza del molino que ha sido olvidado, y con él, las historias de aquellos que alguna vez lo habitaron. Cada vuelta me trae también recuerdos de mi pasado con momentos de euforia y otros de incertidumbre y fracasos.

La rueda segue girando y parece hablarme diciéndome: “Aprecia cada etapa, aprende de ella y, sobre todo, nunca dejes de soñar. Al final, lo que importa no es cuántas vueltas has dado, sino cómo has vivido cada una de ellas”. Entonces mi vida era como esa rueda, a veces giraba hacia arriba, a veces hacia abajo, y cuando perdí a un ser querido fue como si la rueda se atascara en un lugar obscuro, y el dolor me hizo sentir que jamás podría volver a girar. Pero, con el tiempo, aprendí que esas detenciones son parte del viaje. La tristeza se transformó en recuerdos, que siguen acompañándome, y la rueda comenzó a girar de nuevo, aunque de manera un poco diferente. Finalmente, cuando el sol comenzó a ponerse, sentí que mi tiempo dentro de la rueda del molino llegaba a su fin. Hoy, miro hacia atrás y veo que cada vuelta de esa rueda ha sido valiosa, y que mi rueda seguirá girando, llevándome hacia nuevas aventuras y aprendizajes en un viaje continuo. En este momento estoy lista para seguir girando.


Raffaella Bolletti

El vestido amarillo

Era un caluroso día de fin de verano en un pequeño pueblo ubicado en los Apeninos Tosco-Emilianos. Los habitantes se preparaban para la boda de Rocío, la chica más querida del pueblo. Pero había un detalle que hacía que esta ceremonia fuera única: Rocío había elegido un vestido amarillo brillante, en lugar del tradicional blanco. Su madre, al enterarse de la elección, casi se desmayó. “¡Nunca en nuestra familia alguien ha usado un vestido que no fuera blanco!”, exclamó. Rocío respondió que a ella le gustaba y estaba convencida de que el amarillo representaba la alegría y la felicidad que quería para su matrimonio.

Cuando Rocío hizo su entrada en la iglesia, todos se quedaron boquiabiertos. La gente susurraba entre sí, algunos sonreían, otros parecían un poco confundidos. «¿Un vestido amarillo? ¡Qué idea más extraña!», murmuró la tía Rosa, y otras personas se unieron a ella.

El sacerdote, intentó mantener la seriedad de la ceremonia “Estamos aquí para celebrar el amor” “¡Y… la alegría!”, añadió.

Durante la fiesta, la situación no mejoró. Los invitados, divertidos, comenzaron a contar chistes sobre el vestido amarillo. “¡Rocío, pareces un plátano!”, exclamó Marco, el mejor amigo del novio. “Sí, ¡pero un plátano muy elegante!”, respondió Rocío riendo, mientras su futuro marido, Luca, la miraba con ojos enamorados. Fue un gran espectáculo de colores y risas. Rocío bailaba y giraba como un girasol, su vestido amarillo brillaba bajo las luces, y pronto todos se unieron a ella, olvidando las convenciones. Al final de la noche, también su madre declaró: “Si el amor es amarillo, entonces es el color más hermoso del mundo”. Al final, todos coincidieron: Rocío merecía un vestido tan radiante como ella. Y así, el amarillo se convirtió en el nuevo símbolo de amor mientras los recién casados bailaban bajo el sol, rodeados de risas y pétalos de flores.


Raffaella Bolletti

Pensamientos

Querido Álvaro, me dirijo a ti por si te acuerdas de mi miedo a la noche y a la oscuridad. Bien, todo ha cambiado desde que te fuiste a no sé dónde. Ahora la noche me acompaña, la necesito, me ayuda a desconectarme de teléfonos, ordenadores e internet, del mundo, a desatender los pensamientos negativos, intentando centrarme en los positivos. Tendría que decirte muchas cosas, pero las palabras se callan; sin embargo, ahí están, esperando la noche como un punto fijo donde mi dolor se esconde y desaparece. Es una hermosa noche de finales de agosto, estoy sentada en la terraza, mirando el cielo. Como cada noche, el murciélago ya se ha colocado en su rincón habitual. Todo permanece allí, inmóvil. Ya no estás aquí, no puedo verte, abrazarte, tocarte, hablarte ni escucharte. Te echo mucho de menos. Al pasar las horas, algunas estrellas, más brillantes que nunca, empiezan a asomarse en el cielo, aportando un poco de luz. De vez en cuando parece que alguna caiga desde la bóveda del cielo, como una lágrima por las mejillas. Y es en ese momento, que de mis reflexiones surgen algunos pensamientos que quiero dedicarte.

Noche era cuando abrazándome me decías “te amo, estoy aquí, no tengas miedo”
Noche era cuando nos besábamos y nos acariciábamos y nuestros cuerpos se buscaban y se unían.
Noche era apoyar la cabeza en tu hombro y quedarme así…

Ahora el sol va desapareciendo y muy lentamente la oscuridad lo cubre todo
Noche es cuando me parece que todo me va mal.
Noche es cuando alguien a quien quería me abandonó sin dar explicación alguna.
Noche es cuando tengo malos pensamientos, cuando mi deseo es el de acabar con todo.
Noche es cuando estoy esperando algo que ya sé que no pasará.
Noche es cuando a pesar del sol que brilla en el cielo, todo está oscuro y malévolo.
Noche es cuando las personas se van para siempre sin que pueda despedirme de ellas, sin una última palabra.
Noche es cuando miro el cielo negro mientras la luna, las estrellas y los planetas se vuelven poco a poco visibles y me encantan.
Noche es cuando me pregunto por qué la vida es amarga y complicada y me parece que la oscuridad nunca se irá.
Noche también es amar, amar para vivir con quien se quiere.

Sé que no volverás, no importa, yo seguiré hablando contigo por la noche.


Raffaella Bolletti

El amigo manzano

Es un día nublado de principios de otoño. He llegado al pueblo donde vivieron mis abuelos maternos. Aparco en el corral de la granja, bajo del coche y miro a mi alrededor. No hay nadie. ¡Por supuesto! La granja lleva muchos años deshabitada. Sólo hay bosques en el horizonte. Recorro el camino rural que une la granja con el campo cuesta arriba hacia la colina. Y allí, justo allí, está el árbol, ese árbol, mi amigo árbol. Un viejo manzano que parece estar esperándome, con sus hojas algo rojizas moviéndose como para saludarme. Me acerco, abrazo su tronco, cuya corteza me parece un poco más áspera. De niña solía veranear aquí, en este pequeño pueblo y me gustaba mucho sentarme a los pies del manzano, bajo la sombra de sus ramas, a veces leyendo a veces hablando con mi abuelo, a veces encontrando los amigos de verano contándonos cómo habíamos pasado el invierno y, a veces, envuelta en el abrazo de un chico y por fin hablando con él, el árbol, que parecía escucharme. Hoy apoyo mi espalda en el tronco y dejo vagar la mirada, no me fijo en el paisaje, vuelvo a recordar los acontecimientos de años pasados cuando era una jovencita. Quiero quedarme aquí, escuchando el viento, mirando las nubes, saboreando la calma, la silenciosa detención del tiempo, sin pensar en el mañana. Recorro viejos caminos, hechos que forman parte de mí, recogidos en las ramas de mi árbol. Recorro las etapas, los sufrimientos y la felicidad de esos tiempos, recordando amores de verano tan pasajeros y fugaces como esa edad. Me parece estar metida en una red de ramas entrelazadas, como en un vértigo infinito. Un viento suave mueve ramas y hojas, con un crujido mágico, y yo, con los ojos cerrados, intento comprender este misterioso lenguaje, un sonido seductor que parece una música. Ya no hay flores blancas y rosadas en las ramas. Ahora que es otoño, los pequeños frutos están madurando. De repente, unas pequeñas manzanas caen a mi lado, como para despertarme. Miro la copa del árbol, observo el follaje y, con asombro, me doy cuenta de que entre las manzanas se esconden pequeños corazones de colores, balanceándose con el viento. Y entonces me imagino que es un regalo para mí, que ahí, dentro de estos pequeños corazones el árbol ha conservado lo que le conté, y es así como el árbol ha cuidado mis amores de juventud. ¡Larga vida a ti, amigo manzano! Doy otro abrazo al tronco y me voy feliz.


Raffaella Bolletti

Mi paseo marítimo

Mi paseo marítimo

Aquel día que parece lejano tenía que contarte lo que pasó hace unos meses. Pero nunca hubiera pensado escribir aquella carta, ni me imaginé que a ello se llegara. Nada más leerla, te fuiste dejándome triste y absolutamente inútil, sin ninguna posibilidad de explicarme. De todas maneras, yo sé dónde has ido a refugiarte y, por lo tanto, desde hace unos días he venido aquí, a este lugar. Cada mañana al despertar, miro el mar y el cielo con sus diferentes azules perdiéndome en cada ola y en cada nube. Después de un rato salgo para dar un paseo por la playa esperando toparme contigo. Este paseo marítimo, a pesar de todos mis problemas, me transmite tranquilidad. El color del cielo medio nublado me hace pensar en tus ojos azules que parecían modificar el color al enfadarte o al ponerte triste. Estoy aquí, en la playa, siempre a la misma hora, no por casualidad, sino por desesperación y con la sensación de estar atrapado en una rutina. Tengo muchas preguntas, al igual que imagino las tienes tú, y necesito respuestas. Pero no sé si de verdad espero que algo ocurra, o que deje de ocurrir. Cada día espero a que la gente llegue al paseo marítimo deseando encontrarte. Hoy hay un viento suave que hace ondear las banderas de los hoteles, está el cielo medio nublado y el mar con pequeñas olas. Por fin en este momento, al mirar a las señoras con sus sombrillas, puedo verte; no estás lejos, estás en compañía de un hombre que creo haber visto antes; pareces feliz, hablas con él y sonríes. Claro está que no puedo oír tus palabras, apenas llegan las risas de los niños, el ruido de las olas lo cubre todo. Ahora lo entiendo, no quiero inculparte sin reconocer mínimamente mis propias culpas. Aquí hay aire, cielo, olas, arena fina, no quiero quedarme en la tiniebla que me rodea y que está llena de tu perfume, tengo que respirar, aprovechar, saborear este olor a mar, dejar que la sonrisa vuelva, ya no quiero explicarte nada. Me digo a mí mismo que no tengo que hacer preguntas, tengo que disfrutar de la vida porque sólo llega una vez. Pero yo soy así, condenado a observar, buscar, preguntar para comprender. Entonces mi corazón permanecerá aquí, mirando este maravilloso paseo marítimo y pensando en ti.


Raffaella Bolletti

El secreto

Hace algunos meses.

Eran las cinco de una mañana de un verano de hace muchos años. Los pájaros ya habían comenzado su canto hacía un rato. La joven Rocío se levantó y salió de casa, vestida sólo con su pijama. Caminando despacio, cruzó el jardín por la verja y se adentró en el bosque. No fue una noche tranquila, había dormido sola, en el sofá. Después de una discusión con su pareja, Carlos, no era posible acostarse juntos. Siguió el camino que solía tomar para entrar en el bosque escuchando atentamente los sonidos de la naturaleza.

Como de costumbre, se sentó bajo el castaño, apoyó su espalda en el tronco, empezando a hablar dirigiéndose al árbol como hacía siempre que estaba triste. Fue entonces cuando apareció un hombre, tenía un rifle y una liebre. Se detuvo y le preguntó si estaba bien. Era un hombre desconocido, pero Rocío estaba lo bastante desesperada como para contárselo a él. Desesperada, Rocío le dijo que ya no era posible vivir con su marido y que quería abandonarlo. El hombre la tomó en sus brazos y la besó. Rocío llorando se dejó llevar e hizo el amor con el desconocido. Me llamo Jorge, dijo. Y se fue.

Yo soy el árbol.

Unos meses más tarde Rocío vino a sentarse a mis pies y apoyó su espalda en mi tronco, empezó a hablar dirigiéndose a mí. Se había quedado embarazada y su barriga era muy prominente. Era una tarde de mediados de agosto, sin luna, el cielo salpicado de innumerables estrellas. De vez en cuando una caía de la bóveda celeste como una lágrima caliente que corría por las mejillas de Rocío.

Parió sola, allí en el suelo, cerca de mis raíces.

Hoy, día 3 de abril de 2025

¡Ay! ¿Qué pasa? Tengo que moverme, estoy cansado de esta posición. No hay mucho espacio, estoy encerrado en este lugar lleno de algo que parece agua. Todo está oscuro. De vez en cuando doy patadas a ver si alguien me responde. Generalmente, después de patear, me parece que alguien me toca y me dice que me calme. No puedo. Oye, tú ahí fuera, trata de entenderme, soy un bebé, pero estoy muy nervioso y cansado de estar aquí, así que tengo que hacerme notar. Y empiezo a retorcerme tanto como puedo. ¡Dale! dejadme salir, por favor. Por fin llegó el día tan esperado. Después de un largo esfuerzo, ¡estoy fuera! Pero qué sitio tan extraño, que áspero y sin agua. Aprendo a respirar, tengo hambre y frío, alguien me envuelve en una especie de manta, me toma en sus brazos y me besa. Lloro y lloro. No paro de moverme. Una voz femenina, creo que es la de mi madre, dice que me llamo Jorge, como mi padre y soy un niño secreto y precioso. No sé qué significa, pero está bien.

Yo soy un castaño, llevo muchos años viviendo en este bosque y mi trabajo consiste en escuchar historias y guardar secretos. Especialmente el secreto de Rocío.


Raffaella Bolletti

Recuerdos sumándose en collage

 El sol nunca olvida levantarse 

 De nuevo, otra vez 

No, no fueron los recuerdos, no fue nada de eso

 Espirales que vuelven 

Intensidad 

Un círculo infinito del que no existe salida 

Nada que añadir 


Raffaella Bolletti

La Mise Au Tombeau

Les tombeaux de Paul Delvaux, 1957

Es un martes cualquiera, un mes cualquiera, ya no importa. Juliana pasea por esa avenida que solía recorrer cada día, con su amiga Carmen. Las dos evitaban coger el transporte público o el coche e iban de camino al trabajo. Todos los días pasaban por una avenida muy transitada que conducía desde los barrios periféricos hasta el centro de la ciudad. Con el paso de los años, motos, ciclomotores y bicicletas se fueron sumando al tráfico de automóviles. También pasaba un autobús. En los últimos años, muchos patinetes eléctricos habían empezado a transitar por la misma carretera. Las amigas se dieron cuenta de que pocos conductores respetaban las normas del código de circulación, los límites de velocidad y el sentido común… Parecía una pista de carreras; las bicicletas y los patinetes zumbando a un lado y a otro como locos, a menudo incluso pisando la acera. Una mañana al cruzar la calle con el semáforo en verde Carmen fue atropellada por un patinete que iba a toda velocidad y no la había visto. Mientras Carmen estaba en el suelo en la carretera, un coche que no había respetado las señales del semáforo, también la atropelló. Carmen murió en la UCI donde la ambulancia de la Cruz Roja la había llevado. Juliana, siguió andando y transitando por la misma calle por la que solían caminar. Otras personas fueron atropelladas en aquella carretera. Juliana ya no trabaja, se ha jubilado, pero sigue dando paseos por la misma calle que desde unos meses se ha convertido en una zona peatonal, y que cuenta con dos filas de farolas, dos hileras de árboles, y algunos bancos. Hace unos cuantos días, al cruzar la avenida, esa, por la que suele caminar, le parece oír lamentos, palabras como si alguien hablara en un susurro, o estuviera llorando. ¡Qué raro! a esa hora de la mañana no pasaba casi nadie por allí. En ese momento no había ni una persona delante ni detrás de ella. Estaba sola, y era extraño que siguiera oyendo gemidos y susurros, como si alguien quisiera que se detuviera a pensar.

Ese día decidió pararse un rato y escuchar mejor. Nadie a su alrededor. De pronto una voz le dijo: <Mira atentamente en medio de la avenida, ¿no ves nada? Estamos aquí.> Juliana se detuvo en seco, un poco asustada y fue entonces cuando los vio. Unos esqueletos lloraban y se desesperaban alrededor de otro esqueleto que parecía estar dentro de una especie de tumba. <Presta un poco de atención, ahora te explicaremos quiénes somos y por qué estamos aquí>, dijo uno de ellos. <Soy tu amiga Carmen. Los esqueletos que ves a mi lado son los de los que fueron atropellados. El que está en la tumba es el esqueleto de la última víctima. Acabamos de recuperarlo y lo ponemos aquí. Rezamos, lloramos, nos apenamos. Juliana, ya lo sé, no hay regreso, me consuela tu persistente dolor, no te has olvidado de mí. Me doy cuenta de que todo sigue igual que antes. Cuantos cadáveres, llegan, pasan, se reducen a polvo, pero recuerda que no somos sombras desvanecidas, nuestro mundo continúa aquí bajo tierra.> Juliana se levantó aturdida, quería decir algo, pero todo había desaparecido ya de su vista. Quién sabe, tal vez había sido una alucinación, motivada por su dolor…

Raffaella Bolletti

La Isla Secreta

Tomás:

La vida sigue igual que siempre. No me hace caso.

En este momento estoy sentado en un avión, rumbo a Buenos Aires. Pienso en qué puedo decirle a Inés. Aún no se ha enterado de lo que me pasa a mí, de mi enfermedad. Decidí regalarnos este viaje, una auténtica sorpresa, porque ella siempre ha soñado con visitar Patagonia, y yo siempre quise visitar una pequeña isla que se encuentra en el lago Mascardi, en la región patagónica argentina, es decir la isla Corazón. Hay muchas islas con forma de corazón en el mundo, pero ésta es especial, aunque sólo sea por la leyenda que cuenta que dos amantes, pertenecientes a dos tribus rivales, huyeron juntos y para evitar el castigo de sus padres, se tiraron al lago y se dejaron morir. Fue así que nació la isla con forma de corazón. Me pareció perfecta para expresar nuevamente mi amor a Inés y, mientras tanto, buscar las palabras para informarla de la mala noticia. No puedo imaginar lo que va a ocurrir.

Inés:

Tomás sabe que me gusta mucho viajar, pero no me gustan ni los viajes turísticos organizados ni tampoco los cruceros. Así que, después de veinte años de convivencia, cuando me informó del viaje que había organizado, no me lo podía creer, una sorpresa maravillosa. Entonces ahora estamos viajando en avión hacia Buenos Aires y luego hasta el aeropuerto más cercano a la Isla, esa, de la que yo no conozco ni el nombre. Por fin llegamos a destino en una sencilla canoa. Finalmente me enteré de que la isla se llama Isla Corazón, que al revelarse en todo su esplendor, me hechizó. Abracé muy fuerte a Tomás agradeciéndole.

Tomás:

Estoy feliz de haberte regalado este viaje, y te he traído aquí en la intimidad que se respira en esta isla, porque lo que tengo que decir es importante. Por supuesto no soy yo quién decide el destino de esta vida mía, corta, frágil, hecha de un puñado de días. Tengo una grave enfermedad que me separará de ti muy pronto. No es mi deseo entristecerte, sólo quiero que disfrutemos de este lugar y que siempre recuerdes que hay otra isla, invisible, oculta, palpitante, que late rápido o más despacio, dependiendo de muchos factores diferentes entre ellos. Una isla rodeada de ríos grandes y pequeños, flotante, bien escondida. Ahora mismo mi isla late con un ritmo preocupante, me temo que pronto se vaya a sumergir y acabe con su vida. Lo que quiero que sepas es que esta isla ha palpitado por ti y seguirá haciéndolo con todo mi amor. Recuerda siempre que esta isla secreta existe y que esta isla no es nada más que mi corazón. Llévalo siempre contigo, esté donde esté.

En Milán unos meses más tarde

De pronto un viento frío llega desde un cielo lleno de nubes. Me sacude, me muerde con su lengua escurridiza capaz de entrar en la vida de las personas y yo recuerdo… recuerdo… recuerdo una pequeña isla en forma de corazón.

Raffaella Bolletti

Fragmentos de reflexiones, recuerdos e imágenes

Lo encontraron así, sentado en el suelo, la espalda apoyada al único árbol cerca de las ruinas fantasmales del castillo que siglos antes había dominado el valle. Parecía mirar al pueblo que se extendía abajo. Incluso sonreía. Como casi siempre, llevaba una camisa de cuadros, vaqueros verde oscuro y zapatos de montaña. Sus manos descansaban en su regazo, apoyadas sobre un pequeño cuaderno que parecía estar esperando a que alguien lo leyera. Ahí había un perro, acostado sobre sus pies, como si quisiera protegerlo. Su nombre era Pablo y tenía sólo treinta años.

Todos en el valle conocían a Pablo, por ser el único nieto de Faustino y Magali, un chico muy educado, respetuoso, pero no muy sociable, a menudo ensimismado, concentrado en sus pensamientos.  

El cuaderno que tenía en su regazo se titulaba “En construcción”. Pablo había descrito allí algunos momentos de su vida.

En la primera página se leía:  

“Quisiera explicarles a los que lean este diario que el título se refiere a mi vida, una nueva vida para empezar de cero”. 

A continuación, empezaban los recuerdos:

—Aquel día abandoné el camino marcado para adentrarme en el bosque inmerso en mi universo, la mirada febril revelando que mi cabeza estaba sometida a su habitual borrasca de pensamientos. Al principio del otoño solía dar este paseo dos veces por semana. Los tonos ocres de los árboles y las hojas caídas al suelo eran para mí motivo para reflexionar y recordar. 

Me daba cuenta de que me hacía daño recordar el hecho que cambió mi vida,  pero necesitaba aferrarme a los recuerdos. Como aquella mañana, cuando el teléfono sonó a las cuatro. Una voz femenina tras preguntar mi nombre, intentando articular una frase para que no fuera demasiado brutal, se presentó: “Urgencias del Hospital Universitario”. Lamento informarle que sus padres sufrieron un accidente de tráfico y, de momento, están ingresados en la UCI en estado grave. Mis padres fallecieron con pocas horas de diferencia dejándome solo. Fueron enterrados en el pequeño cementerio del pueblo donde nacieron, cerca de las ruinas del castillo.  Yo tenía 19 años. 

Desde entonces todo empeoró para mí. Ni ganas de asistir a clase, ni ganas de salir con los amigos.

Hasta esa noche había vivido con mis padres en un pequeño apartamento en una buena zona de la ciudad de Palencia. Mi madre era peluquera y mi padre asesor inmobiliario. Yo asistía al segundo año de bachillerato en Humanidades y soñaba con ser médico veterinario; entonces, al finalizar el curso, una vez superada la prueba de acceso a la Universidad y al tener bastantes créditos, tras realizar la selectividad, me matricularía en la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Santiago de Compostela. Me encantaba el hecho de poder ser un profesional capaz de prevenir, diagnosticar y tratar las enfermedades de los animales, controlar su reproducción, obtener productos de origen animal vigilando el cumplimiento de la normativa en bienestar animal, identificar riesgos emergentes y conocer y aplicar las disposiciones legales. Desde que era muy pequeño, siempre había deseado tener un perro. Desafortunadamente, no obstante mi insistencia, nunca logré realizar ese deseo. Mis padres siempre se habían negado a tener animales en casa. 

A pesar del dolor por lo sucedido, empecé de nuevo a estudiar mucho para alcanzar mi objetivo. Terminé mis estudios de secundaria y obtuve el Bachillerato. Pero ahora todo estaba más complicado. Los ahorros de mis padres iban acabándose.

De momento tenía que aplazar mi carrera universitaria. Decidí vender el apartamento en la ciudad y me fui a vivir a la casa de campo, a una bonita finca, sin vecinos y bastante aislada, que había pertenecido a mis abuelos y que llevaba años deshabitada.  

Al anochecer de aquel viernes de fin de octubre, llegué al pueblo. El estanque y el cañaveral todavía estaban allí exactamente iguales a como los recordaba. 

La apariencia campestre de la casa, las paredes cubiertas de hiedra hasta el techo me inspiraban una profunda sensación de paz. ¡Precisamente lo que necesitaba! La viña abandonada desde hacía años mostraba sus hojas color óxido y algunos racimos de uva negra. 

Pero al levantarme, la mañana siguiente, fue como si la casa tuviera un aspecto extraño, las paredes estaban llenas de grietas, algunas ventanas rotas, parecía tan cambiada que me daba escalofríos y mis pisadas en el suelo de madera resonaban con vibraciones lúgubres, casi peligrosas.  Pensé que sólo era un mal presentimiento debido al cansancio del viaje y a la noche pasada en vela.

Pasaron algunos meses y yo empezaba a apreciar ese valle. Su caserío se extendía a los pies de las ruinas fantasmales de un castillo al que se llegaba cruzando un puente, el llamado Puente del Diablo, sobre un pequeño río. El pueblo casi desierto con casas de adobe semiderruidas contaba con más o menos 80 habitantes. Finalmente adopté un cachorro, destinado a la perrera, al que le puse el nombre de Moisés. De hecho, como él, separaba mi vida en dos. La de ayer, la del duelo y la de ahora, en construcción. Me había aislado para olvidar, pero seguía mirando hacia atrás, recordando. La vida no dejaría de doler jamás. 

El progreso desenfrenado de la ciudad parecía no haber llegado todavía a ese valle; la vida transcurría tranquilamente y las úlceras por estrés aún no habían aparecido. Estaba lejos de las peleas de la ciudad, del tráfico, del ruido y del conjunto de apartamentos, donde las relaciones entre los vecinos se habían vuelto cada vez más difíciles. A este respecto, me acordé de cuando habían abierto una cafetería, justo debajo de mi casa, y desde entonces las noches se habían convertido en un infierno. Las risas llegaban desde el bar y un bullicio de ciclomotores hería el aire. Los vecinos habían llamado repetidamente a la policía, pero sin éxito. Yo no podía dormir y descansar de una manera apropiada para enfrentar un nuevo día en el colegio. Además, ese año tenía exámenes de bachillerato. Una noche, exasperado por el ruido, mi padre lanzó unos cubos de agua hacia abajo. A la mañana siguiente alguien había escrito en la puerta principal: «Hijo de puta, ten cuidado. ¡La pagarás!. Pero mi padre no le tenía miedo a nadie y siguió tirando cubos de agua. Todo se repetía noche tras noche. Considerando que el dueño del bar vivía en el mismo edificio se procedió a convocar una junta de vecinos, que se transformó pronto en una guerra de insultos y de “tú a mí no me gritas”, y en la que no se logró nada. Pobre papa. Él no aguantaba más esa situación. ¡Ojalá nos hubiéramos mudado antes! 

Pocos años más tarde, no estaba todavía en condiciones de enfrentar el mundo, pero me había acostumbrado un poco a la nueva situación, a mi nuevo estilo de vida. Todo mi cuerpo estaba disfrutando nuevas sensaciones. El oído había aprendido a escuchar el sonido del río, el lenguaje de los animales, la nariz aprendió a distinguir los diferentes perfumes de los árboles, reconociéndolos; los ojos apreciaban los colores del valle, los verdes, los amarillos; las manos sentían el picor de las hierbas, de las ortigas o el terciopelo de algunas hojas y de los hongos. Mi paladar apreciaba los sabores un poco salvajes del campo. A veces, ayudaba a los campesinos en pequeños trabajos rurales y, poco a poco, abandoné mi sueño de ser veterinario. Ahora tenía a Moisés conmigo, un excelente compañero durante los largos paseos que seguía dando también por la noche y que me tranquilizaban. 

Me dediqué al cultivo de plantas y esencias aromáticas: albahaca, romero, hierbabuena y tomillo, entre otras, y cada vez que iba de visita al cementerio llevaba un manojo a las tumbas de mis padres, para que los perfumes llegaran a ellos dondequiera que estuvieran. Iba a menudo a ese lugar, y cada vez, al cruzar el Puente del Diablo, me parecía atravesar uno de esos puentes suspendidos, los así llamados puentes tibetanos, y tenía la sensación de caer en el vacío, precipitando en el pasado. 

Pero, entonces, sucedió algo. Los ancianos del pueblo me habían advertido. “No te vayas muy lejos por la noche, no es seguro, mejor que te quedes con nosotros jugando a las cartas”. Una noche, mientras caminaba por el sendero, tuve una extraña impresión. Sentí como si me hubiera quedado completamente sordo, todo a mi alrededor estaba en silencio. No podía oír los ruidos habituales de la noche, los gritos de los animales nocturnos. Las hojas secas ya no crujían bajo mis pies. Era una noche de finales de agosto, sin luna, pero con muchas estrellas. De pronto me pareció ver una sombra. Me detuve preocupado y la vi. Estaba allí. Pequeña, delgada, un poco jorobada, vestida de negro y con una masa de pelo todo blanco. Su cara estaba surcada por arrugas profundas, su mentón era puntiagudo y su nariz delgada y estrecha. Sabía quién era. Me lo habían dicho. La vieja del pueblo, una pobre anciana, sin hogar, que por la noche caminaba por las casas en busca de algo para comer a cambio de cuentos de miedo. Pero a mí me parecía una bruja. “Siéntate a mi lado”, me dijo “y escucha con atención. Recibirás una invitación para el baile de fin de agosto. ¡No dejes que te tiente! Es muy peligroso.” Se levantó y se fue rápido.

En efecto, algunos días después una chica del pueblo me entregó una invitación con los detalles sobre cómo llegar a la granja donde tendría lugar la fiesta. Lo pensé mucho y, a pesar de todo, decidí ir. Un poco de diversión me habría venido bien. Aquella noche del 31 de agosto, llevando unos vaqueros y una camisa de cuadros, salí de mi casa y me dirigí a la granja. De vez en cuando, una ráfaga de viento se convertía en silbidos que parecían gemidos entre las ramas. Al cabo de media hora vi, no muy lejos, un campo de cultivo y la silueta de una casa.

 
“Lo dije, yo. He llegado”. Seguí caminando hacia la tenue luz de la ventana mientras un triste sonido de instrumentos musicales flotaba en el aire. Pero era una música que me ponía la piel de gallina. De repente, la puerta se abrió y a la luz rojiza y parpadeante de las antorchas que colgaban de la pared, vislumbré una sala poco iluminada y llena de humo donde numerosas figuras bailaban al son de una triste melodía que erizaba la piel.

Entré y dije “Buenas noches a todos”. Mi entrada pasó desapercibida, como si nadie se hubiera fijado en mí. Me pregunté si había tropezado con una fiesta privada en la que un extraño no era bienvenido, pero qué raro, tenía una invitación. Me armé de ánimo y saqué a bailar a una chica que se dejó arrastrar por la danza. Me quedé callado, una extraña sensación me invadió, la chica parecía tan fría como el mármol.


Entonces la música enmudeció y todas las figuras presentes me rodearon y aplaudiendo rítmicamente me dijeron que ya podía bailar solo, que ahora era uno de ellos. Un fantasma sin fuerza. 

En ese momento los reconocí. Los vecinos del pueblo, mejor los muertos del pueblo. Me largué lo más deprisa posible de allí, corriendo crucé el Puente del Diablo y llegué aquí. Aquí, donde alguien me encontrará, sentado en el suelo, con mi cuaderno, porque ahora lo sé, yo también he muerto al morir mis padres.

Al día siguiente lo encontraron así, sentado en el suelo. 

A su lado, un manojo de hierbas aromáticas desprendía su perfume.

El perro Moisés ladrando a una luna invisible.

Los que leyeron el diario estimaron que su contenido era lo bastante interesante como para darlo a conocer. 

En recuerdo de Pablo.


Raffaella Bolletti


Valor

Inés nació en una pequeña aldea rodeada de viñedos y bosques. Allí seguía viviendo en la pequeña granja que heredó de su padre. Se casó con Felipe, un campesino muy atractivo, y de la unión nacieron dos hijos José y Martín. Cumplía con el rol tradicional de ama de casa. El trabajo era muy duro, se encargaba de la casa, de los hijos, de la comida de todos. Un día mientras cocinaba el almuerzo para todos los trabajadores del viñedo, de pronto llegó Martín llorando y gritando que su padre había sufrido un ataque cardíaco. Felipe murió trabajando en lo que más creía, sus pequeñas parcelas de tierra, cultivando un tipo de uva especial.

Ahora empezaba un período muy difícil puesto que en aquellos tiempos se consideraban actividades exclusivas y apropiadas para las mujeres todas las ocupaciones vinculadas al espacio doméstico, sin ser valoradas y debidamente reconocidas. Pero Inés, cuya madre había muerto durante el parto, estaba acostumbrada a enfrentarse a las dificultades y, a pesar de su profundo dolor por la pérdida de su marido, decidió que tenía que tomar las riendas de la granja. Sabía que su valor estaba en la capacidad de conocerse a sí misma confiando en sus recursos y capacidades. No fue nada fácil, como mujer, y además con dos hijos aún adolescentes. Todos los vecinos de la aldea trataron de desanimarla, diciéndole que tenía que ocuparse de los niños, de la casa y de la comida. Que mejor sería elegir a un agricultor del pueblo para que se encargara del cultivo, la vendimia y la venta de las uvas. O incluso mejor, casarse con un agricultor local. En pocas palabras, se necesitaba un hombre. No se dejó intimidar y continuó luchando por su granja; otras mujeres se unieron a ella. No consiguieron nada. Los hombres seguían teniendo el poder en sus manos.

En aquel período enormemente complicado quedó tan debilitada que pensó en abandonarlo todo, la granja, la lucha, incluso a los hijos. Su valor se había agotado. Así que ese día salió de casa, cansada, harta, las dificultades aumentando. Se fue a vagar por el bosque, estaba rodeada por nogales y robles, el viento movía las ramas y las hojas, soplando con fuerza. A lo lejos le pareció ver algo que yacía en el suelo. Se estremeció un poco, pero decidió acercarse para ver de qué se trataba. El cuerpo de un hombre estaba allí tumbado sobre el terreno del bosque. Parecía muerto, pero estaba durmiendo. Inés hizo un poco de ruido y por fin el hombre despertó y se levantó. Delgado, alto, llevaba una capa negra, la cara pálida. Mirando a Inés con sus ojos de color ámbar, le dijo: “Sé quién eres. Una mujer inteligente y luchadora, pero ahora veo que estás cansada y decepcionada. Necesitas desaparecer y descansar un poco. Puedo ayudarte. Entonces agarra mi mano si tienes el valor para ser invisible”.

 Así fue. Y sin preguntar nada Inés tomó la mano del hombre y se hizo invisible, supervisionando su granja, y entrando en las mentes de las mujeres ayudándoles a seguir adelante con valor.

Raffaella Bolletti

Automat

Automat de Eward Hopper, 1927

C: – He terminado mi trabajo y he llegado a este “automat”, exactamente el mismo que ayer, anteayer y los últimos días. Me gusta este sitio, tranquilo y sin mucha luz. Siempre me siento en la misma mesa, con una taza de café. Un café que no bebo; ya sabes que no me gusta el café. Es algo que realmente a ti te gusta. De hecho, lo tomo como si estuvieras aquí, como si fuera algo que me ayuda a superar este momento, lo miro y es como si pudiera darme algunas respuestas sobre lo que pasó. Estoy segura de que te quedas fuera de este bar y me miras por la ventana. Carmen, me pregunto a mí misma, ¿por qué no puedes hacer frente a esta situación, después de tantos meses viviendo con Pablo?

 P: -Ya lo sé. Llevo días siguiéndote cuando sales del trabajo por la noche. Incluso esta noche has venido a este lugar desierto, a este “automat” donde no hay camareros. Sólo te has quitado el guante de la mano derecha, tus ojos miran fijamente una taza con un café que, como cada noche, no te tomarás. Nunca te das cuentas de mi presencia, porque todo está a oscuras en tu cabeza, estás atrapada, detenida en lo que pasó, por eso eliges este lugar, desierto, con un ventanal oscuro, sin reflejos. Sólo tus piernas parecen ser luminosas como para dar un poco de luz la sala. Tus piernas, que quisiera acariciar toda la vida. Yo sigo mirándote a la espera de que la intensidad de mis sentimientos levante tu mirada y pueda provocar una reacción con el fin de que tus ojos se encuentren con los míos. Deja el café, sal de este lugar y habla conmigo, aclaremos lo que ocurrió. Sé que parece que no hay salida, y que nada volverá a ser como antes. A veces la vida te sirve en bandeja algo amargo, como sin duda lo es este café, pero por favor escucha los latidos de tu corazón. Mi corazón late más rápido con sólo verte, estoy seguro de que a ti te pasa lo mismo, porque sabes que lo que pasó no era realidad, sino sólo un producto de tu imaginación.

Alguien podría preguntarse ¿Pues qué pasó?

Pero esto es un asunto nuestro.

Raffaella Bolletti

¿Qué queda?

Una tristeza feroz me afecta, con sus emociones, sus recuerdos, los buenos sumándose a los malos, y todos formando parte de un equipaje que siempre llevo conmigo. Y ahora de nuestra vida en común ¿qué queda? El duelo por tu pérdida. ¿Qué queda? quizás las ganas de los viajes que planeamos juntos. Ojalá fuera así. Pero no, ahora no tengo ganas de viajar, puesto que mi equipaje es demasiado pesado.

Entonces ¿Qué queda?

Queda 

este mar que parece alejarse y que siempre vuelve a una orilla cualquiera,

este mar intranquilo, cambiando de color a menudo, copiando del cielo,

Queda

este mar ruidoso, rompiéndose contra las rocas,

este mar que esconde entre sus olas un ojo rojo: el sol al levantarse,

este mar que sigue rugiendo en el silencio oscuro de una noche sin estrellas,

Queda

este mar que ola tras ola me trae su voz y parece devolverme también la tuya,

este mar que aún estará allí una mañana detrás de otras miles,

Queda

este mar que me hace daño, y que me arrastra y me suelta los pies,

ese mar encantador como una sirena de Ulises, que se aprovecha de mi debilidad,

Queda

este mar que me traerá gotas de agua como lágrimas,

Queda

este mar…. frente al que estoy sola.

Raffaella Bolletti

El más poderoso de los elementos naturales

Dos de la noche; agua golpeando los cristales de la pequeña ventana redonda. De pronto me despierto.

Me levanto y miro hacia afuera. Es una noche muy oscura, solo algunos relámpagos lejanos iluminan el cielo. Desde hace un año vivo en este islote, donde hay un faro y solo dos habitantes: el farero y yo. Hay gallinas y ovejas y una pequeña huerta de la que me ocupo yo. Decidí intentar una nueva experiencia. Vivir aquí fue mi mayor desafío. Estoy acostumbrándome a vivir rodeada por agua, yo que desde siempre le he tenido miedo.

A pesar de que mi padre, un ex oficial de la Marina, hubiera intentado varias veces enseñarme a nadar, solo aprendí a flotar. El miedo al agua siempre había prevalecido. Incluso las tormentas con lluvia violenta me causaban ansiedad, pero aquella noche decidí salir del faro, quería enfrentarme a la lluvia, quería escuchar los sonidos del agua, la que caía del cielo y la del mar que con violencia chocaba contra las rocas del islote convirtiéndose en espuma. Y aquí estás… bajo esta lluvia fría.

No es suficiente, me dije a mi misma, no vas a vencer tu miedo mojándote. Pero tengo que terminar esta experiencia y volver a mi vida en la ciudad. El farero duerme, estoy sola. He decidido. Es peligroso, pero me da más miedo no enfrentarme a ese miedo.

Entonces, ¡vaya! A ver si es verdad que la vida viene del agua. Esperé un poco, hasta que la tormenta comenzó a alejarse y las olas del mar parecían ser menos fuertes, el mar se calmó un poco. Me acerqué al borde del acantilado, me asomé, después me alejé un poco y me asomé de nuevo…por fin me lancé al agua. ¿El agua me haría vivir o me quitaría la vida? Me fui al fondo, me pareció oír un diálogo con mi madre, cuando estaba a punto de darme a luz: “Dios mío, hija, para unos minutos, descansa, tranquila, dentro de poco saldrás de la placenta a un líquido igual que en el que estabas. “Pero mamá ¿qué dices? Yo no sé nadar.” “Sabes que los bebés en agua no se ahogan y son capaces de no respirar de forma instintiva, no existe peligro de ahogo, empezarás tu vida en el agua, el más poderosos de los elementos naturales”. Y luego, no sé cómo, me subí de nuevo, floté, o más bien nadé, poniendo en práctica lo que mi padre me había enseñado de niña. Un hombre estaba gritando mi nombre, era el farero. Llegué a la orilla y le respondí. “Tranquilo, el agua me hizo renacer, por fin he superado mis miedos”.

Raffaella Bolletti

Breve reflexión sobre dos mundos

Mundo n. 1. En la década de los sesenta

Éramos cinco. Los niños de uno de los edificios de esa avenida arbolada, cerca de Porta Venezia. Aún recuerdo sus nombres: Andrés, María, Mateo, Gabriel y yo, Isabel. ¿Nuestra edad? Ocho años. Todos asistíamos a la misma escuela primaria, muy cerca de donde vivíamos, pero en diferentes clases, ya que en aquella época los niños estaban separados de las niñas.

Había que divertirse con pocas cosas, no teníamos videojuegos, teléfonos móviles, ordenadores, y lo que nos alegraba era que nos encontrábamos después de cenar, sobre las nueve de la noche, en la acera, bastante ancha y larga, y empezábamos nuestra diversión,: competir con nuestros patines de ruedas o dibujar con tiza en la acera un rectángulo dividido en siete cuadrados en los que había que saltar sin tocar los bordes. Aunque nos peleábamos o nos ofendíamos a veces con palabras duras, seguíamos siendo amigos. Parecía un mundo tranquilo. Hasta el día en que María fue hospitalizada para que le extirparan las amígdalas. Todos esperábamos que volviera a casa, pero su madre nos trajo muy malas noticias. María había muerto a consecuencia de la anestesia. El dolor fortaleció aún más nuestra amistad.

Mundo n. 2 – Período 2015-2023

Hoy sólo quedamos dos; Andrés y yo seguimos viéndonos de vez en cuando, acordándonos de nuestra infancia y comparándola con la de los niños de hoy en día. Soy la única del grupo de los cinco que sigue viviendo en el segundo piso de ese edificio. Ahora hay niños allí, también son cinco y van a la misma escuela que yo y mis amigos en los sesenta. Dos niños son filipinos. Los veo desde la ventana de mi salón, cuando vuelven del colegio; rara vez vuelven en grupo, suelen ir acompañados de una niñera o de los abuelos. Ya no juegan en la acera, tienen muchos compromisos: el colegio, los deportes, los cursos de idiomas u otras actividades, en su tiempo libre juegan solos, con sus tabletas. Me pregunto si serán tan felices como nosotros. Yo misma me contesto que sí, creo que son felices a su manera, los niños saben cómo hacerlo porque todo ha cambiado, pero nada es diferente, los niños siguen siendo niños.

Raffaella Bolletti

Fantasma

Dali – El sueño

De niño veraneaba en la casa de campo de mi abuela materna. Era una antigua casa en dos plantas que constaba de dos pisos, un comedor con chimenea, una enorme cocina, cuatro habitaciones, un baño. Me acuerdo que la abuela solía decir, a mis primos y a mí, que en la casa vivía, desde siempre, un típico fantasma, con una sábana blanca y que era él quien producía los ruidos que oíamos por la noche. Yo siempre he creído en las presencias fantasmales. Pero negaba la presencia del fantasma, de ese fantasma, y, al contrario de mis primos, no tenía miedo de él, es más, me habría gustado conocerle.

Al volverme adulto me di cuenta de que los fantasmas no son los que llevan sábanas blancas. Parafraseando parte del título de un libro puedo decir que es verdad que los fantasmas llegan sin avisar. Y llegan, siempre llegan, aunque no los veas. Yo mismo tenía muchos fantasmas revoloteando por mi casa y por mi mente. Problemas no resueltos, malas experiencias, un pasado complicado. Por fin me enamoré. Francisca era una chica guapa, alegre, que me hacía sentir bien, los fantasmas desaparecieron. Vivimos tres años en un pequeño apartamento alquilado, en un barrio tranquilo de la ciudad de Milán. Un día, de pronto y sin ninguna razón aparente, Francisca se fue sin dejarme ni una carta, ni un mensaje. Esta repentina fractura de lo normal, y la paralizadora sensación de pérdida y de soledad que llevaba a cuestas, hicieron que poco a poco la depresión se apoderara de mí. Empecé a perder interés en todo, también en el trabajo, que tanto me gustaba. Me despidieron y me quedé sin sueldo y sin la posibilidad de hacer frente a los gastos. Así que dejé el apartamento y sin hogar me convertí en un vagabundo. Un vagabundo entre los muchos vagabundos y pordioseros que poblaban las calles. Hoy, como todos los días me aproximo, allí donde me esperan; el lugar donde encuentro a los invisibles de la ciudad, como soy yo, haciendo cola para un plato de comida, o para ducharse. El lugar está al alcance de los zapatos pero yo no puedo llegar. Hoy no. Hoy no busco comida, camino hasta la esquina, me detengo un rato, miro a los paseantes; ellos miran, pero no ven que yo ya estaba allí, pasan, no se detienen, yo saludo y ellos me ignoran. Ya no me importa, ya lo he comprobado. Nada ni nadie puede convertirme en fantasma, ya lo soy.

Raffaella Bolletti

Reproducción prohibida

Reproduction interdite – René Magritte (1898 – 1967)

 Soy Julio, un hombre cualquiera. Soy Asistente en la Oficina de Información y Atención al ciudadano de un ayuntamiendo en el centro de Italia. Mi cargo me facilita conocer a muchas personas y con cada una trato comprender y resolver los problemas burocráticos que ellas me presentan. Enfrentarse a ciudadanos a menudo enfadados, non es tan fácil, para mí es el lado más complicado. A las 13 horas, terminado mi día laboral en el ayuntamiento, salgo de la oficina, y me voy al Centro Hospitalario donde hay niños con enfermedades importantes. Allí me disfrazo de payaso, convirtiéndome en Juanito, me pongo una peluca rubia, una nariz de goma redonda y roja, y en los labios un carmín. Entro en las habitaciones donde están los niños; las paredes pintadas de colores vivos a veces con dibujos de animales. Los niños parecen divertirse mucho, se ríen y tratan de imitarme. A veces traigo algunas narices de goma para regalárselas. Termino de ser el payaso y vuelvo a mi apartamento; descanso un poco y vuelvo a salir. Por la noche me voy a un club muy popular de la ciudad, donde me llaman Gladys. Allí llevo una falda negra, una blusa de rayas blancas y negras y zapatos de tacón. También me pongo una peluca rubia de pelo largo. Es una diversión un poco loca la de vestirme de mujer, pero me ayuda a superar los momentos complicados de la vida. No soy transexual, ¡o tal vez lo sea!

Hoy tengo una cita con mi jefe en el ayuntamiento. Ni idea de por qué el jefe me ha citado en su despacho. Estoy un poco preocupado. ¿Me va a echar un rapapolvo? ¿se ha enterado de mis disfraces y va despedirme? ¿O bien me va a proponer una promoción? Hoy llevo traje de chaqueta y pantalón oscuros, camisa blanca y corbata. Antes de salir me miro al espejo para asegurarme de que todo está perfecto. Qué extraño, veo mi cuerpo, pero no veo mi cara. Y además hay otro yo detrás de mí, también sin rostro. Pero sí veo el reflejo del libro en el espejo. ¿Por qué esa falta de imagen?, ¿dónde estoy? El espejo parece contestarme. ¿Cómo puedo reflejar una imagen tuya? Los humanos tenéis diferentes aspectos, no sois siempre los mismos, sois una mezcla de situaciones. ¿cómo sé quién eres? ¿Julio, Juanito, Gladys, otro?. Ay espejo, tienes razón, a veces ni siquiera yo sé quién soy, a veces me parece que no tengo una identidad mía y temo quedarme en una posible tiniebla, una tiniebla donde somos otros y todos un pedazo de un engaño, el engaño de un espejo.

Raffaella Bolletti

Recuerdo

He estado pensando en llevarte de excursión el próximo sábado. Viajaremos a un destino sorpresa. Así le había dicho su novio Pedro. A Francisca no le gustaban las sorpresas. Pero qué más da.

El destino desconocido, una sorpresa… Por fin había llegado el tan esperado sábado. El fin de semana prometía ser intenso. Nada de trabajo, un poco de descanso. Pedro conducía el pequeño coche alquilado, concentrado en el recorrido, no había tráfico en la carretera. Ella conocía esa localidad, por haber estado allí años atrás con su exnovio Andrés, pero no se lo podía revelar a Pedro arruinando su idea de sorprenderla. Nada más llegar, y aparcado el coche, Pedro se desnudó y se zambulló en el agua de la pequeña cala tranquila en un entorno natural. En cambio, Francisca, subió al bosque que rodeaba la playa, se sentó en la base de un árbol, apoyando la espalda a su tronco y cerró los ojos. De repente fue como si una cascada de agua le cayera encima. Una cascada en la que flotaban los recuerdos. Trozos del pasado, algunos buenos y divertidos, otros dolorosos. Uno particularmente insistente. Le apareció Andrés, en el mismo lugar donde se encontraba ahora, Andrés abrazándola, Andrés besándola, Andrés, Andrés… le pareció notar nada menos que su perfume. Andrés, ya no estaba, nunca volvería a encontrarlo, si no en otra vida ya que se murió en un accidente de tráfico; entonces ¿Por qué evocar un recuerdo tan doloroso? ¿Por qué vibra y en mi cerebro?, estoy como detenida por su imagen, se decía Francisca a sí misma. Andrés estaba dentro de un chubasco repentino que seguía mojándole la cara con agua fría.

¿Pero qué estaba pasando? De verdad su cara estaba mojada.

Al abrir los ojos vio a Pedro, que dejaba que el agua del mar, del que acababa de salir, goteara sobre su cuerpo. ¿Y tú quién eres? Le preguntó, todavía concentrada en el recuerdo. Soy tu salida de emergencia de los recuerdos que duelen. Y aunque se diga que recordar es volver a vivir, por favor deja ir a Andrés.

Yo estoy aquí. Ahora soy yo tu presente, soy tu futuro recuerda que te quiero.

Raffaella Bolletti

Sol

Como cada noche, el murciélago ya se había colocado en su rincón habitual de la terraza. Paula encendió una pequeña vela y se sentó en la terraza, mirando hacia el horizonte. La oscuridad lo envolvía todo. El mar estaba allí, negro, invisible, sólo se podía oír el sonido ligero de las olas al romperse contra la orilla. Con el paso de las horas algunas estrellas empezaban a asomarse en el cielo, aportando un poco de luz a la noche sin luna. A Paula le gustaba observar y navegar por el cielo con su proprio telescopio. Algunas noches se quedaba en la terraza, medio dormida, esperando el amanecer y acordándose de que alguien le había contado años atrás que el sol, según lo que creían los Kuna, un pueblo localizado en Panamá y en el norte de Colombia, había nacido de la unión entre la luna-mujer y la luna-hombre. Después del nacimiento, la luna-mujer se fue a vivir cerca de la Tierra, mientras que la luna-hombre se quedó con el recién nacido. Quién sabe, tal vez por eso los habitantes de la Tierra sólo vemos una cara de la luna.

Por fin una lejana luz rosada aparecía al horizonte. Mientras tanto, el murciélago ya se había alejado de su rincón para ir a esconderse a otro lugar más oscuro. La luz del horizonte iba cambiando color, empezaba el amanecer; un color violeta, un rosado tenue, luego un naranja intenso y por fin allá estaba él. El sol, con toda su luminosidad reflejándose en el mar. Como un niño recién nacido que trae luz y felicidad. Como un niño que poco a poco aprende a ponerse de pie y a marchar, el sol poco a poco revelaba sus poderosos rayos. Un espectáculo al que Paula no podía renunciar, porque cada mañana los colores, la luz y el mar eran diferentes. Parecía haberse establecido entre Paula y el sol un dialogo silencioso. Ella lo esperaba y él cambiaba de color cada vez, como si quisiera que fuera feliz.

Al mediodía el sol emanaba todo su calor, toda su fuerza. Si de verdad se empieza a vivir a los 40, entonces Paula se imaginaba al mediodía de la vida, con unas increíbles ganas de vivir, conocer, disfrutar de cualquier cosa. A esas horas el sol también seguía trayendo un calor molesto, casi aplastante y Paula se quedaba tranquila leyendo bajo el toldo, disfrutando de la terraza y picando algo. Pero aquel día, la depresión se había apoderado de ella, estaba deprimida y simular ser feliz le resultaba cada vez complicado, ni un movimiento, ella seguía estando allí, aparentando dormir, los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil. Fue entonces que utilizando uno de sus rayos como si fuera un látigo, el sol golpeó un brazo de Paula una y otra vez, para que despertara de esta muerte aparente, para que reaccionara, se levantara de la silla y aprovechara el día. Entonces la alcanzó con otro rayo, el rayo hablante diciendo: “Sabes que siempre estaré aquí, mi deber es despertar al mundo, traer luz y calor, felicidad ¡no te atrevas a abandonarme! Necesito tus fotos al amanecer, al levantarme”. Paula abrió los ojos y sonrió. Otro rayo, el de las caricias, pasó sobre su cuerpo con ternura, hasta que Paula se levantó, salió de casa y dio un largo paseo por la playa. Por fin llegó la hora de regresar, el sol empezaba a esconderse detrás del horizonte, ocultando muy lentamente los rayos en su cuerpo redondo, cerrando el cielo sobre el mundo y dejando paso a la oscuridad. Era este el peor momento para Paula que, en su casa, sentada en la terraza se daba cuenta de que todo seguía igual, con la monotonía persistente y contagiosa de un dolor que solo pasaría al próximo amanecer, cuando los rayos de su amigo sol volverían para acariciarla.

Raffaella Bolletti

Ayer

Hoy no es un viernes cualquiera. Hoy estoy aquí, sentada en un banco del parque. Lo que pasó tiene que tener un porqué. Me pregunto cuál. No tengo respuesta. Una canción me persigue, “AYER”, algunas notas van repitiéndose, como mis preguntas. “AYER”. ¿nde está el hombre seductor de ojos azules? ¿Dónde estabas, dónde te escondiste cuando yo te necesitaba para seguir viviendo? REcuerdo tu mirada intensa, recuerdo nuestro primer encuentro. Nos conocimos por casualidad, y por casualidad seguimos encontrándonos dando vueltas por el barrio con nuestros perros. El MIsterio de una atracción desconocida nos rodeaba. Seguimos liberando nuestra pasión, nada de amor, sólo fisicidad. O por lo menos así lo creía yo, hasta que un día algo sucedió. ¿Fue cil para ti  abandonarme? No puedo encontrar una respuesta, solo sé lo que pasó aquella mañana cuando me revelaste que te mudarías de ciudad y frente a mi se abrió el desconcierto, abrazándome dijiste: “mira hacia allá. ¿Lo ves? El SOL se levanta a pesar de todo. Tienes que actuar de esta manera, levantarte y seguir viviendo, todo termina. ¿Por qué? LAdrón, miserable. ¿Por qué SIgo pensando en tí, cuando lo mejor sería olvidarte?. “AYER”. Un DOlor molesto y aplastante. Quizás al DOblar la esquina pueda volver a encontrarte? Un SIlbido cerebral parece avisarme de que va a pasar algo. grimas dulces caen sobre mis labios, la SOLedad que había crecido como un balón inflado va reventar en mis manos. “AYER”. Las notas de la FAmosa canción siguen dando vueltas en mi cabeza, MI corazón, que “AYER” parecía estar quebrado en este momento, late feliz. REcuerdos, un montón de recuerdos. ¿nde me llevará este deseo de volver a verte? Claro, a ninguna parte, lo sé bien. Por supuesto lo pasado, pasado está, ni yo puedo volver atrás.

Siguen en mi cabeza las notas de “AYER”.

Luis Miguel – «Ayer» 

Raffaella Bolletti