A imagen y semejanza

Le tunnel de Paul Delvaux, 1978

Soy la niña que mira desde el espejo. Ellas vienen y van por la casa, atraviesan umbrales, calles, laberintos. Las observo desde mi escondite detrás del resplandor del vidrio, mientras cruzan por estaciones donde nadie sabe si los trenes llegan o están por partir. Ellas pasan cargadas de bolsas, de niños. Sus brazos enredados en el brazo de algún acompañante. Sin embargo, están solas. Arrastran su misterio envueltas en tules y algodones, la piel recubierta de invisibles tatuajes trazados por siglos de aporreos y caricias. Pero no pueden resistir a mi llamado. Ante mí se detienen como diosas carnales de una mitología en desuso. Las miro desde el fondo de esta especie de altar que han levantado ellas mismas. Frente a mí confían sus intimidades, se desvisten sin tapujos como ante ojos inocentes. Mujeres jóvenes, viejas, no importa la edad que tengan, ante mí se demoran a limar arrugas, retocar cabellos, a ensayar la alquimia de los afeites. Se sacuden el hastío acumulado en los años, lavan faltas y culpas, secan lágrimas. La edad no importa, cuando ellas se miran al espejo proyectan sobre mi pequeña imagen su reflejo. Y entonces resulta difícil distinguir quién se parece a quién, si ellas a mí o yo a ellas. Desde siempre nos une esta semejanza incierta. Soy la niña que mira desde el espejo, esa que todas abrigan en lo más hondo del corazón.

Adriana Langtry

Cambio climático

Si no hubiese sido por la llamada de la vecina, ella estaría todavía durmiendo sin enterarse de nada. Los blandos somníferos que el médico le había recetado resultaban tener efectos prolongados. Con el usual tono amistoso el hombre le había dicho que a su edad no tenía por qué preocuparse, al fin y al cabo sufría de un normal insomnio debido al cambio de clima estacional.

Ahora, en camisón y descalza, pegada al gran ventanal de la sala, la mujer observaba el desastre. En solo unas horas la furia del viento había destruido su tenaz labor de jardinera, enterrado el pequeño paraíso al que, desde su jubilación, había dedicado cuerpo y alma. Cómo es que no me di cuenta antes, se preguntó mientras con la manga desempañaba el vidrio del vaho exhalado por su boca. Un escalofrío le sacudió el cuerpo macizo apenas protegido por el camisón de flores. 

Los ruidos en la cocina terminaron de despertarla. Se precipitó por la alfombra del pasillo. Su marido en pijama desenroscaba la cafetera italiana. 

—¿Has escuchado el vendaval?

De espaldas en su conjunto rayado, el hombre buscaba la lata de café en el armario. Ella lo sacudió por el hombro. Sorprendido, él la miró como quien descubre una presencia fortuita. Enseguida esbozó una sonrisa y se quitó los tapones de cera de los oídos. Había comenzado a usarlos desde que su mujer inició con los problemas de sueño. Luego, por inercia o desmemoria, aquella solución transitoria se había consolidado en una costumbre. 

—el-ven-da-val… —repitió ella articulando las sílabas como si estuviese hablando en una lengua incomprensible.

—¿Qué vendaval? —respondió el hombre. Por otro lado, lo sabía, su marido no tenía vocación de jardinero. Le gustaba disfrutar del verde, eso sí, hacer barbacoas, jugar con los nietos cuando eran pequeños. Pero desde hacía un tiempo, a cualquier hora del día se adormecía en la reposera bajo el aromo, a veces con un libro en el regazo o más frecuentemente con un vaso de bourbon. No, no era un jardinero, y por eso prefería el invierno a la primavera, porque no debía cortar el césped ni dar forma al ligustro, o como él mismo decía, porque no estaba obligado a ensuciarse con la tierra.

—¡Ven a ver!— exclamó ella volviendo de prisa hacia el ventanal de la sala— ha destruido el jardín

—¡Ven a ver!— volvió a gritar, de pie frente a los cristales corredizos. Estaba por abrirlos, pero sus manos temblaron. Se detuvo. Afuera, ante sus ojos, el panorama parecía mutar a cada instante. Algo vibraba, lo sentía, ahí mismo, en medio de los desechos orgánicos. El prado, las viejas reposeras, el sendero de bienvenida, todo aquello que una vez le era familiar ahora parecía adquirir nuevos contornos. El vendaval había arrasado la normalidad cotidiana y exhumado formas extrañas, quién sabe desde cuándo adormecidas, presencias que como las raíces salían por primera vez a la superficie y ahora se movían sin tapujos, transformando aquello que había sido un oasis en un jardín de prímulas negras.

El hombre estaba ahora a su lado, mordía una galleta y observaba la escena con aire desganado.

—Habrá que llamar a alguien que se ocupe del desastre —dijo sin alterar su tono, como si fuese el testimonio lejano de un triste y trágico acontecimiento, un terremoto en Afganistan, una nueva guerra en alguna parte del mundo, uno de esos asuntos que estaba acostumbrado a mirar en la pantalla pero que no le concernía. Ella seguía preguntándose cómo es que no se había dado cuenta antes. 

Un vendaval a finales de invierno. ¿Era un hecho normal o solo otra de las emergencias causadas por el cambio climático? Tal vez, se dijo, habían dado la alerta en el telediario que ella nunca veía. Cómo es que su marido, siempre tan al corriente de noticias, no la advirtió. 

—¡Mira!— exclamó la mujer indicando ahora la esquina del parque más cercana— algo se mueve por esos lados. En un montículo de ramas y de raíces boca arriba le pareció distinguir una maraña de grandes orugas que, desenroscándose las unas de las otras, se arrastraban hacia la casa. La mujer sin pensarlo, trabó el ventanal por dentro.

—No veo nada —respondió el hombre volviendo a la cocina de donde llegaba el gorgoteo del café, cuyo áspero aroma ya invadía la sala. Ella lo siguió, en camisón y descalza. Tiritaba. Al entrar en aquel refugio, cerró la puerta con llave.

—¿Qué haces?— preguntó el marido mientras se sentaba para saborear el primer sorbo de café amargo de la mañana.

—Nada…—respondió ella, en equilibrio sobre la silla en su intento de clausurar la única ventana del recinto. De reojo notó a los insectos trepar por la fachada— ya no podemos hacer nada.


Adriana Langtry


El agujero negro

En su complejidad, el pasadizo cubierto era lo que en nuestra infancia llamábamos el agujero negro. ¿Quién fue el primero en ponerle ese nombre? No recuerdo. Lo cierto es que en nuestros juegos, esa especie de embudo que dividía el planisferio doméstico, se convirtió de pronto en una frontera inquietante, zona estrecha y oscura, que había que sortear de prisa para alcanzar sanos y salvos una de las dos orillas de la casa, donde habitualmente encontrábamos cobijo. Corríamos a todo trapo, empujándonos, tropezando el uno con el otro, emitiendo chillidos de aves salvajes. Jadeantes, éramos un tropel de blusas y pantalones cortos que atropellaba el pasillo, una estampida de risas con muecas de llanto, de brazos, piernas, bocas excitadas por el olor punzante del peligro, y la piel erizada a causa del sudor frío que nos volvía víctima resbalosas de las imaginarias garras de un agujero negro sigiloso y voraz.

-A que no tienes coraje…- decía desafiante uno de la pandilla. Entonces, pisando firme la franja de baldosas rojas que rodeaba el patio, respirábamos hondo hasta que los pulmones de tan henchidos dolían y apretando los ojos, surcábamos como despavoridos gorriones aquel túnel techado, intentado burlar los mordiscos glaciales que por la puerta del baño trataban de devorarnos, y el acoso incesante de la órbita ciega que detrás de las cortinas opacas nos rechazaba y atraía como un imán. 

Y así, en nuestros juegos de niños, el universo de la casa de la abuela se redujo a ese único centro: el pasadizo del cuarto clausurado. ¿Qué escondía en su interior aquella pieza? Nunca lo supe. Tal vez, como decían esquivos los mayores, cachivaches. Solo mi primo, ya pasados los años, siguió hablando de ruidos misteriosos, chasquidos de botellas rotas, de sollozos y de un lejano pariente que allí se había ahorcado y del que nadie nunca quiso hablar. Un mundo recluido en aquel agujero negro de la infancia. Algo que en ciertas noches, aún hoy no me deja dormir.


Adriana Langtry


De donde viene la música

No tenía el dinero para comprarse un piano. A fin de mes su sueldo y el de Yolanda servían para cosas más importantes: alquilar un departamento grande, mudarse cerca del centro, mandar a los chicos al colegio, vestirlos, pagar las cuotas del primer 2CV, de la nueva nevera con congelador incorporado, del tocadiscos Wincofon y de los seis LP del Clavicembalo ben temperato grabados unos años antes por Wanda Landowska. Tenía que pensar también en unas cortas vacaciones en alguna playa del Atlántico, tal vez en el camping El Pinar donde había conocido a Yolanda cuando el lugar era una extensión de médanos salvajes y los dos estudiantes. Por ese entonces él era un joven bohemio, un pianista nocturno que tocaba jazz por los arrabales de la ciudad, y en verano bossa nova en los boliches de la costa. En uno de ellos había encontrado a Yolanda. Se habían amado bajo la fosforescencia de las olas. Después, lo de siempre: casamiento, dos hijos, el trabajo, el abandono de la carrera y de sus aspiraciones musicales. Con el pasar de los años su temor crecía proporcionalmente al envejecimiento de sus articulaciones. La figura que por las mañanas le devolvía el espejo lo asustaba: un hombre cuarentón, demacrado, medio calvo, con corbata y ceño fruncido, que habría de perder para siempre la soltura y agilidad de sus manos si no encontraba una solución definitiva. No podía seguir tamborileando el Preludio de Debussy sobre la valija de cuero negro, se decía, mientras enfrascado en su rol de visitador médico esperaba que el profesional de turno se dignase recibirlo. Ni tampoco solicitar el favor de amigos o parientes que lo miraban desconfiados cuando se escabullía en la penumbra de los salones en busca de viejos pianos, generalmente verticales y desafinados. 

Fue así que un día decidió construir con sus propias manos un teclado. De los instrumentos a su alcance estudió estructura y proporciones. Hizo dibujos y diagramas, tomó notas precisas de la relación entre teclas, martillos y contrapesos. A pesar de las quejas de Yolanda el hombre terminó instalándose en el cuarto en la azotea, frente al galpón de las herramientas. Ahí trabajó durante meses y meses sin descanso, por las noches y en cada rato libre. Consumido por la pasión del teclado se desentendió casi de Yolanda y cuando bajaba las escaleras para ir a la cocina o al trabajo, atravesaba el vocerío de los chicos sin mayor atención. Y así, en aquel galpón serruchó tablas, limó maderas, martilleó clavos y tornillos, cortó pedacitos de fieltros rojos y verdes con los que hizo cientos de almohadillas. Con un soplete fundió trozos de plomo hasta obtener diminutos lingotes que atornilló al extremo de las varillas para lograr contrapesos. Y cuando las ochenta y ocho teclas estuvieron listas, cincuenta y dos blancas y treinta y seis negras, las asentó una por una sobre los balancines del chasis que había preparado de antemano y que, apoyado sobre dos caballetes, esperaba en el cuarto de arriba.

Este teclado sin cuerdas fue apodado en familia “el piano mudo.” Es donde mi padre, en mi temprana adolescencia, se ejercitó en partituras variadas para mantener, como decía, la agilidad en los dedos. Tiempo después, Yolanda y él se separaron. El hombre logró al final comprarse un piano verdadero. Cuando murió, encontré en el desván de su departamento una caja grande de cartón con el viejo teclado desmontado. Volví a mi hogar, al otro lado del océano, con algunas teclas en la valija y fabriqué con ellas una especie de escultura que hoy cuelga en la puerta de mi pieza. Cada vez que la miro siento algo que vibra, el eco, quizás, del hombre frente al teclado mudo que en aquel cuarto lejano sigue tocando Bach.

Adriana Langtry

Película muda

Automat de Eward Hopper, 1927Screenshot

Ella ha bajado de prisa los escalones, las llaves tintineando en el bolsillo contra el puñado de monedas. Ha cruzado la calle, una caverna oscura donde solo relumbran los soles artificiales del comedor automático que expanden sus rayos hacia un horizonte inexistente. Ha empujado la puerta de vidrio y se ha sentado en su mesa preferida, entre el radiador y las frutas de plástico de colores brillantes que adornan perennemente los rincones de la sala. Está inquieta. Qué hacer, se pregunta. Y responde con las palabras de Bertha: “todo depende de ti”. Desde que su amiga se marchó las cosas han cambiado. Ahora comparte la pieza de la pensión con una viuda de media edad que trabaja como estenógrafa en una oficina del centro y desperdicia su tiempo leyendo el Reader’s Digest. Ella, en cambio, quiere ser actriz como las estrellas del cinematógrafo, bailar el charlestón como Josefine Baker, vestirse como Gloria Swanson. Con Bertha, apenas terminado el turno en la cadena de montaje, entraban en alguna función vespertina y luego volvían excitadas a la piecita donde jugaban a mimar a las protagonistas, bebiendo unas copitas de licor que Bertha escondía en los cajones del armario. Desde que su amiga se fue todo ha cambiado. Ha coleccionado pretendientes furtivos y anillos de compromiso demasiado baratos. La estenógrafa no hace que repetirle “a tu edad, niña, tendrías que estar casada.” Su presencia la asfixia. Ella va a cumplir veintisiete años y está harta del trabajo en la fábrica. A veces piensa en su madre, la vuelve a ver saludándola en la estación de buses de aquel pueblo, una figura cada vez más pequeña que se aleja por la ventanilla trasera del vehículo. Es hora de intentar otro rumbo. Nada mejor que aquel bar automático para reflexionar sobre el futuro. Un desierto sintético que huele a desinfectante, a vapores solubles, un espacio silente como una linterna mágica. Todo depende de ella, exclama para sí la muchacha. La carta de Bertha sellada en San Francisco arde como una llamarada en el invierno neoyorkino. Desde que la recibió hace unos días la lleva puesta como un amuleto en el bolsillo del abrigo. La ha leído y releído, ha acariciado con la mano enguantada la caligrafía ensortijada de la amiga. “Todo depende de ti”, repite ensimismada mientras parece buscar en el agua turbia del pocillo algún signo oculto del destino. Aún no sabe del hijo que ya vibra en su vientre ni de los indicios volátiles de la Gran Depresión. 

Adriana Langtry

Otra infancia

Todos pensaban que desde que la niña había mojado las bragas de sangre ya no era niña. Ella siempre había creído lo que le habían enseñado, y en eso pensaba mientras volvía por el camino de barro que, de la choza que hacía de escuela, la conducía a otra choza que se asemejaba a una casa. Todos pensaban que visto que la niña ya no era niña no podía seguir compartiendo con la familia aquel mundo de escasez y retortijones de hambre, todos estaban convencidos de que tenía que echarse a probar suerte en algún otro sitio, encontrar quien pudiera mantenerla. También la niña lo creía, así le habían enseñado, por eso cuando aquel hombre se le acercó a la salida de la choza que hacía de escuela, le permitió que la acompañara por el camino de barro y que le hablara de colegios con paredes robustas y de casas con grifos donde no había que caminar quilómetros para recoger el agua o para cultivar un campo de mandioca. Ninguno en la barriada decía nada cuando veían a una niña tan pequeña y menuda desparecer bajo la sombra imponente de aquella montaña de carne que sin mucho sigilo se deslizaba junto a ella. Y la niña, con ojos asombrados de niña, aceptaba las ofrendas de café y chocolate, las galletas de arroz azucaradas y las cintas multicolores que el hombre, con sus manos torpes y marchitas, le ataba en la punta de las trencitas que le cubrían la pequeña cabeza. Todos pensaban que desde que la niña había mojado las bragas de sangre ya no era niña y que la vida de toda la barriada habría de mejorar con aquella especie de boda repentina. Y la niña estaba casi convencida, antes de marcharse con él.

Adriana Langtry

Ghostwriter

Sé que te parecerá extraño pero créeme, a veces llegan a oleadas como una ventolera. Los veo desde la ventana desplazarse con vertiginosa obstinación por el jardín. Y cuando bajo tan solo para despegarme por un instante de la computadora, aprovechan y se cuelan por las rendijas y  con  sus cuerpos deshilachados invaden mi despacho como blancas medusas. Entiéndeme. Están en todas partes. Han tomado posesión de la casa. Son los fantasmas de mis muertos, seres livianos, gaseosos que sin embargo conservan un peso consistente. ¡Tendrías que verlos! tan concretos como los anillos de Saturno, tan vibrantes como la luz que nos llega de los despojos de una  estrella. Créeme, a veces no me dan tregua, sobre todo cuando busco descanso. Van y vienen entreverando recuerdos, confesando secretos, equivocando presagios y franquezas. Tengo que ser sincera, por momentos me agotan. Quisiera de una vez por todas deshacerme de ellos. Y entonces salgo a caminar sin rumbo. Cumplo maquinalmente con los deberes del día o me distraigo contando las hojas de los árboles o hablando contigo por teléfono. No, por favor no te ofendas. Es que a veces estoy tan dolorida como si me hubiesen dado una paliza. Pretenden, sin piedad, que me ocupe de ellos. Te lo puedo jurar, no exagero. Y si no, se amotinan con furor de murmullos o, aún peor, se anidan envenenando mi pecho como un manojo de serpientes. Créeme, de solo pensarlo me estremezco. Por eso te pido que no insistas. No es que no quiera verte es que ahora no puedo. Exigen que termine cuanto ante de escribir sus memorias. Reclaman prepotentes los derechos de autor.

Adriana Langtry

La invención del recuerdo

Se deslizan con cautela fuera del álbum como animales enjaulados. Se asoman por los bordes dentellados de las fotografías color sepia. Son los protagonistas de las antiguas tramas familiares. Intérpretes, comparsas, voces fuera de campo de aquellas legendarias historias que a lo largo de las generaciones fueron narradas de boca en boca, celebradas y embarulladas hasta disolverse en el silencio. Aquellos viejos actores, desde los marcos de papel carcomido, escrutan ahora el entorno, apabullados ante los extraños que van y vienen por la casa, legítimos descendientes que ni los tienen en cuenta. 

Desde la muerte de los últimos testigos, los antepasados cayeron en el olvido, desprovistos de aquellos trovadores domésticos que con paciencia aprendían a perpetuar la saga colectiva. Es por eso que se agitan inmóviles en sus marcos de cartulina, que se dejan resbalar por el papel de arroz que los protege, exhalando susurros silenciosos y estremeciéndose, como estatuas, sin mover los tendones.

¿Acaso alguien recuerda las aventuras y tragedias de esas tres muchachas que saludan risueñas sentadas en las rocas?  Con los cabellos sueltos y el pudor concentrado en los finos tobillos que afloran bajo las faldas amplias con volantes. ¿O el fatal desenlace de esa pareja con sombrero y sombrilla a la vera del río, y el consecuente dispendio de vidas de esa ristra de niños vestidos de marineritos y princesas? 

En su inmutable silencio los protagonistas del pasado se asoman al presente, fuera del álbum, y yacen a la vista de todos, desparramados sobre el escritorio. Los más intrépidos se lanzan al vacío, como aquel rostro viril de bigotes tupidos con charreteras y medallas, que cabalgando un papel amarillento aterriza sobre la alfombra como una hoja de árbol arrugada. 

Buscan un corazón palpitante que quiera de nuevo interpelarlos, pronunciar sus nombres en voz alta, inventar con paciencia recuerdo tras recuerdo. Por fin hacerlos revivir.

Adriana Langtry

La casa de los sueños

La reconoció desde el camino que doblando formaba un recodo. Estaba finalmente ante ella, la vieja casa de la infancia, un cuadrilátero en el fondo del campo casi apoyado al horizonte. Habían pasado décadas desde la última vez en que abrazando a su madre se había ido de ahí de prisa, sin mirar atrás. No había vuelto. La casa se había vaciado lejos de ella. Pero con la muerte de su prima Aurora, la última descendiente, al menos conocida, de aquel mundo que había sido su familia, la idea del regreso se había convertido en deseo. Y ahí estaba, exhausta de aviones y autobuses, dentro ese coche alquilado que con cautela avanzaba por la colina.

Atardecía y la silueta de la vivienda se recortaba en contraluz sobre extensiones de tierra que, a primera vista, ella catalogó como sombría. Un recuerdo se materializó de improviso: de niñas, ella y su prima Aurora arrodilladas sobre la silla dibujando casitas, los codos apoyados en la mesa de la cocina. Las casas de Aurora eran preciosas, tenía dos ventanas en el primer piso con cortinillas con lazos y una puerta de entrada arqueada con un cartel de bienvenida. A esas casas se llegaba sin dificultad por un solo sendero que su prima pintaba con flores de colores y que hacía bajar muy derechito hasta tocar el borde inferior del papel. Los mayores quedaban encantados y exclamaban ¡qué niña tan prolija!. Y Aurora repetía con orgullo que esa era la casa de sus sueños. Al contrario de su prima, las casas que dibujaba ella tenían fachadas grises y aberturas como ojos asustados y puertas triangulares que parecían dientes, de las que escapaban como viboritas senderos enredados. Era la desolación de sus padres, estaba claro que ella era desprolija. Y también quedaba asentado que aquella no era la casa de sus sueños. Por eso quizás se había marchado de ahí muy joven, para no terminar engullida por ese hogar insaciable que a lo largo de las generaciones había acumulado en baúles y rincones, entre estratos de polvo y fotos apolilladas: retazos de promesas incumplidas, cáscaras vaciadas de palabras, ilusiones caducas que como voces quebradas pegaban alaridos que hacían temblar los cimientos y que apestaban con su olor a humedad. De todos modos de eso hacía ya muchos años, tantos de encanecer sus cabellos y hacer de la vivienda ruinas y de sus habitantes fantasmas. 

Se detuvo en la cima de la colina. Bajó del coche para gozar de una visión panorámica. Desde esa altura los rayos del sol se abrían en abanico modelando el paisaje desde una nueva perspectiva. La casa aparecía distinta de aquella del recuerdo. Le pareció más pequeña, desamparada, más bien inofensiva. Y de repente sintió algo muy tibio cosquilleándole el pecho, como cuando se disuelve un grumo de sangre o un témpano de hielo recomienza a fluir. En una especie de ensoñación se le nubló la vista y cuando volvió a mirar notó el paisaje cambiado. Esas tierras sombrías aparecían ahora cultivadas: altas espigas de trigo y de maíz, huertos rebosantes de coles y tomates y extensiones de viñas y frutales entre matorrales de rosas y amapolas. Un carnaval de fragancias, de colores y en el centro, la vieja casa gris de su infancia que parecía vibrar en el crepúsculo como un corazón iluminado.

Con atropello buscó en la bolsa un trozo de papel y un lápiz. Hubiese querido esbozar aquella suerte de espejismo. Volvió a pensar en Aurora. También hubiese querido volver a verla, decirle: ¡mira prima, la encontré, está aquí la casa de mis sueños! Pero su bolsa, como le ocurría a menudo, estaba repleta de cosas superfluas. Sin perder tiempo subió al coche. Se encaminó decidida a materializar su deseo: tenía que tomar posesión de la casa, en algún modo rescatarla. Pero para su asombro, llegando al borde del terreno, lo encontró vallado con doble alambre de púa y un solo acceso, una enorme puerta de hierro forjado a dos hojas, empotrada en columnas de piedra. La conquista de un sueño requería también la fuerza para escalarlo, se dijo. Sin pensarlo dos veces, tiró la bolsa al suelo y comenzó a encaramarse por las vallas. Cuando de improviso, aquel antiguo alarido surcó potente el espacio apabullando los campos. Y el cielo se cubrió de polvo, de sombras y hierba seca y los pájaros volaron espantados de los trigales y como un potro salvaje la puerta de hierro comenzó a sacudirse. Aferrada a las vallas trataba de no caerse. ¿Es que la casa, traicionera, volvía a hacerle daño? Resistía, con los ojos cerrados, escuchando el chillido que se acercaba veloz, salvaje, intermitente. Terminó revolcándose, dando manotazos en el aire, hasta que por fin abrió los ojos y logró apagar el despertador. Rápido, le hizo falta un café.

Adriana Langtry

Etel Adnan (Beirut 1925 – París 2021)


“…fui feliz el día que descubrí que el acto de escribir es un acto pictórico”

Esta declaración de la escritora libanesa, poeta plurilingüe y artista visual Etel Adnan, ayuda a comprender su acercamiento a la pintura y la interconexión de lenguajes expresivos que cultivará a lo largo de su vida. Etel Adnan, una de las voces más importantes de la diáspora de Medio Oriente, pionera en la lucha por la igualdad de género, transcurre de hecho su existencia en un cruce constante de caminos, culturas, idiomas. Nace en una familia mixta, de madre griega-cristiana y padre siriano-musulmano, funcionario del Imperio otomano. Infancia y adolescencia están atravesadas por los fermentos y tensiones derivados del choque entre la dominación francesa y las comunidades locales; pasará el resto de su vida entre Beirut, París y los Estados Unidos donde se traslada en 1955, luego de obtener la licenciatura en Filosofía en la Sorbona. 

Es justamente en esos años, ya residente en California donde enseña disciplinas humanísticas, que Etel inicia a pintar mientras se adentra cada vez más en el nuevo idioma que se convertirá en su nueva lengua literaria. Entre tanto, del otro lado del océano ha estallado la guerra de independencia de Argelia. La escritora entra en conflicto con su idioma de origen. Como dirá más tarde, pintar parecía el único modo de tomar partido contra el colonialismo: si el conflicto con el francés le impedía escribir, ahora iba a  “pintar en árabe.”

“El arte abstracto era el equivalente de la expresión poética. No tenía necesidad de pertenecer al idioma de una determinada cultura sino a una forma de expresión abierta…

Es así que en sus acuarelas inicia a transcribir versos de poetas árabes, sin comprender casi el significado, como lo hacia en la niñez, cuando copiaba de los libros del padre el alfabeto árabe prohibido en la escuela, y sin llegar a aferrar las palabras, se iba enamorando de la forma plástica de la caligrafía. De este ejercicio nacen sus “Leporello”, pequeños libros en forma de acordeón que irán a sumarse a los óleos abstractos y paisajísticos, de formas esenciales, geométricas, trazos fuertes, colores brillantes, donde aparecen reiterados: el sol, el mar, el cielo, el monte californiano Tamalpais. Una visión armónica del universo que parece contrastar con sus profundas y dolorosas reflexiones sobre la guerra: la de Vietnam, la de Irak, aquella que martiriza al mundo árabe y que la sorprende de vuelta en Beirut a inicios de los años setenta, obligándola a emigrar a París donde escribe, esta vez en francés, la novela Sitt Marie Rose galardonada por la Asociación de Solidaridad Franco-Árabe y traducida en diferentes idiomas.

En su casa de París, donde vivía con su compañera de vida, la escultora francolibanesa Simone Fattal, Adnan disponía de dos mesas de trabajo idénticas: en una escribía sus poemas; en la otra, acomodaba horizontalmente la tela y pintaba apretando el tubo de color directamente sobre el lienzo mientras lo extendía con una espátula. 

La pintura también es un ejercicio mental, pero para mí siempre ha sido, ante todo, un trabajo sobre el color. El instante en que la pintura sale del tubo y se prepara para ser mezclada con otros tonos me parece mágico”.

Por mucho tiempo, mientras como escritora publicaba antologías poéticas, novelas y ensayos, su pasión por la pintura quedaría relegada a una intimidad compartida con amigos artistas. 

La pintura es un deporte,” declara en una entrevista, “mientras que la escritura es casi una cárcel…La primera me relaja, la segunda me agota.”

Un deporte que le viene reconocido a nivel global solo en 2012, a los 87 años, cuando participa a la exposición internacional Documenta 13 en Kassel (Alemania). 

“…Tres años antes,”cuenta Etel no sin cierta ironía, ”los mismos cuadros colgaban de mi comedor sin que nadie les prestara atención.”

A partir de entonces, su obra será expuesta en galerías y museos del mundo. En 2021, unos meses antes de su muerte, el Guggenheim de Nuova York le dedica su primera individual, conjuntamente a la retrospectiva de Kandinsky.

“En realidad, el arte me sirve para redescubrir la belleza del mundo o lo que queda de ella,” confiesa la artista.Yo creo que la belleza de una montaña es política” Ser feliz es un gesto político. En los momentos trágicos puede tener un efecto transformador.”


Adriana Langtry

Clarice Lispector (1920-1977)


“Quién sabe, escribo por no saber pintar”

De Chirico

No todos saben que una de las más grandes novelistas brasileñas, Clarice Lispector, nacida en Ucrania en una familia rusa de origen judía emigrada en Brasil en 1922, se dedicó a partir de los años sesenta a las artes visuales, dejando como legado 22 cuadros, la mayoría pintados en madera durante los últimos años de su vida. 

El interés de la escritora por el mundo del arte había iniciado en Europa, durante su estancia entre los años 1944-1951 como esposa del diplomático Maury Gurgel Valente. Es allí donde entra en contacto con los círculos intelectuales y artísticos, posando incluso para algunos pintores como Giorgio De Chirico. Su incursión por las artes visuales no será, sin embargo, el tentativo fallido de una carrera paralela, sino más bien un modo de evadir a las rígidas estructuras literarias. 

“…escribir no me trajo lo que yo deseaba, -explica Lispector- es decir, la paz. Lo que me relaja, por increíble que parezca, es pintar. Es relajante y a la vez excitante mezclar colores y formas sin compromiso alguno. Es lo más puro que hago…¡pinto tan mal que da gusto! y no muestro mis cuadros a nadie.”

Del encuentro con la libertad del puro gesto creativo nace su obra abstracta, cuadros que parecen guiados por la pura improvisación: trazos nerviosos, círculos, rayas que se yuxtaponen, saturaciones intensas y contrastes, juego de formas, colores, materiales diversos de gran impacto expresionista, que por otro lado revelan los temas existenciales recurrentes en su poética: el miedo, la interioridad, la relación del ser con el caos, el cosmos, el impulso vital, la muerte. Obra que viene a la luz en el periodo en que se publica una de sus últimas novelas, Agua Viva (1973), cuya protagonista es justamente una pintora.

Para celebrar el centenario del nacimiento de Clarice Lispector el Instituto Moreira Salles de San Paulo ha albergado a fines de 2021 la exposición intitulada “Constelaçao Clarice.”



Adriana Langtry

La otra cara de …

Una gran cantidad de escritoras, escritores y artistas dedican su tiempo libre a otras actividades creativas. Pasiones paralelas a las que a un cierto punto se consagran con vehemencia, casi en secreto, lejos de la mundanidad profesional. ¿Vocaciones ocultas? ¿Refugios? ¿Senderos complementarios? Sin duda, facetas generalmente poco conocidas, que estos breves artículos intentan iluminar.


Adriana Langtry

Babas de caracol

Esta tarde la terraza está repleta. Es extraño. Reina el silencio. Colgaron farolitos chinos y la

Los caracoles avanzan sin apuro. Se arrastran un metro por hora y en una sola noche pueden devorar el pequeño jardín de casa, los canteros del balcón o el huerto trasero. Sus presas no pueden escapar. Los caracoles lo saben, no necesitan apresurarse. Nadie intuye la desesperación de las jóvenes acelgas al verlos acercarse, ni escucha los gritos de auxilio de fresas y brócolis o de las tiernas hojas de maceta. Los caracoles tienen tiempo de sobra. Esperan el momento adecuado como los campesinos la maduración del sembradío, mientras arrasan con lentitud melancólica los pétalos mustios que encuentran a su paso o el tapiz de moho que recubre las piedras. Dejan huellas sinuosas, tortuosos surcos de plata relumbran como senderos de estrellas en la oscuridad de las terrazas. Y se aparean por horas en lujuria simbiótica de hermafrodita antes que la llegada del frio o de largas sequías, los obligue a refugiarse por un tiempo indefinido en la humedad de su caparazón. 

No tienen apuro los caracoles, viven en la espera del próximo diluvio. Son seres milenarios. Llevan grabado en la coraza el exacto espiral de las galaxias. Será por eso que sus babas fosforescentes son tan codiciadas por los humanos. Esa plaga de bípedos atormentados en perenne búsqueda de la inmortalidad.

Adriana Langtry

Dentro del cuadro

CLAUDE MONET (1840-1926) Ninfeas beues – Musée Marmottan

Abro de nuevo los ojos e intento concentrarme en los colores. Desde aquí puedo ver los azules del cuadro flotando en la pared frente a la cama. Veo todo borroso a causa del intenso resplandor que reina en este lugar y que me obliga a abrir y cerrar los ojos continuamente. De tanto parpadear se me caen las lágrimas lo que no me impide, en este blanco y húmedo ofuscamiento, reconocer los trazos de nuestro lienzo preferido, las Ninfeas Azules de Monet. Me digo que ahora la tarea consiste en concentrarse. Por eso me esfuerzo una y otra vez en rotar la mirada a pesar del dolor agudo que me atraviesa las cuencas oculares. Por otro lado, si quiero despertar es necesario que entre en el paisaje. Aprieto el entrecejo como si desde el tercer ojo pudiese lanzar una especie de rayo telescópico con el que develar las formas sumergidas en las oscilaciones del estanque. Pienso en ti Blanche, eso está claro, y en la hijastra del pintor que llevaba tu nombre y que fuera también nuera y discípula. Imagino sus furtivas pinceladas, las esquirlas de luz que con ardor filial derramaba desde sus pupilas en la ceguera del viejo pintor. Trato de enfocar la fosforescencia de nubes reflejada en el agua. Vuelvo a parpadear. Me pregunto si los que entran y salen de esta pieza se detienen alguna vez delante de la tela. Si conocen la antigua sacralidad del loto azul, el poder de las guirnaldas florales que acompañaban el viaje de los faraones al más allá. Si acaso alguien se pregunta por la obsesión que pueden desatar los nenúfares en la visión temblorosa de un anciano, si han jamás sospechado de nuestra tardía, reservada pasión. Los pensamientos me asaltan mientras intento concentrarme en los colores. ¿Quién es más ciego, el que ha perdido la vista o el que mira sin ver? Pienso en ti Blanche, mi bien amada, te veo envuelta en el follaje de Giverny ¿es recuerdo o ensueño? Y pensando en ti fantaseo con las ninfas, espíritus acuáticos que ambos sabíamos ocultos bajo el fulgor lechoso del estanque y que, en el intenso resplandor que hoy me rodea, intuyo cada vez más cercanos. Vuelvo a rotar los ojos, otra vez y otra vez, intento orientarlos hacia los violetas, el índigo, los cobaltos. En esta enceguecedora claridad observo el cuadro. ¿O es solo la emoción aflorando como flor de loto en mi memoria? Decía, despertar es penetrar el paisaje. Por eso abro y cierro los ojos, aunque haga mal, aunque duelan las órbitas y se llenen de lágrimas. Para entrever por fin, bajo el ramaje invertido de los sauces, las formas de las divinidades danzando en torno a Blanche que ahora avanza cubierta de guirnaldas. Blanche que me extiende los brazos y me arrastra en el azul profundo del estanque, mientras al pie de la cama alguien solloza y una voz monótona repite que es común en los estados comatosos la espontánea actividad ocular.

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Adriana Langtry

Reminiscencias (2)

Primera parte https://wp.me/pcDIqM-rz

Cuando lo de la promulgación de las reglamentaciones ella  misma se había sorprendido al descubrirse, como en tiempos remotos, espiando por la mirilla de la puerta el rellano de la escalera. Escrutaba la calle detrás de las cortinas, cambiaba de acera cuando volviendo del mercado veía rondar el coche celeste y blanco de la Polizia. Y desconfiaba del solitario paseo de los peatones y de la  ida y vuelta de automóviles que a ella le parecían ser siempre los mismos y de los que trataba inútilmente de retener el número de placa. Ahora prefería la oscuridad de las habitaciones al balcón donde la intrépida primavera estallaba sin tapujos. Y había envidiado a los jóvenes y arriesgados vecinos de arriba que habían logrado escapar, pensaba Hilda, poco antes que la movilidad de la población fuese prohibida por decreto y restringidos, por el uso obligatorio de mascarillas, los naturales procesos que implican respirar libremente y hablar. Aquella noche, escuchándolos bajar las escaleras de prisa, Hilda sintió, como en tiempos remotos, desbocarse su corazón detrás de ellos. Pensó en volver a armar valijas, imaginó otros paisajes, aduanas, idiomas incomprensibles. Tembló reconociendo en la solemne entonación de los comunicados el empalagoso manierismo que asume lo siniestro en todas las geografías. Y recordó algunos rostros de la otra parte del océano, en un apartamento desvalijado frente al río. 

Sobresaltada por los golpes volvió a despertarse. Giorgio seguía durmiendo a su lado, un niño apaciguado por el rítmico subibaja de su propio pecho. No iba a despertarlo. No valía la pena. Tampoco se trataba de ruidos fragorosos sino más bien de algo o alguien que en el piso de arriba andaba a tumbos, como arrastrando con pasos sofocados un lastre de cosas viejas demasiado pesado para llevar a cuestas. 

Salió al rellano sin pensarlo dos veces, en camisón, descalza, sin mascarilla, olvidando esa nueva mordaza más por costumbre adquirida que por desobediencia. Al contacto con el mármol frío la planta de sus pies le envió a su cerebro una descarga eléctrica. Los ojos ahora bien abiertos, respiró hondo, agudizó el oído, preparó la garganta para aquel potencial, lejano grito. Toda Hilda sufrió un estremecimiento cuando empezó a subir.

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Adriana Langtry

Las canciones bordadas de Violeta Parra

“lo que fue vino hoy es tinta
lo que fue piel hoy es paño”


Violeta Parra, Décimas


El material utilizado es sencillo: lana de colores vivaces, hilos, agujas, trozos de tela de yute. El punto de tejido, el más simple. Y el gesto, quizás el mismo que aprendió de niña ayudando a su madre en la costura. 

Es en 1959, durante la convalecencia a la que la obliga una grave hepatitis, que Violeta del Carmen Parra Sandoval (Chile, 1917-1967) se dedica a la creación de grandes tapices bordados -Arpilleras- desarrollando una talentosa labor en el campo de las artes visuales que culminará en 1964 en la primera exposición individual de un artista latinoamericano en el Museo de Arte Decorativa del Louvre. 

La inquietud creativa de Violeta la lleva a incursionar en distintos campos del arte. Cantautora, poeta, guitarrista, recopiladora y difusora del folclore nacional y fundadora del Museo Nacional de Arte Folclórico de Concepción, a fines de los años cincuenta explora el mundo de las artes plásticas experimentando técnicas diferentes: cerámica en greda, pintura al óleo, esculturas de alambre, figuras en papel maché, bordado de arpilleras. Su estilo ingenuo, instintivo y sin ambiciones académicas, aparece poblado de personajes y símbolos de la tradición vernácula (popular, campesina, indígena) mezclados con episodios vinculados a sus orígenes humildes y a la actualidad.  Un nuevo lenguaje expresivo a través del cual la artista retoma y expande los temas de su poética: el rescate de los orígenes, la sencilla celebración de la vida cotidiana, la denuncia, el compromiso social.  

Su actividad manual es breve mas intensa. A esta faceta alterna aquella más conocida: recitales, grabaciones, giras internacionales. Entre 1959 y 60 expone en Chile, un aňo después imparte lecciones  de folclore y arpillera en General Pico, un pueblo de la pampa argentina. Expone en Buenos Aires y en 1962 viaja por segunda vez a Europa, acompañada por sus hijos Isabel y Ángel, para participar al Festival de la Juventud por la Paz de Helsinki. Inicia un nuevo periodo de nomadismo. Se divide entre París y Ginebra, donde vive su último compañero el antropólogo y flautista Gilbert Favre; y entre conciertos y grabaciones produce una gran cantidad de esculturas y arpilleras que finalmente, y con enorme esfuerzo organizativo, serán expuestas entre abril y mayo de 1964 en la muestra que en cierto modo concluye la trayectoria plástica de la artista: “Les tapisseries chilliennes de Violeta Parra.”

Estas obras, donadas por sus hijos al Estado de Chile, se encuentran hoy junto a todo su legado creativo en el Museo Violeta Parra de Santiago, inaugurado por la entonces presidenta Michelle Bachelet en 2015.



Adriana Langtry

Reminiscencias (1)

Se despertó de sobresalto. Lo había escuchado de nuevo. Esta vez el ruido provenía del piso de arriba, del apartamento vacío. No era aquel martilleo insistente que semanas antes la había llevado a desbaratar estantes, vaciar armarios, a auscultar cada rincón de la casa en el intento de descubrir el origen de los golpes. Al final, se había procurado tan solo una fuerte jaqueca y la reprimenda paternal de Giorgio.

—¿Pero qué te pasa? —le había preguntado el marido a medias atónito, a medias ya desacostumbrado a las reacciones inesperadas que, en tiempos idos. habían formado parte de la naturaleza de Hilda. Y había agregado con su acento italiano y ese tono paciente y rotundo, apenas velado por un controlado fastidio: -Tranquilla, aquí no suceden ciertas cosas-.

La voz ronca de Giorgio había sido siempre el mejor de los ansiolíticos para Hilda. La mujer lo había intuido desde la primera vez que la había escuchado a través de los hilos telefónicos, en aquella llamada equivocada que los había enlazado para siempre. Una voz que trasmitía seguridad, especie de guarida donde protegerse de las viejas sombras en acecho, por eso ante el amistoso reproche del marido había vuelto a capitular, a decirse que era nada, la imaginación, esas cosas, a convertirse ella misma en un nohablo-noveo-noescucho, representación simplificada de los tres monos sabios, sobre todo de aquel que ahora se tapaba los oídos para evitar el mal. Sin embargo…esta vez algo fallaba. Desde que las nuevas reglamentaciones oficiales habían sido promulgadas, los ruidos molestos habían hecho su reaparición en el piso de arriba. Y la paciente y firme voz de Giorgio, ese fármaco personal contra todo desasosiego parecía estar perdiendo de hora en hora su comprobada eficacia.

…continuará https://wp.me/pcDIqM-tD

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Adriana Langtry

Norah Borges y la vanguardia Ultraísta

Justo un siglo atrás, en 1921 la familia Borges Acevedo –padre, madre y dos hijos, Jorge Luis (Georgie) y Leonor Fanny (Norah, 1901-1998)- se encuentra en España luego de una estadía en Europa que del 14 al 18 los ve en Suiza, a causa de los tratamientos que sigue el padre para combatir el avance de una progresiva e irremediable ceguera.

Por ese entonces Norah tiene ya 20 años, ha estudiado bellas artes en Ginebra y ha asimilado las poéticas expresionistas y cubistas. Desde niña se apasiona por las artes, la pintura, el dibujo, también por la escritura que parece abandonar para no invadir el territorio de su hermano. Comparte ahora con él las inquietudes de las vanguardias que recorren Europa. En España se codean con poetas y artistas que buscan modos de expresión lejanos al sentimentalismo fin de siglo y a la exuberancia modernista, entre ellos Jacobo Sureda y sobre todo el crítico y poeta ultraísta Guillermo de Torre, futuro marido de Norah.

La anunciacion.Norah Borges.1945


Pintora, grabadora, dibujante, ilustradora, creadora de cartografías secretas, ex-libris, collages, tapices y xilografías, entre los aňos 20 y 30 ilustra las revistas vanguardistas españolas Grecia y Ultra y, de regreso a su patria, las argentinas Prisma, Proa, Martín Fierro, y  más tarde Sur. En 1923 ilustra Fervor de Buenos Aires, el primer libro de poesía de su hermano. Algo que seguirá haciendo a lo largo de su vida con las obras de amigos poetas y escritores: Juan Ramón Jiménez, Norah Lange, Rafael Alberti, Cortázar, Silvina Ocampo entre muchos más. En 1934, residente en Madrid junto al marido hasta el estallido de la guerra civil, diseña vestuarios para una obra teatral dirigida por su amigo García Lorca. En los años cuarenta colabora como ilustradora y crítica de arte –con el seudónimo de Manuel Pinedo- con la revista Anales de Buenos Aires.

Con el ocaso de las vanguardias y reacia a la mundanidad y a las consignas del mercado del arte, Norah Borges continúa su proceso introspectivo que la lleva a construir un estilo particular, íntimo y fuera de todo canon. Una poética de colores pasteles, figuras tan angelicales cuanto ambiguas, de miradas absortas y melancólicas, paisajes poblados de quietud y envueltos en geometrías metafísicas.


Tal vez por eso será etiquetada como “pintora de temas femeninos” y su obra pasará prácticamente desapercibida hasta los años noventa cuando, poco antes de su muerte, algunos estudiosos de las vanguardias españolas la descubren. Una curiosidad es la publicación en 1977 por la editorial Polifilo de Milán de un volumen de lujointitulado Norah y con prólogo de su célebre hermano, que contiene una serie de litografías realizadas en 1925 y halladas por casualidad en una librería italiana de anticuario. Finalmente, a fines de 2019 el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires le dedicará por primera vez una muestra retrospectiva. 


retrospectiva de Norah Borges en el MNBA: 

Adriana Langtry

Rioplatense

Me llamo Pablo, tengo doce años y como dice mi papá citando a su escritor preferido, nací en la ciudad frente al río inmóvil. Papá tiene todos los libros de Mallea, le encanta, también le encantan las mujeres, creo que por eso vamos seguido a Santropé el nuevo balneario de la costanera norte. Yo odio el río, prefiero jugar a la pelota, treparme a los árboles o andar en bici por mi barrio de veredas flojas. Me da asco sentir los pies que se te hunden en el barro, es como caminar en arenas movedizas, como ahogarse en un mar de café con leche. Además está lejos, hay que tomar mil colectivos, además no sé nadar. Ahora las mujeres usan malla de dos piezas que la tía, que para hacerse la culta no dice malla sino bañador, me dijo que se llama bikini. Creo por unas bombas que tiraron hace unos años no sé dónde. Mamá se pone una bikini de rayitas rojas y blancas y papá le larga un piropo: ¡Negra, estás explosiva! A mamá le dicen negra porque es morocha y la verdad está linda con esa malla que además tiene los colores de mi equipo del alma, River Plate. Yo creía que Santropé era el twist que pasaban por la radio cuando yo era más chico, pero papá me contó que es también una playa francesa. No entiendo qué tiene que ver la costa azul con todo este barro. Tampoco entiendo por qué mi equipo se llama River Plate que quiere decir río playo. Parece todo patas para arriba. Se equivocaron de nombre, lo mismo que los conquistadores que lo llamaron de la Plata de puro codiciosos que eran. Leí en el manual de la escuela que allá por la independencia los barcos ingleses se quedaban atascados en medio del río a causa de los bancos de junco y limo que crecen continuamente. Papá dice que este es un río traicionero, dice también que estamos entre dos fuegos y que si seguimos así las cosas se van a poner jodidas. No sé a qué se refiere, pero cuando miro el río tan ancho que no se ve la otra orilla me pasa lo mismo que cuando vamos al campo y veo por todos lados pampa. Me vienen unas ganas terribles de escaparme, pero nunca sé adónde. Los abuelos en cambio, desde que llegaron de Italia no se mueven de la Boca. Es un barrio al sur, cerca del puerto, de veredas altas y olor a podrido por culpa de las crecidas del río que inundan de café con leche calles y casas. Mi barrio en vez está tan lejos del río que ni siquiera la brisa logra en verano superar la muralla de rascacielos a la moda que están cubriendo la costa. También para visitar a los abuelos hay que tomar mil colectivos y al final terminan cebando mate y contándonos de su tierra lejana. Los abuelos tienen la mirada quieta y borrosa como anclada en el lodo. Y eso me pone triste, y no entiendo al final qué quería decir Mallea, si el inmóvil era el río o esta ciudad.

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Adriana Langtry