El diezmo

La noticia corrió como la pólvora y, a lo largo de la tarde, sobre todo entre la gente menuda, se convirtió en la comidilla del pueblo.

A Saulo, Luis, Martín y Noé les pilló en el patio del colegio.

—E…está mañana los vi -dijo Saulo con el característico tartamudeo que tanto le avergonzaba- La…l-la están i…instalando en el descampado que está detrás de la iglesia. H-he visto como están levantando la no-noria.

Sus amigos aplaudieron con júbilo. Atrás quedarían al menos por unos días las  aburridas tardes tirando piedras al río o molestando a los gatos de la vieja Eulalia que, acostumbrados, ya ni se inmutaban por ello.

—Y ¿Viste si habría montaña rusa? -preguntó con ansiedad Martín.

—S-si -respondió el primero, asintiendo repetidamente con la cabeza- Y-y también co-coches de choque.

Todos suspiraron en silencio. Era la hora del recreo, y cada uno se dejó arrastrar por la imaginación hasta su atracción preferida mientras daban buena cuenta de la merienda.

Sí. La feria había llegado. Y los operarios se estaban dando mucha prisa a fin de tenerlo todo listo para el día siguiente. Como todos los años, habría pimpampum, casa del miedo, tiro al blanco, y muchas cosas más, pero lo que más llamaba la atención era la Gran Rueda de la Fortuna que se anunciaba a bombo y platillo como sorpresa. Al menos, así figuraba en los papelillos de propaganda que se repartieron por todo el pueblo.

Al día siguiente, que era sábado, la feria abrió como estaba previsto. En cuanto los operarios retiraron las vallas que impedían el paso, la gente se lanzó en tropel a las entrañas de aquel universo de luces y algarabía. Los cuatro amigos fueron de los primeros en pasar y, dispuestos a disfrutar de una tarde inolvidable, no se dejaron ni una sola atracción atrás, desde el pimpampum a la casa de los horrores; se atiborraron el estómago con todo tipo de chuches, y cuando por fin parecía que no había nada que pudiera superar lo vivido, se toparon con la fascinante Rueda de la Fortuna. Por un rato permanecieron mudos ante aquella maravilla, sucios sus rostros, cargados de golosinas sus bolsillos.

Se trataba de una luminosa plataforma de madera pintada, que giraba, oscilaba, subía y bajaba, todo a la vez. Sobre ella se habían dispuesto varias filas de asientos con aspectos de seres mitológicos que también subían, bajaban y giraban de modo independiente, y colocada en medio de la misma se erigía la divertida figura de una bruja que se desplazaba entre los asientos repartiendo escobazos.

Los altavoces animaban a los indecisos a probar suerte y los cuatro amigos corrieron a montar sobre sus animales preferidos. En cuanto el resto de las localidades estuvo ocupada, el artilugio se puso en marcha, con chirriante lentitud al principio, luego con inesperada suavidad a medida que la velocidad fue aumentando. La música estridente y los gritos de satisfacción o sorpresa llenaban el aire, pulsando con una energía que parecía provenir de otra esfera. Y mientras giraban, una densa neblina comenzó a aislarlos, como si la realidad se hubiera desdoblado en dos dimensiones distintas. Para el público, la rueda se hizo casi invisible. 

Entre tanto, dentro de ese vórtice de misterio, cada uno de los muchachos experimentó una revelación singular: a Saulo, que no volvería a tartamudear; a Martín, que algún día se convertiría en un empresario de éxito; a Luis, que finalmente sus padres lo iban a llevar de vacaciones a Disney. 

Cuando, luego de unos minutos la máquina paró, los chicos bajaron despeinados y sonrojados, pero felices.  Salvo Noé, al que todo el mundo buscó. Era como si se hubiera desvanecido. De inmediato se investigó tanto a la máquina como a los feriantes, hubo rumores para todos los gustos, todos sin consistencia, y ante la falta de respuesta, conforme pasaron los días el asunto pasó a la  categoría de misterio. La feria que tuvo que paralizar de inmediato sus actividades, estuvo varios días precintada y en cuanto pudieron, los feriantes desmantelaron las instalaciones. Al decir de la vieja Eulalia, jugar con el azar exige siempre el pago de un diezmo como contrapartida.

Por supuesto, la feria no volvió nunca más a aquel pueblo.


Sergio Ruiz Afonso.

Los días amarillos

Ya era muy viejo cuando lo conocí. Había llegado al valle mucho antes que cualquier otro. Incluso mucho antes que los indios, que se tenían a sí mismos por los primeros. Sabía si iba a hacer bueno tan sólo con olfatear el aire, y se decía que era de aquellos pueblos antiguos de donde había adquirido tales conocimientos.

Según él, nada era producto del azar. La vida era una ciencia exacta y con la lectura correcta se podían predecir los efectos futuros. Especial atención le prestaba a lo que él denominaba como días amarillos, épocas regidas por leyes extraordinarias que podían influir para bien o para mal en nuestras vidas. Y nunca se equivocaba.

Podía prever con precisión la productividad de una cosecha percibiendo la más mínima variación en la humedad. Sabía si un asunto iba a ser malo o bueno, y no sólo en el ámbito agrícola. Era como si tuviera una facultad para apreciar lo excepcional. Quizá tuviera que ver con la manera en que hubiera salido el sol, la emanación de una invisible energía, o a un imperceptible cambio en la forma de volar de las aves. Pero a su decir, los días amarillos siempre traían consigo consecuencias.

«A veces -decía-, se trata precisamente de no actuar.

Si siembras en un día así perderás la cosecha; cualquier negocio que emprendas no resultará rentable. Es mejor sentarse a esperar a que pase y no hacer nada” -se le escuchaba murmurar.

Tales días eran impredecibles. De repente, una mañana se asomaba a sus tierras, miraba al cielo y magullaba para sí: hoy está el día amarillo.  Entonces se metía en la casa, cogía algunas latas de cerveza y se sentaba en el porche, acomodándose en su vieja mecedora para dejar sumergir la mirada en el lejano horizonte hasta que su consciencia se sumía en una ausencia contemplativa. Ese día no trabajaba. Si le preguntabas por qué actuaba de esa manera, te miraba a los ojos con fijeza mientras disfrutaba de un pausado trago. Luego, se secaba la boca con el dorso de la mano y finalmente sentenciaba: «¿No te lo he dicho ya? Hoy está el día amarillo” Y se limitaba a exhalar un suspiro profundo detrás del que no venía ninguna otra respuesta, como si con aquellas palabras hubiera quedado todo aclarado.

“No es nada fácil de explicar -repetía a los más insistentes-. La respuesta está en la misma naturaleza. Sólo debes aprender a mirar”.

No sé que pudo haber existido de ciencia en todo ello, pero sí que después de su fallecimiento los días amarillos se convirtieron en interminables: las primeras señales las trajeron las prolongadas sequias, luego el Dust Bowl con la ventisca negra, y como colofón el bicho del maíz que acabó con lo poco que quedaba. Los agricultores que hasta entonces habían resistido tuvieron finalmente que rendirse. El dinero ahorrado se fue agotando y se vieron obligados a desprenderse de aperos y animales hasta finalmente tener que mal vender también las tierras, y cuando ya no les quedó nada, apenas algo de salud, se inició una desesperada peregrinación de este a oeste, luchando por unos mendrugos de pan, con el único fin de sobrevivir.

Aun así, no lo perdimos todo. Algo nos dejó aquel granjero en herencia: la dignidad y la convicción de que siempre hay que seguir luchando.


Sergio Ruiz Afonso.

Algo malo

Algo malo sucede en la ciudad. Apenas se ha rebasado este caluroso mes de julio y ya han desaparecido dos niños. El verano anterior fueron cuatro, todos en edad inferior a los cinco años y de ninguno de ellos, a pesar de haberse vuelto la ciudad del revés, ha habido noticias. Por parte de los desesperados padres se han organizado patrullas nocturnas y fueron precisamente éstos los que en días pasados encontraron a un crio deambulando solo por las calles. Al preguntarle a donde iba, con voz tranquila respondió que a jugar. Era poco más de las dos de la madrugada.


Esto último ocurrió el miércoles pasado, y hoy estamos ya en la medianoche del viernes. Desde hace un buen rato los últimos visitantes terminaron de abandonar el pequeño parque que, justo en este momento, está cerrando sus puertas. A pesar de no hacer nada de viento (apenas sopla una ligera brisa), en la zona infantil, ya huérfana de las risas de los niños, en un rincón que todavía permanece iluminado por la tenue luz de una vieja farola, sin que exista una causa aparente, un columpio ajeno a la soledad que le rodea continúa su balanceo con ritmo regular y constante.


Por encima de la arboleda, al otro lado de la calle, despunta un coqueto edificio de ladrillos rojos desde donde, encaramado sobre un taburete, un niño de apenas seis años, con la curiosidad propia de la edad, observa a través de los cristales de una de las ventanas el cautivador vaivén. Lo que más le llama la atención es una extraña forma, obscura y alargada, que parece jugar con el columpio. Pudiera ser una mujer, que cubre su escaso cabello con un velo y su esquelético cuerpo con un grueso abrigo. En un momento dado, levanta la cabeza y clava su vidriosa mirada en la del niño. Sus finos labios se estiran en lo que intenta ser una sonrisa amistosa y con un leve gesto lo invita ¿Quieres jugar conmigo?


El niño la mira como hipnotizado y duda. ¿Tendrá, además, caramelos?


Mientras, los padres descansan tranquilos ajenos a las correrías nocturnas del pequeño al que seguramente suponen dormido.


Presa de la curiosidad, el chico se baja del taburete dispuesto a comenzar otra aventura. Y justo cuando sus dedos están casi rozando el frío pomo de la puerta, una cálida mano se posa con amor sobre la suya, cierra con la llave que a continuación se guarda en el bolsillo y lo regresa a la cama.
Al menos por hoy esta familia tendrá una noche tranquila. Afuera, el columpio ha parado por el momento su inquietante balanceo.


Sergio Ruiz Afonso.

Patahueso

La noche había comenzado a caer y gruesos nubarrones que cruzaban el cielo Corría el mes de marzo. En medio de un cielo festoneado de nubes grises, una enorme luna de gusano se elevaba sobre el horizonte iluminando el paisaje con su leve luz mortecina. En la lejanía, más allá del valle, destacando con majestad absoluta sobre el resto de los árboles, se recortaba la imponente silueta de Patahueso, un enorme y viejo castaño, de tronco rugoso y ramas increíblemente retorcidas que, al decir del vulgo, eran la representación misma del purgatorio. Se contaban muchas historias acerca del mismo, y al parecer el apelativo se lo   había ganado por el caprichoso aspecto de alguna de sus retorcidas raíces. Se le calculaba una existencia de más de doscientos años a lo largo de los cuales innumerables desgraciados habían terminado sus vidas pataleando tras ser colgados de sus ramas. De sus raíces, se contaba que estaban regadas con sangre de seres inocentes y que eran tan largas que se extendían más allá de los límites del bosque. Siempre me habían intrigado tan inquietantes leyendas y, esa misma noche, decidido a desentrañar el misterio, un poco después de la cena emprendí el camino hacia el bosque. Al principio andaba con paso decidido a pesar del barrizal, resultado de las últimas lluvias, pero a medida que me acercaba a la primera hilera de árboles me fui volviendo más cauto. Del interior del bosque comencé a percibir un inquietante murmullo. Avancé a través de los matorrales intentando hacer el menor ruido y en cuanto llegué al castaño, me agazapé detrás de una de sus gruesas raíces. Al otro lado, ahora con total claridad, se escuchaban risas y cánticos que despertaron aún más mi interés. Un grupo variopinto ya bailaba, ya saltaba en corro, mientras se iban despojando de sus andrajos hasta quedar completamente desnudos. Entre tanto, un poco más alejados, otros, rezaban una letanía ininteligible y bebían un extraño brebaje. Quedé tan hipnotizado por el espectáculo que no pude advertir como algo se aproximaba por mis espaldas hasta que ya fue demasiado tarde. Unos recios brazos que parecieron surgir de la nada se posaron sobre mis hombros haciendo inútil cualquier intento de fuga y cuando me quise dar cuenta estaba siendo absorbido por el viejo castaño y me había convertido en el centro del aquelarre. Me obligaron a beber el asqueroso brebaje y antes de perder el sentido, observé con horror como decenas de repugnantes gusanos, que pululaban por todas partes, me subían por lo pies y ya no pude ver más porque la cabeza me comenzó a dar vueltas. Cuando desperté, el bosque había recobrado su normal quietud. 

Y sólo puedo añadir que ahora yo, como tantos otros, formo parte de las rugosidades de Patahueso.

Algunas noches, siempre con luna crecida, se nos permite liberarnos para recobrar nuestra forma humana y entonces, hombres, mujeres y niños, arrastrados por un incontrolable frenesí, bailamos y saltamos durante horas antes de volver a caer desfallecidos. Y así será hasta la expiación de nuestros particulares pecados. En mi caso, por esa insana curiosidad que me empujaba, a veces de forma innecesaria, a buscar el peligro.


Sergio Ruiz Afonso.

El bro

La noche había comenzado a caer y gruesos nubarrones que cruzaban el cielo amenazaban con enfangar aún más las ya de por si enlodadas calles del arrabal. Entre tanta basura se erigía como templo de aquella decadencia «El gato negro», un garito de mala muerte, de paredes desconchadas y luces mortecinas, que era la trinchera de los marginados de la ciudad y de todos aquellos que pretendían escapar de sus demonios a través de la bebida.

A pesar de lo relativamente temprano, el interior del local, que apestaba a vómitos de alcohol y sudor rancio, estaba casi vacío.

En un rincón del mismo, dos jovenzuelos en evidente estado de embriaguez estaban sentados a horcajadas junto a una mesa sobre la que aún se podían apreciar restos de comida y algunas botellas vacías. 

Se acababan de conocer, y a pesar de llevar tan sólo unas horas entre copas y cháchara, bromeaban sin reparos tal como si hubieran sido amigos de toda la vida.

En aquel preciso momento la conversación había tomado un giro de cierta trascendencia.

—Todos tenemos algún secreto —aseguró, luego de un largo trago, uno de ellos, a la vez que clavaba la mirada en su vaso.

Después, pareció concentrarse en apartar un mechón de su ensortijado cabello que le caía sobre la frente, para finalmente continuar:

—Y no es tarea fácil llegar a conocer la verdadera cara de las personas…

—Salvo cuando se está como una cuba, puntualizó el otro, algo menos borracho, adornando su rostro con media sonrisa de complicidad.  Las borracheras edifican amistades y funden corazones.

El primero asintió con la cabeza y añadió con voz emocionada mientras, en señal de camaradería, echaba el brazo por encima del hombro a su nuevo amigo:

—Contigo es como si te conociera de siempre.  Eres mi bro. Me caes bien, tío. 

El bro, lo miró entonces fijamente, y le pregunto:

—¿Te gustaría llegar a conocer mi yo más oscuro?

—¡Claro! —exclamó éste entre estruendosas risotadas provocadas por la bebida— ¡Entre nosotros ya no deben existir los secretos! 

– Bien -le respondió el Bro sin perder su gesto amable-, esta noche vas a conocer el mío.

Y al chico del cabello ensortijado se le cristalizó la mirada y se le congeló la risa cuando con un afilado estilete le atravesó el pecho.

Afuera había finalmente empezado a llover y hacía ya rato que había anochecido.


Sergio Ruiz Afonso.

El regalo de la brevedad

El mayor regalo que nos ha dado la naturaleza es el de la brevedad de la vida. En la danza del tiempo, los momentos buenos se deslizan a nuestro lado, así como también lo hacen los momentos difíciles.

Por fortuna, nada es para siempre. Esa es la hermosa verdad que nos consuela en nuestras horas más oscuras y nos hace apreciar con mayor intensidad cada instante de esta asombrosa experiencia.

Recuerdo con inmenso cariño a mi hermano Javier, quien, si la suerte no le hubiera sido esquiva hoy tendría setenta y tres años. Desde su nacimiento, su existencia, marcada por una enfermedad que lo limitaba tanto física como mentalmente fue un reto constante. Vivió veintiún años, atrapado en un cuerpo que no le respondía, con balbuceos por lenguaje y el gateo como único medio para explorar el mundo. Sus últimos años transcurrieron en una cama que se convirtió en prisión y fue testigo mudo de sus alegrías y tristezas

Sin embargo, con Javier también llegó a nuestra familia un regalo inesperado: un magnífico radio tocadiscos que colocaron en su habitación y que acabó convirtiéndose en un insustituible compañero. Sus melodías fueron la excusa perfecta para reunirnos alrededor de su cama y disfrutar de las pegadizas canciones de Renato Carosone o de la mágica maestría de Aimable.

Ello le supuso un refugio, un bálsamo con el que calmar sus días más agitados.

A veces, me alegra la velocidad con la que pasa el tiempo. Los recuerdos se acumulan como viejas fotografías que, a pesar del desgaste, conservan el brillo de su esencia. Es un regalo vivir intensamente sí, pero también es un alivio saber que el dolor tiene un límite. Los momentos difíciles son pasajeros, al igual que los buenos, pero mientras permanecen, nos regalan la oportunidad de sentir, de amar y, sobre todo, de atesorar.

Hoy en día, aquel radio tocadiscos ha quedado en desuso, pero me gusta pensar que, de alguna manera, sigue vibrando con la misma energía de antaño. Quizá, en sus silencios aún guarda las notas de aquellos días en los que su música fue el hilo conductor de nuestra vida familiar. Ante la adversidad, nos enseñó a celebrar lo que tenemos, a encontrar belleza en los instantes efímeros, a comprender que, aunque el tiempo avance, siempre tendremos el poder de recordar, y  es por ello que cuando me asaltan preguntas sin respuestas de cómo hubiera podido ser su vida, en lugar de permitir que esas dudas arrebaten mi paz, elijo abrazar el recuerdo de su forma genuina de amar y su capacidad para unirnos a través del sufrimiento.

La vida es una danza breve  y delicada. Aprender a apreciar cada momento es un arte,  y ser consciente de que el dolor también es temporal es parte de ese aprendizaje. Agradezco a la naturaleza por darnos la oportunidad de experimentar este complicado collage que conforma la vida y que, a pesar de todos los contratiempos, sigue siendo un maravilloso regalo.


Sergio Ruiz Afonso.

La Mise Au Tombeau

Les tombeaux de Paul Delvaux, 1957

Era mi último día de vacaciones y la enésima vez que me sentaba en el incómodo sofá con el fin de admirar aquel cuadro. La escena era fascinante a la vez que surrealista. Representaba a un grupo de esqueletos rodeando la tumba del que se suponía haber sido un laureado militar cuyos restos yacían apenas cubiertos por una sábana blanca. Varios de aquellos descarnados todavía lucían sudarios y los llevaban puestos a modo de túnica. Uno de ellos, de huesos amarillentos y erosionados, situado a la cabecera y que, a su decir, pues ya no le quedaban atributos que lo demostrara, había sido obispo, se erguía con altivez, gesticulando con ademanes afectados. Otro, más pequeño, y encorvado sobre la tumba, le escuchaba distraído mientras rastreaba el interior del sepulcro en busca de alguna moneda, remanente de su época como recaudador de impuestos. 

«Fijaos», clamaba con amargura uno que portaba túnica amarilla y al que en apariencia nadie le hacía caso. «Mirad qué injusticia que debamos compartir espacio con mendigos y que no podamos en la muerte conservar nuestra posición social” Y señalaba con desprecio a un carapacho que, agachado a los pies del sepulcro, parecía querer pasar desapercibido.

«Tiene razón – murmuraban, chasqueando las mandíbulas, otros dos entre sí. «Ahora mismo no somos más un simple montón de huesos»

«De esta manera, nadie podrá reconocer la importancia de nuestro rango», continuó con tono de frustración el esqueleto obispo. El recaudador de impuestos asintió, refunfuñando más por el disgusto de no encontrar ninguna moneda que por estar de acuerdo con el discurso del pretendido mitrado.

Hablaban todos con resentimiento y orgullo, recordando los días en que caminaron entre los vivos con poder y autoridad. Sin embargo, conforme escuchaba la conversación, algo dentro de mí se removía ¿Realmente importaba, después de la muerte, el estatus social o las posesiones adquiridas en la vida? ¿Acaso no éramos todos iguales frente a la inevitable parca? 

Las palabras de los esqueletos resonaban en mi mente mientras yo permanecía todavía abducido por la escena que se representaba.

De repente, una mano se posó sobre mi hombro. «Es la hora del cierre, señor», alguien me espetó.

Giré la cabeza sobresaltado. Era uno de los vigilantes del museo que me señaló un enorme reloj situado en la pared y que marcaba ya las cinco y media. Asentí a la vez que me ponía en pie.

Miré por última vez al cuadro y me despedí sin palabras. Al día siguiente debía volver a mi país y lo hacía con una nueva perspectiva de las cosas. Atrás quedaba aquel mundo de muertos atrapados en un eterno diálogo. Seguramente echaría de menos sus reflexiones, pero al fin y al cabo tan sólo eran montones de huesos.

Me encaminé hacia la salida, pero antes de dar dos pasos un escalofrío recorrió mi cuerpo al escuchar como una voz profunda decía «hasta la vista». 

Miré sorprendido a mi alrededor y advertí como los descarnados también habían parado su conversación para, tan sorprendidos como yo, reparar en mi persona. En absoluto silencio me saludaron haciendo un leve ademán con sus manos.

Entonces comprendí que se estaban despidiendo de mí, y que había sido mi propio esqueleto el que había hablado..

Sergio Ruiz Afonso.

El rincón de los sueños 

En el etéreo océano de mis pensamientos, soy un vagabundo errante que navega por islas de ensueño. Cada isla es un refugio, un rincón donde la amigable brisa del mar me acaricia la piel y el murmullo de las olas me susurra secretos olvidados. Mis islas, son esas memorias que atesoro; un mágico rincón donde el tiempo no se mide en horas, sino en instantes.

En unas, el sol resplandece sobre la arena dorada mientras las gaviotas dibujan surcos en el cielo; los días se deslizan suavemente, y la simplicidad de la vida se mezcla con el sabor de la fruta fresca y el aroma de la tierra húmeda. En otras, la vegetación exuberante esconde historias antiguas, ecos de civilizaciones pasadas que aún reverberan en el viento. 

Soy un vagabundo sin rumbo fijo y soy poseedor de un corazón lleno de anhelos. Cada isla me descubre algo nuevo: la fortaleza de la soledad, la belleza de la introspección, la alegría de poder disfrutar de lo efímero… Y aunque a veces, en este mar inmenso, me sienta como perdido, estoy convencido de que la realidad es que cada paso me acerca un poco más a la comprensión de la importancia de lo insignificante.

Cada atardecer, fijo la mirada en el horizonte y agradezco las islas que habito, pues en su esencia encuentro la libertad de ser quien realmente soy: un vagabundo, un soñador que navega por el mar infinito de su propia existencia.

Sergio Ruiz Afonso.

El niño que no quiso crecer 

Juan no era feliz. Aunque dotado de un espíritu alegre y soñador, la cotidiana observación del complicado mundo de los adultos y sus conflictos había ido depositando en su tierno corazón infantil un pesado manto de desaliento que no le permitía mirar al futuro más que con cierto pesimismo.

Muchas tardes solía escapar al bosquecillo cercano donde se entregaba a uno de sus pasatiempos preferidos: observar el paso de las nubes para descubrir las formas tan caprichosas como efímeras que se iban dibujando en el firmamento. Un día, mientras se encontraba recostado contra una roca, una de las nubes pareció adoptar la apariencia de un níveo anciano de larga barba. Y fue en ese justo momento que Juan decidió que ya no quería crecer. No deseaba convertirse en otra sombra más en un mundo donde la luz parecía estar desvaneciéndose poco a poco. Así, en ese instante de determinación pura, el universo pareció conspirar a su favor.

Una suave brisa acarició su rostro, llevando consigo rumores de sueños muy antiguos y aromas de jazmín. En ese preciso momento, un destello cruzó el cielo y una forma etérea se materializó frente a él adoptando el aspecto de una figura humana. Era un anciano vestido con túnicas brillantes y una sonrisa sabia en sus labios.

“Juan”, le dijo con voz cálida. “Tus deseos han sido escuchados. Te ofrezco la oportunidad de vivir eternamente como un niño, pero ten en cuenta que esta elección vendrá acompañada de desafíos y pruebas que deberás superar”

Juan lo pensó apenas un momento antes de aceptar la oferta, y dejando atrás su antigua vida, a partir de ese momento se embarcó en una aventura sin igual. Descubrió mundos fantásticos dentro de su propia imaginación, conoció a seres extraordinarios que le enseñaron lecciones valiosas y encontró la verdadera belleza en la sencillez de las cosas insignificantes.

Con el paso del tiempo, se convirtió en un guardián de la infancia, protegiendo la pureza y la esperanza de todos los niños que, como él, anhelaban escapar de la dureza del mundo de los adultos. Creció en sabiduría y amor, irradiando una energía sutil que inspiraba a todo aquel que se cruzaba en su camino.

Y así fue que aquel chico soñador y algo ensimismado, aprendió que la verdadera magia reside en la capacidad de conservar la inocencia y la alegría en medio de la oscuridad, y que la juventud del corazón es un tesoro más preciado que cualquier riqueza terrenal. Y cuando con el paso de los años su piel se fue tornando dura y arrugada, Juan todavía era portador de una sonrisa fresca, sabiendo que su eterno niño interior le acompañaría siempre, guiándolo hacia un mañana lleno de promesas y posibilidades infinitas.

Sergio Ruiz Afonso

Reflexiones

Ni soy valiente ni quiero serlo. Dicen que el valor es una virtud, y de hecho es una cualidad muy reconocida, pero yo creo que pudiera tratarse más bien de un complejo de inferioridad. La cobardía en cambio puede llegar a ser una ventaja. Y no nos equivoquemos, no es lo mismo ser cobarde que traidor. La cobardía nos exime de la necesidad de exponernos de forma inútil al peligro. En cambio, la traición supone un acto de pura deslealtad y egoísmo. No digo que tener valor no esté bien, pero mejor es ser cauto. Es más seguro vadear un río desconocido que intentar cruzarlo a las bravas. Aunque tardemos más. A la cobardía se la ha estigmatizado como deleznable, pero al fin y al cabo es otra forma de supervivencia. Porque de eso se trata: no de ser valiente, sino de sobrevivir. Como sea. No nos podemos equivocar.  La naturaleza no es compasiva. No sólo el valor y la fortuna cuentan como méritos. También la inteligencia. Y más inteligente es el que esquiva al león que aquel otro que se le enfrenta, que por algo se ha ganado el título de rey de la selva. Si aciertas, ganas. De la forma que sea. Y no es porque yo lo diga, es porque así sucede continuamente.  Lean si no los periódicos. No hay premio de consolación porque hayas sido bueno. Si te han vendido esa historia te han engañado. Tampoco hay premio para los perdedores.

Sergio Ruiz Afonso

Por el amor al arte

Me gustaba sentarme en el bordillo de la acera, muy cerca del lugar donde, todas las tardes, se sentaba aquel mendigo ciego y barbudo. Los paseantes se paraban un instante para disfrutar de los acordes de su mágico acordeón y algunos le soltaban algunas monedas. Yo era su más fiel admirador y permanecía tan callado a su lado que creo que él ni tan siquiera sospechaba de mi presencia. Me subyugaba la agilidad de aquellos dedos que se movían, a veces delicados, otras enérgicos, pero siempre tan precisos, con su ojos fijos en su obscuridad, ensimismado, al igual que yo, en su música, o quizá, vayan a saber en qué pensamientos. Me llamaba mucho la atención el que después de terminar su concierto se marchara sin recoger las monedas que quedaban en el suelo. Estaba claro que no lo hacía por dinero. Algunos necesitados y algún que otro avispado, que ya se habían percatado del negocio, las recogían.

Algún día seré como él -pensaba soñador.

Desde entonces han pasado tantos años… Me sigue gustando sentarme en aquella misma esquina en la que  tantos agradables ratos disfruté en mi infancia. Aprendí con esfuerzo a tocar un viejo acordeón. Y aunque no tengo necesidad, cada sábado por la tarde me gusta, al igual que hiciera aquel viejo músico ambulante, obsequiar a la gente con un poco de mi música. Sin esperar nada a cambio. Por amor al arte. En ese momento simplemente cierro los ojos y  me dejó llevar por los suaves acordes.

Sergio Ruiz Afonso

La rabia

Havid bajó la mirada y comprobó, una vez más, que aquella sangre seca que manchaba sus manos no era la suya. Con seguridad lo sería de alguno de los desgraciados a los que había intentado ayudar, o incluso sangre de los miembros de su familia, cuyos cuerpos, ahora inánimes, descansaban sepultados bajo aquel montón de escombros que él mismo estaba pisando. Se llevó las manos a la cabeza meciendo su prematuramente encanecido cabello y de su garganta se escapó un alarido. A lo lejos, aún se escuchaban esporádicas explosiones que indicaban que el peligro aún no había pasado y con un gesto mezcla de rabia e impotencia, se agachó para recoger un cascote que lanzó en dirección a los estampidos. Gemía como un niño asustado, pero de sus enrojecidos ojos, ya secos al llanto, no se escapó una sola lágrima. Hacía tan sólo unos días que había estado soñando con la próxima cosecha de trigo, feliz de haber terminado a tiempo el aljibe. 

Esta vez –recordaba haberle comentado a su padre- a poco que caigan unas gotas, no nos faltará el agua. 

Pero acaeció aquel luctuoso suceso en el que mataron a tanta gente y que había provocado que él mismo pasase a convertirse, días después, en víctima de una terrible venganza. Ahora era su padre junto al resto de la familia los que estaban muertos, y la casa, al igual que el aljibe que tanto le había costado construir, habían pasado a ser poco más que ruinas.

A su modo de ver había llegado el Día del Juicio. Clamó a dios pidiendo justicia, pero dios se había vuelto sordo. Era sabido que ya era sordo desde mucho tiempo atrás, aunque, por si acaso, algunos le siguieran rezando como si en realidad escuchase: rezaban los más, sobre todo por seguir las tradiciones y no perder la costumbre; los menos, porque eran unos ilusos. 

A Havid, magullado de cuerpo y espíritu, se le abrieron en ese momento los ojos a la maldad humana para constatar con horror que, para algunos, la existencia de gente como él hacía mucho que había dejado de pesar en una balanza y que, a pese a la certeza de no tener para nadie mayor valor que el de un guijarro, estaba condenado al cruel destino de seguir viviendo no como persona, sino como un objeto de trueque; igual que una cosa sin alma.

Alzó la mirada clavando sus oscuras pupilas en la nada infinita. Ante él, más allá de aquellas ruinas sólo atino a ver un futuro sin esperanza. Desposeído hasta de las migas de felicidad por las que tanto se había esforzado, e incluso dudando de la misma propiedad de sus pobres andrajos, como único motivo para continuar en pie ya tan sólo le quedaba la rabia. Esa, que en adelante, habría de ser su posesión más valiosa, y un día, lo único que tendría para dejar como herencia.

Sergio Ruiz Afonso

La leyenda del aguador

Hay días en los que uno se siente menos que nada. Aseguran, los que han padecido esa sensación, que aun brillando el sol es como si todo estuviera nublado. Gris. Por dentro y por fuera. Son esos momentos de desánimo en los que la pregunta es ¿Para qué intentarlo? Momentos en los que estamos a un tris de tirar la toalla.

Ese era el estado anímico en el que me encontraba aquel día. Habían pasado ya seis largos meses después de que hubiese recibido la fatal noticia. No voy a decir que estuviera recuperado del impacto que la misma me había causado, pero lo intentaba. En mi mente seguía grabada aquella recomendación: «Viva», con la que mi médico me había querido aleccionar en su momento. Desde entonces, las agujas de mi reloj habían avanzado de un modo diametralmente opuesto a las del resto del mundo. El orden de las cosas importantes había variado. Durante todos aquellos meses me había dedicado a poner en orden mis asuntos: formalizar el testamento ante notario, visitar a familiares alejados y amigos casi perdidos… También quise echar un último vistazo a la entrañable escuela de La Salle donde había iniciado mis estudios. Finalmente, recordando un casi olvidado sueño de juventud, decidí que tan sólo me quedaba una cosa por hacer: conocer la ciudad de Oran. No sabía el porqué de aquella fijación, pero decidí que ya era hora de cumplir el viejo deseo.

El viaje en avión hasta el aeropuerto de Es Senia, fue de menos de dos horas y, pese al destartalado taxi que me tocó en suerte, fue relativamente cómodo el trayecto de siete kilómetros que me separaban de mi destino.  Me alojé en el Khalid, un discreto hotel situado entre la montaña y el antiguo puerto, justo en medio del laberinto de callejuelas que constituyen el encantador barrio de Sidi El Houari, corazón y símbolo de Orán.

Cuando desperté, después de una breve siesta, el atardecer comenzaba a cubrir con un tenue velo dorado las colinas y la brisa del mar a mitigar el cálido aire proveniente del desierto, tan cercano. Eran las últimas horas de la tarde y las calles comenzaban a estar muy transitadas.

Como si quisiera huir de mí, o más bien de mis demonios, decidí perderme entre la multitud para deambular sin rumbo con el ánimo explorador de cualquier turista, admirando construcciones tan notables como el antiguo instituto Saint-Louis o la mezquita de Hassan Basha.

Así, entretenidos mis ojos con la novedad y la mente con sus pensamientos, no fue hasta luego de un rato que comencé a sentir sed.  No parecía haber ningún café a la vista y para mi desgracia, la gran mayoría de grifos públicos de aquella ciudad no suministraban más que salmuera. El remedio a mi necesidad lo constituyó un anciano aguador que para mi suerte pasaba en ese momento por la calle. Portaba a sus espaldas un cántaro lleno de agua y cada dos por tres se paraba haciendo repiquetear unas campanillas a la vez que ofrecía a todo aquel que lo demandara el preciado líquido.

Acepté agradecido una taza y mientras me deleitaba con su frescor no pude evitar dejarme embriagar por su plática amena a la vez que sencilla. Me habló de todas esas personas que como yo se habían olvidado de lo fundamental. De los que perseguimos la propia felicidad como un fin en sí y al dinero como máximo símbolo del poder, sin advertir que en ocasiones es un simple sorbo de agua fresca el que marca la frontera entre lo trivial y lo verdaderamente importante.

Cuando volví a la realidad estaba ya entrada la noche y el aguador había desaparecido. Sentí que el peso de la zozobra se había diluido y que ahora era una profunda paz lo que se había instalado en mi corazón. Enjuagué y coloqué la preciosa tacita de cobre junto a las otras que ya colgaban de mi pechera. Volví a afianzar a mis espaldas el recipiente con agua y me dispuse a continuar el camino que ya otros muchos antes que yo habían recorrido.

Cuenta la leyenda que por las calles del Orán anda un aguador que no reparte tan solo agua sino también sosiego.

Sergio Ruiz Afonso

El camino de las Margaritas

Casi al filo de las cuatro de la tarde, una menuda figura de apariencia octogenaria y andar apresurado avanzaba por la floreada vereda con los ojos puestos en el destartalado banco de madera que se encontraba al final de la misma. A pesar de su edad, andaba con paso decidido con un único fin: contemplar, en recogido silencio, como jugaban los niños.

No participaba activamente, tan solo miraba. Le encantaba simplemente verlos jugar y éste era, prácticamente, su único entretenimiento. Por eso, todas las tardes, a eso de las cuatro, se acercaba hasta el parque infantil situado a un tiro de piedra de su domicilio y tomaba posesión de aquel despintado banco, siempre el mismo, porque a su modo de ver era desde el que mejores vistas tenía para disfrutar de aquel bullicio.

Verlos correr despreocupados era más una necesidad vital que una satisfacción. Literalmente, le inyectaba vida. En esos momentos, su corazón palpitaba de otro modo y su usualmente apagado rostro se iluminaba con una tenue sonrisa. Un observador superficial podría haber concluido que tan sólo se trataba de otro viejo aburrido del montón, pero la realidad era que, en el límite de sus años, al igual que un vampiro se alimenta de la sangre de sus víctimas, él lo hacía de las emociones que le transmitía el juego de aquellos mozalbetes; de hecho,  ni tan siquiera los estaba viendo a ellos, sino  a la nostálgica visión de lo que él mismo había sido en su infancia.

Recordaba que aquella vereda de flores, conocida como Camino de las Margaritas, había sido el paseo que todos los sábados anduviera y desanduviera acompañado de sus padres, que se sentaban en aquel mismo banco a vigilarlo, y el parque infantil que tenía ante sus ojos el escenario de sus propias aventuras infantiles.

Le parecía todo tan real…

Sucedió que, esa desapacible tarde, el anciano observo alarmado que los pequeños se retrasaban en acudir a la sagrada cita. Comido por la impaciencia, pero sin perder la esperanza de que de un momento a otro, riendo y saltando aparecieran como siempre para contagiarlo con su inocente alegría, resolvió esperarlos sin importarle lo que tardaran.

Y allí permaneció, sentado, con la mirada clavada en el parque infantil ya solitario y huérfano de risas, tan sólo acompañado por el silencio, hasta casi las diez de la noche.

Fue esa la hora en la que el vigilante del parque, en el curso de su última ronda, todavía sentado en el viejo banco, se lo encontró muerto. 

Sergio Ruiz Afonso

La vigilia

La estancia permanecía en penumbras, apenas iluminada por la débil llama de un único quinqué que colgaba en una de las casi totalmente desnudas paredes.

Cinco hombres de rostro duro y mirada taciturna permanecían sentados alrededor de una recia mesa de madera. Sobre la misma, tan sólo una jarra de vino a medio llenar como único vínculo de unión entre ellos. Apenas hablaban, tan sólo bebían cortos tragos de sus respectivos vasos y de vez en cuando miraban con aparente temor el reloj que, desde el otro extremo del salón y por encima del profundo silencio que ahogaba el lugar, dejaba escuchar el tictac implacable que, segundo a segundo, aproximaba sus agujas a las doce de la noche.

Noche tras noche, desde hacía casi tres meses, ocurría siempre así. Permanecían sentados codos con codo hasta el amanecer. Sin necesidad de palabras. Con el único fin de prestar apoyo y compañía a Ismael, uno de aquellos cinco conjurados, dueño de la casa y protagonista de su desgracia.

Siempre pendientes del maldito reloj. Siempre pendientes de que al menos esa noche sonaran por fin las doce campanadas.

Como cinco condenados. Esperando un juicio que nunca llegaba.

Fatídicamente, cuando las dos agujas se juntaron sobre los números romanos que señalaban la duodécima, el mecanismo dejó de funcionar dando lugar, a continuación, a una serie de hechos inauditos que día a día se habían ido convirtiendo en rutina.

Uno de los hombres, justo el que se sentaba frente a Ismael, apenas pudo contener un gesto de asombro cuando, por un momento, le pareció ver algo parecido a una sombra que cruzaba el salón, muy cerca de donde se encontraban sentados. Pero fue una apreciación apenas fugaz y prefirió callar. Al punto, todas las luces de la estancia se encendieron al unísono e instantes después la leña de la chimenea prendió por sí sola en tanto que la mecedora dispuesta cerca de ésta, empezó una acompasada danza: hacia atrás y hacia delante. Una y otra vez. Hacia atrás y hacia delante.

Poco después, pareció parar por unos instantes, el fuego se avivó y nuevamente la mecedora comenzó a danzar.

Los hombres miraban en silencio en dirección a la chimenea sin atreverse a hablar, embargados por la superstición. 

Un poco más tarde, volvió la silla a parar su balanceo y de forma imprevista el retrato de la boda del atribulado Ismael, salió despedido desde la repisa de la chimenea, lugar sobre el que hasta ese momento había estado colocado, para estrellarse contra el suelo. 

Todos se levantaron sorprendidos, sobrecogidos sus corazones por el temor. Mirando con demudado semblante en dirección al portarretrato ahora roto sobre el pavimento.

Ismael se echó una vez más a llorar desconsolado y se revolvió en su asiento intentando levantarse.

– ¡Lucía, Lucía! ¡Es ella! ¡Seguro que es ella! repetía una y otra vez el nombre de su esposa recientemente fallecida, con voz desesperada.

Lo tuvieron que sujetar a viva fuerza y alguien le susurró en tanto le posaba una mano sobre el hombro obligándolo a sentarse nuevamente:

– Tranquilízate Ismael. Reza lo que sepas y pide para que los muertos descansen en paz.

Sergio Ruiz Afonso

Alter ego

Reproduction interdite – René Magritte (1898 – 1967)

Desde cualquier punto de vista, especialmente del mío, creo que ésta que a continuación voy a relatar es una historia un tanto lamentable.
Hace tiempo que vivo solo. Mi esposa falleció hace años y por caprichos de la vida, en lo que mucho ha tenido que ver tanto la edad como la eficiente laboriosidad de la muerte, me fui quedando además, sin familiares o amigos con los que tratar, y puesto que nunca resulté ser persona frecuentadora de tascas ni muy dado a relacionarme con los vecinos más allá del típico y cordial “buenos días o buenas noches”, el hablar conmigo mismo se convirtió, las más de las veces, en mi más socorrido entretenimiento.


Y no crean, que a pesar de todo y en un principio, estas conversaciones-monólogos resultaban muy amenas e incluso instructivas. Y, aunque con el paso del tiempo me fui casi acostumbrando a hablar solo e incluso viera ventajas en que nadie contradijera mis opiniones, el hecho de no tener frente a mí un interlocutor visible que le diera algo de verosimilitud a aquella relación me empezó a incomodar y fue por ello que un día, después de darle algunas vueltas al asunto, decidí que un buen remedio contra la fastidiosa soledad pudiera ser el comprarme un espejo.


No lo hice enseguida. Me tomé mi tiempo. Lo elegí con mucho cuidado y finalmente, me pareció que la mejor opción sería la de uno de cuerpo entero que descubrí en la trastienda de un comercio cercano. Ilusionado, tan pronto lo compré, yo mismo lo coloqué en un rincón de la salita de estar, arrimado a la pared, justo enfrente de mi sillón preferido.
La idea era poder imaginarme acompañado, y todas las tardes, después de la cena, solía sentarme frente a aquel a departir en animado monólogo como si se tratara de una visita. El verme reflejado en su bruñida superficie me hacía imaginar que hablaba con un semejante.


Al principio todo trascurrió según lo previsto: mi doble me seguía el juego como si se tratara de un amigo de toda la vida. Yo le hablaba y él me escuchaba con interés e incluso me pareció que asentía con la cabeza de cuando en cuando. Por supuesto, tenía claro que tan sólo era un simple reflejo de mí mismo. O al menos era eso lo que pensaba.
Poco a poco, mi alter ego se cansó de simplemente escuchar y comenzó a querer opinar por sí mismo. Yo se lo consentí porque me pareció beneficioso para mi interés. Pero sucedió que un día la conversación subió de tono hasta convertirse en una acalorada discusión en la que ya no conseguimos ponernos de acuerdo. En un momento dado, mi reflejo se enfureció conmigo hasta el punto de darme la espalda, y desde entonces y para mi desgracia, a pesar de mis ruegos y disculpas, ya no le he podido ver nuevamente el rosto y he terminado por volver a quedarme solo.
Es que ni yo mismo me aguanto…

Sergio Ruiz Afonso

Olor a brillantina

Recuerdo al hermano José, avanzando por entre los pupitres con su andar lento y gesto huraño, esparciendo a su paso el dulzón olor de la brillantina con la que se untaba el escaso cabello, mientras nos exhortaba sobre los temas más diversos con aquella voz de tono grave y amenazante, siempre parapetado tras su versátil vara de metro y medio.
          

La utilizaba para casi todo, haciendo a ratos las veces de bastón, de regla e incluso, en las clases de canto, también de batuta, pero cuyo principal cometido era el de convertirse en elemento disuasorio para los que creyéramos que nuestro paso por la escuela iba a ser un agradable paseo de domingo. Por medio de ella se esforzaba en mantener el orden en el aula a la vez que nos inculcaba sabiduría y respeto. Eran mis tiempos de infancia en el colegio La Salle.

Recuerdo las agotadoras clases de geografía en las que se empeñaba en grabarnos en la cabeza, a fuerza de coscorrones y palos, los ríos y correspondientes afluentes que recorrían nuestra accidentada geografía patria. No sé para qué tanto trabajo. Seguramente la mitad de ellos ya no existan, engullidos por el cambio climático. Tampoco eran mucho más soportables las aburridas clases de historia en las que se nos enseñaba una sesgada visión de la realidad con vistas a mantener nuestro orgullo nacional bien alto. Las de religión por su parte, tan importantes por entonces, me hacían pensar que, a dios, cualesquiera que fuera tu bando, lo ibas a tener como aliado incondicional, siempre dispuesto para masacrar sin piedad a tus enemigos.

Creo que aquel tipo de educación, basada más bien en una visión sectaria y muy poco caritativa de la vida, en la división piramidal de la humanidad en razas y clases sociales, así como en el miedo y la violencia, es el origen de todas las injusticias actuales. Y digo yo, a la vista de lo que se ve y de lo que he vivido, si no sería que aquella repetida máxima que rezaba que dios premia a los buenos y castiga a los malos, quería decir justamente lo contrario.

Sergio Ruiz Afonso

La canción de Mary

La vida no siempre discurre por los caminos que hubiéramos  deseado, sino por el que  nos van empujando  las circunstancias o incluso, con caprichosa frecuencia, el mismo azar. Hay veces, en las que apaciblemente nos lleva de su mano; otras, a rastras. Y mientras tanto, a nosotros, simples juguetes del destino, no nos queda otro remedio que continuar hacia adelante.  Siempre intentando sobreponernos a los varapalos de la vida con el mejor talante o al menos, y si fuera posible, con media sonrisa. 

Recuerdo a Mary ensimismada en su mundo. Recostados ambos en el sofá. Hombro contra hombro. Su mano entrelazada a la mía, mientras desde el viejo Panasonic la voz rota de Winnie Winehouse nos aleccionaba con su «Our day will come«, todo un canto a la esperanza. Y es que cada uno se agarra a lo que puede o a lo que quiere creer. Unos, a los dioses; otros, a la pura magia o a las realidades paralelas.

Yo, por mi parte y por entonces, devoraba con la vehemencia de un neófito las filosofías cuánticas de los multiversos y hacía verdaderas filigranas mentales para convencerme de que cualquier cosa, Pleasantville, ese mundo perfecto donde todo es felicidad, era posible. 

Intentaba no pensar. No me importaba tener que aferrarme a un clavo ardiendo para defender mis sueños.  Y esto porque creía y aún creo que siempre es lícito esperar incluso a costa de falsas esperanzas. Y aunque hoy, Mary finalmente descansa en paz, aquella canción, su canción, nuestra canción, sigue resonando en mis oídos. Pero ahora ya no la escucho como la invitación a la esperanza de otrora, sino como un himno dedicado a toda clase de ilusos.  Muy especialmente a todos aquellos que intentamos darnos ánimos a fin de poder afrontar lo que venga con lo que quiera que sea que tengamos más a mano. Como lo pudiera ser una canción. Una canción hecha casi a la medida para todos los que hemos aprendido a reír entre lágrimas. A creer en la fantasía de un arco iris. 

Seré un iluso desde luego, pero de alguna manera hay que vivir y está bien que sea así.

Sergio Ruiz Afonso

Alicia en el país de las pesadilla

Maddalena penitente Georges de la Tour

 Escribir sobre el dolor no es tarea fácil. No lo es cuando se ha de escribir acerca del dolor propio. Mucho menos cuando se trata del dolor ajeno. Penetrar en ese mundo oscuro, lleno de obstáculos aparentemente insalvables no es una   tarea sencilla. Las pérdidas, los desengaños, agrietan los corazones aniquilando, a veces para siempre, los deseos de vivir o cualquier atisbo de esperanza y ¿qué es la vida sin esperanza? ¿cuál podría ser la fórmula que alentaría a sobrevivir en un mundo sin horizontes? 

Me lo pregunto cada día que me encuentro con mi convecina: a su decir, la esposa casquivana.  Tanto ella como su marido se pasaron media vida poniéndose mutuamente los cuernos, pero ella ha asumido ahora el peso de todas las culpas. Su nombre es Alicia, y yo para mis adentros la llamo Alicia en el País de las pesadillas. 

Hoy me la volví a encontrar. Cabizbaja. Pensativa, como últimamente. 

Desde que a su pareja se lo llevó la peste, prácticamente no habla con nadie. Algunos dicen que ha perdido la cabeza, pero yo creo que es que simplemente ha recubierto su corazón con una especie de mortaja. En su casa, con la mirada ojerosa y perdida, sosteniendo entre sus dedos esa calavera que encontró no sé dónde y a la que ahora le ha dado por llevar a todas partes, se pasa las horas suspirando y si le preguntas cómo se encuentra se te queda mirando con una mirada vacía que lo dice todo sin necesidad de palabras. 

En la noche, cuando cree que nadie la escucha, la siento sollozar desconsoladamente y así permanece hasta ser vencida por el cansancio. Su vida se resume en una eterna pesadilla en la que no se advierte diferencia alguna entre el sueño y la vigilia.

No importa ya que su hombre fuera bueno o fuera malo. La muerte no redime a los vivos. Tan sólo a los muertos.  Está convencida de que así espiará eso que ella llama «sus pecados», y no le teme a la muerte porque a su manera de ver, ya está en el infierno.

 Escribir sobre el dolor no es tarea fácil. No lo es cuando se ha de escribir acerca del dolor propio. Mucho menos cuando se trata del dolor ajeno. Penetrar en ese mundo oscuro, lleno de obstáculos aparentemente insalvables no es una   tarea sencilla. Las pérdidas, los desengaños, agrietan los corazones aniquilando, a veces para siempre, los deseos de vivir o cualquier atisbo de esperanza y ¿qué es la vida sin esperanza? ¿cuál podría ser la fórmula que alentaría a sobrevivir en un mundo sin horizontes? 

Me lo pregunto cada día que me encuentro con mi convecina: a su decir, la esposa casquivana.  Tanto ella como su marido se pasaron media vida poniéndose mutuamente los cuernos, pero ella ha asumido ahora el peso de todas las culpas. Su nombre es Alicia, y yo para mis adentros la llamo Alicia en el País de las pesadillas. 

Hoy me la volví a encontrar. Cabizbaja. Pensativa, como últimamente. 

Desde que a su pareja se lo llevó la peste, prácticamente no habla con nadie. Algunos dicen que ha perdido la cabeza, pero yo creo que es que simplemente ha recubierto su corazón con una especie de mortaja. En su casa, con la mirada ojerosa y perdida, sosteniendo entre sus dedos esa calavera que encontró no sé dónde y a la que ahora le ha dado por llevar a todas partes, se pasa las horas suspirando y si le preguntas cómo se encuentra se te queda mirando con una mirada vacía que lo dice todo sin necesidad de palabras. 

En la noche, cuando cree que nadie la escucha, la siento sollozar desconsoladamente y así permanece hasta ser vencida por el cansancio. Su vida se resume en una eterna pesadilla en la que no se advierte diferencia alguna entre el sueño y la vigilia.

No importa ya que su hombre fuera bueno o fuera malo. La muerte no redime a los vivos. Tan sólo a los muertos.  Está convencida de que así espiará eso que ella llama «sus pecados», y no le teme a la muerte porque a su manera de ver, ya está en el infierno.

Sergio Ruiz Afonso

El libro escondido

No me va avergüenza decirlo. En realidad, me apena. Y es que nunca he leído un libro. Quizá al que lea estás letras le escandalice, pero nací en una cultura absurda donde leer se considera un grave pecado. Tengo casi veinticinco años y hoy, por primera vez en mi vida, sostengo uno en mis manos. Estoy escondido en el granero. Si me descubren el castigo puede ser horrible. Por un lado, siento temor ante lo que pueda descubrir, por otro una curiosidad insaciable fruto de la represión a la que siempre he estado sometido.  No me lo dio nadie. En realidad, lo encontré cerca del bosque, dentro del tronco hueco de un viejo árbol caído. Quizá abandonado por alguien, quizá olvidado. Como un tesoro lo sostengo sobre mi regazo.  Acaricio la portada sin atreverme todavía a abrirlo alargando así un poco más el misterio. Dicen que la simple posesión de uno te puede llevar a volver loco y si además lo leyeras, incluso a perder la vista. Mi respiración comienza a volverse agitada y un creciente temblor en mis manos casi provoca que se me caiga al suelo. Elevo ansioso la vista y aguzo todo lo que puedo el oído. Toda precaución es poca ¡Quién sabe qué terrible destino aconteció a su anterior propietario! Venciendo todos mis temores intento leer la portada. Unos dibujos extraños se extienden a lo largo de la cubierta del mismo al igual que en todas las páginas que una a una voy ojeando. Me siento abatido y frustrado. No entiendo nada de lo que allí se dice.  Con resignación y rabia me lo meto debajo de la camisa y lo vuelvo a dejar donde estaba: bien escondido. De todas formas, no me rindo ¡Quién sabe! Quizá algún día, si alguien me enseñara a leer, pueda volver a intentarlo. No voy a negar que he pasado mucho miedo, pero al menos por esta vez nadie se ha enterado y, además, no he perdido la vista.

Sergio Ruiz Afonso