Babas de caracol

Esta tarde la terraza está repleta. Es extraño. Reina el silencio. Colgaron farolitos chinos y la

Los caracoles avanzan sin apuro. Se arrastran un metro por hora y en una sola noche pueden devorar el pequeño jardín de casa, los canteros del balcón o el huerto trasero. Sus presas no pueden escapar. Los caracoles lo saben, no necesitan apresurarse. Nadie intuye la desesperación de las jóvenes acelgas al verlos acercarse, ni escucha los gritos de auxilio de fresas y brócolis o de las tiernas hojas de maceta. Los caracoles tienen tiempo de sobra. Esperan el momento adecuado como los campesinos la maduración del sembradío, mientras arrasan con lentitud melancólica los pétalos mustios que encuentran a su paso o el tapiz de moho que recubre las piedras. Dejan huellas sinuosas, tortuosos surcos de plata relumbran como senderos de estrellas en la oscuridad de las terrazas. Y se aparean por horas en lujuria simbiótica de hermafrodita antes que la llegada del frio o de largas sequías, los obligue a refugiarse por un tiempo indefinido en la humedad de su caparazón. 

No tienen apuro los caracoles, viven en la espera del próximo diluvio. Son seres milenarios. Llevan grabado en la coraza el exacto espiral de las galaxias. Será por eso que sus babas fosforescentes son tan codiciadas por los humanos. Esa plaga de bípedos atormentados en perenne búsqueda de la inmortalidad.

Adriana Langtry