Umbral

Nuit étoilée sur le Rhône, Van Gogh (1888)

Bajo la cúpula oscura salpicada de plata, Susanita cerró los ojos. No para dormir, sino para recordar. De niña, le parecía, a veces, que la noche la dejaba sola, desamparada. Sus padres estaban ausentes, sumidos en el sueño, sólo el silencio y la oscuridad la rodeaban. Mucho tiempo después, leyó que Rudolf Steiner decía que la noche no era vacío, sino un umbral, un lugar donde el velo que separa los mundos se torna tan fino como el susurro de una seda.

Dejó que el bullicio del día—las preocupaciones, las prisas—se hundiera como piedras en un estanque quieto. En la oscuridad, el alma puede descender, no a un inframundo de sombras eternas, sino a los reinos del devenir, donde los difuntos, libres de sus cuerpos, depositan sus experiencias terrenales como semillas para los vivos. Susana percibió su presencia como un eco de gratitud y anhelo. Eran sus antepasados, no fantasmas atormentados, sino seres de luz en reposo, entrelazando sus destinos con el suyo, esperando que ella, en la tierra, germinara lo que ellos habían sembrado.

Un susurro, no en sus oídos sino en su corazón, llegó: “Lo que llamas ‘yo’ es apenas una palabra que usas en el día. De noche, recuerdas que eres una pregunta del cosmos, buscando su respuesta en un alma humana. Eres el puente entre nuestro pasado y tu futuro.”

Al amanecer, despertó. No con una respuesta, sino con una certeza tranquila. La luz no negaba la oscuridad; la continuaba. Y ahora, caminaría en el día sabiendo que su verdadero ser se renovaba cada noche en el seno de lo espiritual, nutriéndose del diálogo silencioso con aquellos que, desde el mundo espiritual, confiaban en ella para cumplir con la obra de la evolución.

Maria Victoria Santoyo Abril

La Ceiba que habla todos los lenguajes

Dicen los antiguos que hay un árbol que no crece sólo en un lugar, sino en todos los mundos. Le llaman Ceiba y según el Popol Vuh, sus ramas tocan el cielo donde habitan los dioses, su tronco sostiene a los vivos, y sus raíces se hunden en el inframundo, donde duermen los ancestros.

Susana creció a la sombra de una ceiba. De chicos, los hermanos se balanceaban en un columpio colgado a una sus ramas. Con su prima María Mercedes se recostaban debajo del árbol a descansar, después de haber jugado con los otros niños.

– María, mira cuántas orquídeas se anidan en nuestro árbol.

– Sí, Susy, es hermoso. Además, la brisa que se filtra entre sus ramas nos refresca.

– Me gustaría quedarme aquí para siempre, es un paraíso.

– Piensa, querida prima, ¿qué será de nosotras dentro de 30 o 40 años?

– Pues, vendremos a pasar vacaciones aquí, con nuestros futuros maridos e hijos…

Un día, cuarenta años después, caminando entre avenidas grises de una ciudad extraña, Susana encontró un árbol que la hizo detener. Se sentó a sus pies. Y entonces lo supo: sus raíces llegaban desde lejos, desde allá. Desde donde cantan los pájaros que ahora sólo escucha en sueños. No era ceiba, sus hojas no eran iguales, su idioma era distinto, pero su sombra… su sombra la reconoció. 

El exilio no es sólo cambiar de país. Es cargar con recuerdos, con desilusiones de las personas queridas que, imbuidas por ideologías de odio, no admiten que otros piensen diferente. Es mirar árboles que no saben tu nombre. Pero comprendió que la ceiba no necesita pasaporte. Que puede nacer en cualquier tierra porque vive en quienes la recuerdan. En quienes, incluso lejos, no dejan que el desarraigo se convierta en olvido. Porque la ceiba no es sólo un árbol. Es un puente entre mundos. Es un ser vivo que habita todos los lugares donde alguien aún cree que la tierra respira, que los árboles escuchan, y que el alma puede viajar por debajo de la corteza del tiempo.

Cuando se siente sola, cuando los días son fríos y los caminos inciertos, Susana busca esa sombra. No importa dónde esté. Siempre hay una ceiba esperando. 

Maria Victoria Santoyo Abril

Nombre secreto

Cada niño de la tribu tenía un guardián al nacer. No era un ser visible, sino un espíritu animal que lo acompañaría en su camino. Pero el guardián jamás podía ser llamado por su verdadero nombre, pues si un enemigo lo descubría, podría debilitar su espíritu.

Él era diferente a los otros niños. Mientras ellos corrían por el río o aprendían a cazar, él recitaba versos al viento, componía rimas sobre las estrellas y le cantaba a la luna. Las palabras brotaban de él como el agua de los manantiales, sin esfuerzo, sin medida.

Una noche, mientras dormía junto al fuego, sintió un aleteo suave junto a su oído. Abrió los ojos y vio una figura de plumas blancas. Era un búho majestuoso.

—¿Eres mi guardián? —susurró.

El búho respondió:

—Siempre he estado contigo. Soy el guardián de tu voz, de tus palabras. Pero no debes decir mi nombre en voz alta. Si lo haces, perderé mi fuerza para protegerte.

El niño sintió que un poema nacía en su pecho, pero lo guardó en silencio. Desde aquella noche, el búho siempre estuvo cerca: en el aleteo de las hojas, en la sombra que cruzaba la luna, en el murmullo del bosque. Siguió creando versos, sabiendo que cada palabra era un canto sagrado.

Dicen que, después de muchos años, un gran búho blanco aún vuela sobre la aldea, susurrando versos a los niños soñadores, a los que llevan poesía en el alma.

Maria Victoria Santoyo Abril

La librería de fragancias

Alice, una diseñadora de sombreros, recibe una carta en la que se le revela un secreto relacionado con su pasado y su destino. La fórmula no es un simple perfume, sino que evoca recuerdos y emociones en quienes lo huelen, influenciando sus decisiones. 

En su tienda entra un día Jean-Baptiste Grenouille, el niño nacido en el sitio más maloliente del mundo (el mercado de pescado de París), quien posee un extraordinario sentido del olfato que lo lleva a crear la fragancia perfecta, con tal obsesión que podría convertirse hasta en asesino. 

Jean-B transformó el hedor de la pobreza y la suciedad en el deseo incontenible de crear el perfume que provocara sentimientos de amor. Cuando olió a Alice, se sintió atraído irresistiblemente por ella, la abrazó, la acarició, la lamió como un felino con su presa y estaba a punto de estrangularla, cuando a ella se le derramó el perfume recién preparado. Entonces, él quedó tan fascinado que pidió perdón, se postró a sus pies y se convirtió en su ayudante en la producción de tan refinada esencia.  

En la tienda de Alice se deleitó con los raros perfumes creados por ambos. Evocaban secretos de amor encapsulados en esos misteriosos frasquitos, así que decidieron escribir novelas donde la memoria y los olores evocaban de manera poderosa las emociones. 

Abrieron una exitosa librería de las fragancias y cuando escribieron el libro de los jazmines y las lilas, ya estaban perdidamente enamorados. Se casaron, vivieron felices y comieron perdices..

Maria Victoria Santoyo Abril

Isla grande

Subimos a la piragua, una canoa típica, y nos adentramos en las aguas densas y limosas de la ciénaga. La brisa acariciadora atenúa el calor del trópico y, a medida que nos deslizábamos hacia la isla grande, mecidos por el ritmo de los remos, se hizo un silencio de siesta, roto sólo por tal cual pez saltarín que se zambullía aquí y allá.

Desembarcar en la isla requiere destreza de parte del canoista, pues los embarcaderos cambian en base a las anegaciones periódicas, según el régimen de lluvias.

La casa está en la falda una colina, es fresca y con una vista amplia sobre la laguna dorada del atardecer. Se ve galopar una manada de caballos en la orilla, casi salvajes, con las crines al viento. Me invade una sensación de libertad y entiendo por qué el antiguo propietario de ese paraíso quiso que su corazón fuera enterrado en la cima de la colina.

Maria Victoria Santoyo Abril

Persecuciones

La primavera esparcía perfumes por la ciudad y la cita con Renata, era para comer algo juntas antes del encuentro con Leila, investigadora de Socorro jurídico. Esa ONG recogía evidencias de los abusos contra los derechos humanos, Leila iba dondequiera que la llamaran porque habían encontrado alguna fosa común donde yacían cuerpos de opositores políticos del régimen militar. Examinaba minuciosamente los restos, catalogaba, entrevistaba a los testigos, presentaba denuncias. Eran comunes las ejecuciones extrajudiciales, la tortura, la desaparición de líderes campesinos o estudiantiles… Mediante las escuchas ilegales, las delaciones bajo tortura y, tal cual infiltrado, los cuerpos militares de la dictadura sabían dónde encontrar a sus víctimas.

Una noche, volviendo a su casa, un auto la seguía y ella estaba sola. Abandonó el auto y corrió y corrió, tratando de encontrar refugio, pero todas las puertas estaban cerradas y ante sus gritos pidiendo ayuda, las pocas luces encendidas se apagaban. La capturaron y estuvo desaparecida dos días, sufriendo torturas y violaciones, hasta que la petición del arzobispo, Monseñor Arnulfo Romero, logró obtener su liberación.

Era crítico de la teología de la liberación, moderado, pero con un indestructible sentido de la justicia convencido de que los privilegios y la avidez de pocos comportaban la miseria de la mayoría de la población. Había que cambiar. La oligarquía convierte en sangre el odio contra las clases pobres. Campesinos, obreros, maestros, catequistas asesinados.  El 12 de marzo de 1977, las balas destinadas a su amigo jesuita Rutilio Grande, asesinaron también a un anciano y a un niño que iban con él. 

El arzobispo era tímido, pero durante la homilía, era contundente y por todo El Salvador las emisoras de radio transmitían su voz. La injusticia social era el tema principal. Asume la voz de los sin voz y la opción preferencial por los pobres. A todos llega su mensaje de no violencia y conversión. La conferencia episcopal no lo apoya y él está solo, desprotegido.  Recibe amenazas. Consciente del peligro inminente, dice: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. En su última homilía, el 23 de mayo de 1980 lanza un mensaje a los militares: “conviértanse, les ruego, en nombre de dios, cese la represión…  si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño… ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de dios. No maten a sus hermanos”. Hay deserciones en el ejército.

A esa hora en Milán, ya no circulaba la metropolitana, pero sí los autobuses de la circunvalar. ¡Cómo podía ser tan fuerte Leila! Una guerrera, tenía muy clara su misión… 

En el silencio absoluto se oían los pasos lejanos, una sombra entre los árboles de la avenida. Tengo que llegar a casa a tiempo. Mejor acelerar el paso… y allá atrás también aceleran, al mismo ritmo. Voy más rápido, y los pasos también ¿Correr? Quizás no… es peor. Voy preparando las llaves, ¿dónde están? entre tanta cosa no es fácil: papeles, botella, algo frío y metálico: el bolígrafo que me dejó de recuerdo Leila…. Por fin. Me sudan las manos. La llave larga del portón, abro y corro hacia el ascensor a la derecha de la portería. Percibo en la nuca su jadeo. Doy la vuelta y lo golpeo con el bolso. Soy una fiera. “¡FUERA!, ¡FUERA INMEDIATAMENTE!, que llamo al portero y lo revienta a golpes”. Veo sus ojos asustados, tiembla como una hoja y trata de subirse la cremallera del pantalón, mientras corre hacia la puerta. Era un pobre diablo.


Maria Victoria Santoyo Abril


Noche de tempestad

Cada uno de los cazadores llevaba sus mejores sabuesos y los de don Heliodoro eran de lo mejor. Caminaron por las montañas, estuvieron al acecho, los perros siguieron pistas, persiguieron a sus presas y al final del día, con el cielo lleno de nubarrones, los amigos se dispersaron. 

A Heliodoro, las condiciones meteorológicas no le daban tiempo para volver a su casa en el pueblo y por ello decidió alojarse esa noche en la casa de campo semiabandonada. Después de una cena frugal y rendido por el cansancio y las emociones del día, mientras arreciaba la lluvia, se encerró con sus perros en espera del nuevo día.

La casa aislada ya estaba envuelta en la oscuridad, la tempestad arreció, pero de pronto los perros echaron a ladrar insistentes y entre el chapoteo del aguacero y los truenos, oyó golpes y voces en el portón, cada vez más apremiantes. ”Don Heliodoro, don Heliodorito ¡deme usted posada!.”.. A sus asombrados ojos se presentó un hombrazo que años atrás había visto, cuando aún vivía su padre, quien consideraba la hospitalidad un deber y que por lo tanto siempre acogía a los peregrinos que por allí pasaran. Las habitaciones externas estaban vacías, como el resto de la casona.

Reconoció la transparencia enloquecida de los ojos clarísimos del hombre a quien llamaban “ojos de serpiente”, también porque tenía el don de manipular reptiles y gusanos venenosos, sin que le hicieran daño y los llevaba consigo, en el cuello, en los brazos, entre los bolsillos….

Los perros dejaron de ladrar, olfatearon al hombre y, ya confiados, se echaron a dormir. 

La noche pasó entre relámpagos, cada vez menos frecuentes, la lluvia amainó y la noche se llenó de susurros, chapoteos lejanos, silencios aislados.

A la mañana siguiente, la habitación del huésped estaba desierta. No había huellas de pisadas, ni charcos de agua de lluvia, ni fango. Sólo olor a yerbabuena.


Maria Victoria Santoyo Abril


Los ojos de los niños

Al oír el llanto, miró hacia atrás y lo vio, debajo del árbol, los cabellos alborotados, la carita sucia y los ojos… los ojos del color del mar despavoridos, colmados de lágrimas. Se acababa de caer y necesitaba ayuda.

Fue entonces cuando recordó ese día aciago en que tuvo la sensación de haber sido abandonado y no encontraba a sus padres, a su hermanito, a su gato. Buscó en medio del polvo y los escombros de la que fuera su casa. Habían cenado juntos, su padre les había contado una de esas historias antiguas que tanto le gustaban, mientras el gato Pecas dormía en su regazo. Recordaba sólo un rugido aterrador, un estallido, gritos lejanos… las pesadillas que volvían muchas noches.

Ahora su misión era curar heridos, ayudarles a recuperar los movimientos, visitarlos y animarlos por sus progresos. Examinó al niño, trató de calmarlo, lo acunó en sus brazos y sintió cómo latía su corazón y cómo su respiración se normalizaba. No estaba herido, sólo tenía una pequeña contusión en una rodilla.

A él también lo había salvado un joven, lo había llevado en ambulancia a un sitio con mucha gente que lloraba y gemía. Buscó por todas partes, hasta que encontró a su pequeño hermano herido y no se separó de él nunca más. Nunca olvidaría sus ojos de alegría al verlo. Se prometió a sí mismo que habría dedicado su vida a ayudar a los demás.

Maria Victoria Santoyo Abril

¿Qué queda?

Desde muy pequeño se distinguió por su sensibilidad y su carácter, algo flemático pero enérgico, su inteligencia excepcional y su empatía con el mundo. Para él, éste es el mejor de los mundos posibles. 

Su vida se llenó de experiencias. Vivió amores, aventuras, tuvo expectativas, desilusiones, viajes, éxitos, ayudó a mucha gente. 

Al atardecer, en esos momentos mágicos, en que las luces cálidas van cambiando poco a poco, hablábamos en voz baja para no romper el encanto. Nos preguntábamos «¿Qué será de nosotros dentro de 20 años?» «A lo mejor estaremos girando en el sin fin, en el sin fondo, pero de nosotros quedará el recuerdo en quienes nos amaron».

Maria Victoria Santoyo Abril

Aguas

La canica azul

El manantial recién nacido surge entre las rocas y se despliega juguetón y sinuoso como un renacuajo, con la alegría de un niño, crece y recorre el bosque formando abrevaderos refrescantes.

Hay zonas de la Tierra donde las lluvias desaparecen bajo la capa terrestre y forman corrientes subterráneas que crean esculturas cársticas y salen a espiar el mundo como ojos con párpados de piedra, son los cenotes, profundos y misteriosos. Traen consigo el eco del fondo de la tierra.

Cuando los torrentes altos encuentran un despeñadero, se lanzan revoloteando impetuosos entre gazas y tules blanquecinos, con majestuoso revuelo. Corren a encontrar otras cascadas, se engrosan y alimentan lagos y ríos, hasta llegar al mar, la madre de las aguas.

Los manglares tropicales son el hábitat de numerosas especies y proporcionan una protección natural contra fuertes vientos y huracanes. Son aguas de marismas y estuarios, con fondos de suaves limos y arenas, donde se encuentran las aguas dulces con el mar. Pululan de aves migratorias, moluscos y son la guardería de cientos de peces jóvenes, temerosos de afrontar el gran mar.

Desde la nave espacial Apolo 17 se tomó la foto denominada “la canica azul”, donde se ve el casquete del Polo Sur.  Los océanos esconden la oscura zona abisal, que es como un planeta desconocido, donde comenzó la vida. Será por eso que los poetas dicen LA MAR…

Maria Victoria Santoyo Abril

Fantasma digital

Te veo en la foto de perfil con esa sonrisa socarrona de un tiempo, seductora y perversa. Entre Mona Lisa y Mefistófeles.

En medio de la noche llegan tus mensajes apremiantes, angustiosos, como quejidos lejanos. Vuelves a ser el manipulador que, con relatos tristes, intentas conmover y atraer a quienes se alejaron de tu pérfida influencia. 

Es imposible devolver las manecillas del reloj del implacable tiempo.

Apareciste en un chat cuarenta años después, como un fantasma juvenil. Es posible que te hayas quedado atrapado en una sesión de espiritismo de nuestra juventud. 

Vuelve a tu oscura dimensión. Adiós.

Maria Victoria Santoyo Abril

La amazona prodigiosa

Cavalière dans le bois – – René Magritte (1898 – 1967)

 Cada tarde al atardecer la veo, o mejor, siento el viento que la precede. Del bosque llega una brisa perfumada de pinos y musgo. Luego, se levanta la hojarasca movida por los cascos del corcel que sale del bosque, su andar es rítmico, cadencioso y elástico. Está montado por una diestra amazona. Todo en ella es armonía, ritmo y belleza. Su traje de terciopelo lila es de corte clásico, el cabello castaño recogido bajo el sombrero está trenzado en un artístico moño. Me recuerda a alguien, pero aún no sé a quién. Desde lejos no logro distinguir bien sus rasgos, pero me es familiar.

Sigo con la mirada el trote y el paso fino y, cuando empieza a oscurecer, vuelve a penetrar en el bosque, como si atravesara los árboles y se escondiera.

Hoy, por fin, he podido ver su rostro y… ¡ella me ha mirado de frente! Ahora la reconozco, es la dama del retrato que tenía mi abuelo en su habitación.

Maria Victoria Santoyo Abril

Micro libro

A mis 6 años empecé a leer y mi primer libro desencadenó un mar de lágrimas. Se trataba de «Sin familia», di Dickens y me hacía sentir empatía hacia el protagonista el hecho de estar fuera de mi casa, por primera vez. Tenía que ir al colegio de mi severa tía Amina y vivir en su casa, en la ciudad, mientras que mis padres y mi hermanito permanecían en nuestra hacienda agrícola. 

Por suerte, la biblioteca de la tía estaba llena de libros maravillosos, divinamente ilustrados y eso me consoló. Más adelante, de adolescente, leía todos los libros que dejaban los primos que iban a pasar vacaciones a nuestra hermosa finca. Así,  viajé por países  exóticos con Julio Verne,  conocí a la florista Eliza Doolitle (Liza) y la volví a encontrar en la película musical My Fair Lady , inspirada en esa obra. Cayeron en mis manos cuentos de vaqueros, el atormenado joven Raskolnikov y hasta Santa Teresa de Jesús. Todos ellos llenaban mis tardes de vacaciones, encaramada entre las generosas ramas de mi árbol favorito o, en el ancho alfeizar de mi ventana. También había libros antiguos de mi abuelo, con tapas de pergamino y letras decoradas.

Ahora, que estamos renovando nuestra casa, veo con tristeza, cajas y cajas de libros que tienen como destino una biblioteca y, los más viejos, el vertedero municipal. Todos los personajes que acompañaron a tantos lectores se esfumarán para siempre, pero seguirán viviendo en la memoria de quienes los amaron. Aunque es posible que Montag, el bombero incendiario de Farenhait 451, los salve del olvido en el fuego.

Maria Victoria Santoyo Abril

Carta

Lady with her Maid holding a Letter – Johannes Vermeer

Ciudad de Mexico, 20 de enero de 1860.

Ángel mío,

Hace días que no te veo en la Santa Misa en la Catedral y mi alma desespera por saber de ti. Te seguiré dejando cartas en el lugar convenido,  esperando poder organizar tu fuga de esas frías paredes que te aprisionan. Necesito que me cuentes bien toda tu historia para buscar a tu familia.

He sabido que en poco tiempo las monjas van a ser exclaustradas.

Aquella tarde lluviosa, en que lograste esconderte en la sacristía y pude estrecharte entre mis brazos, ha quedado grabada en mi mente. La lluvia caía incesante, juguetona y cómplice…»

[Las palabras que siguen se han borrado, como si sobre ellas se hubiera vertido un dolor salado y corrosivo. Ya no son palabras sino larvas moribundas.

Hay otra carta, escrita con letra menuda, de delicados trazos]

«Amor mío,  no sé si esta misiva llegue a tus manos. Aún vivo el recuerdo de nuestra despedida y tu mirada cargada de promesas…

Quería terminar de contarte mi historia: al fallecer mi amada madre en Toledo, mi padre cuidó de mí hasta cuando se vio obligado a exiliarse por motivos políticos.  Acordándose de que su hermano había emigrado a América,  reunió todos nuestros bienes para constituir mi dote y me confió en las manos de la Madre superiora de la Orden de la Inmaculada Concepción,  sabiendo que pronto viajaría a Las Indias y podrían entregarme en las manos de mi tío,  don Absalón Borráis  Cabrejo, a quien envió una carta encomendándole mi educación.

Nunca supe la dirección de la hacienda de mi tío  y las monjas no me dan noticia alguna.

Mi anhelo es huir contigo y buscar a mi familia.

No me dejan volver a la Catedral, pues sospechan de nuestra relación y de que yo planee la fuga.

Te busco en las partículas de luz que se filtran por la ventana de mi angosta celda.

Hoy también llueve, pero no estás a mi lado.

Dejo constancia en este papel de lo mucho que te amo y seguiré amándote,  en silencio,  por siempre y para siempre.

Odalinda Borráis «

Maria Victoria Santoyo Abril

Miedo

Vas por una calle sórdida, las escasas bombillas iluminan apenas el asfalto con baches, fango, hay basura por doquier… En el cruce, a lo lejos, ves figuras que se escurren entre los edificios, ¿estará alguien al acecho detrás de la esquina? 

Te corre por las venas un estremecimiento, te enfría el estómago y entorpece tus manos. Pero no te rindas, tú eres más fuerte, ¡que no te congele el aliento! Siente fluir la vida por las narices, llénate de prana salvadora, extiende tus crispados miembros y endulza tu rostro.

Acuérdate de que eres cintura marrón de karate, además, llevas en el bolsillo el talismán que te dio el chamán. No podrán hacerte daño.

Maria Victoria Santoyo Abril

Despertar

Érase un país lejano, en el que las brumas de una pesadilla ofuscaban las mentes. Las gentes oían, durante meses, años y siglos, los acalorados discursos del Mal Hermano, aplaudían sus chistes insulsos, idolatraban su imagen con la mano apoyada sobre un corazón rojo. No veían que lo que era verdaderamente rojo era la sangre de sus innumerables víctimas. Cuantas más muertes se registraban como caídos en combate, más aumentaba su prestigio como héroe de la nación, como presidente eterno, como “purificador” que, a sangre y fuego, eliminaba la insurgencia, las mentes que pensaban por su cuenta.

Pero un día, una brisa juvenil, de primavera, fue desatando las nieblas, fue aclarando la visión, destapando los oídos de los sordos esclavos e iluminando las mentes dormidas. La brisa se volvió viento y, llevado por bandadas de pájaros, se convirtió en huracán y arrastró lejos al sátrapa Mal Hermano con todo su séquito. El cielo despejado y luminoso dejó brillar el sol y…. colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

Maria Victoria Santoyo Abril

Tiempo

Pasa, se desliza entre los dedos como la arena, se dice que siempre falta, que no hay…

El hombre occidental no tiene tiempo para ser feliz, afirmaba el jefe Tuiavii di Tiavea de las islas Samoa, según lo describe el artista alemán amigo de Herman Hesse, Erich Scheurmann en su ensayo antropológico “Papalagi” (los hombres blancos), que es la recopilación de las reflexiones de Tuiavii durante su estancia en Europa.

“Hay Papalagi que afirman que nunca tienen tiempo. Corren como dioses desesperados, como poseídos por el diablo y dondequiera que vayan lastiman, causan problemas y atemorizan porque han perdido el tiempo. Esta locura es terrible, una enfermedad que ningún médico puede curar, que infecta a muchas personas y lleva a la ruina”.

“.. Papalagi ama sobre todo lo que no se puede captar y que, sin embargo, está siempre presente: el tiempo. Y de esto hace un gran revuelo y una tontería. Aunque nunca hay más de lo que puede haber entre la salida y la caída del sol, no le parece suficiente.


Papalagi siempre está descontento con su tiempo y se queja con mucho ánimo porque no se le ha dado suficiente. Sí, se trata de blasfemar contra Dios y su gran sabiduría, ya que Él corta y corta y divide y divide cada nuevo día según un sistema preciso. Lo corta como si abrieras un coco blando con un cuchillo. Y todas las partes que corta tienen un nombre: segundos, minutos, horas. El segundo es menor que el minuto, este es menor que la hora; todos juntos hacen las horas y tienes que tener sesenta minutos y muchos segundos para tener una hora». Cuanto más se fracciona el tiempo, menos queda.

Quizás el tiempo se le escapa al hombre blanco como una serpiente se escapa de la mano mojada, precisamente porque trata de sujetarla con tanta fuerza.

La obsesión por el tiempo nos lleva a actuar como si el que camina más rápido tuviera más valor que el que camina despacio. Gastamos mucho tiempo planificando, yendo de prisa…. Y cuando nos detenemos a mirar atrás, nos damos cuenta de lo fugaz de la vida. ¡Ya han pasado 20 años! ¡el niño ya va a la universidad!

Si no destinamos tiempo para ser felices, Cronos nos devora, nos somete. En realidad, hay más tiempo que vida.

Bueno, lo dejo aquí…. Se acabó mi tiempo.

Maria Victoria Santoyo Abril

El río Magdalena

La serpiente sagrada se desliza silenciosa, brillante, entre la verde selva. Durante la subida, la gran serpiente está grávida de peces de plata que van aguas arriba buscando aguas frescas. Aguas arriba también viajó el general cuando iba hacia la fría capital, en sus tiempos de éxito. En los puertos fue homenajeado, recibido a bombo y platillo. Pero, cuando la sed de poder de sus antiguos correligionarios los llevó a traicionarlo, él volvió por el río, desandando el camino, derrotado, enfermo, hacia el exilio. Corrían rumores de su enfermedad y de su mal de ojo contagioso. A su paso ya no había fiesta y regocijo, sino silencio y miradas furtivas. El general en su laberinto alcanzó a llegar a su casa de San Pedro Alejandrino, donde le esperaba la parca. Habría de ser su último viaje sobre la gran serpiente.

Maria Victoria Santoyo Abril

Trasquera

La maison à l’arbre rouge de LÉO GAUSSON (1860-1944)

Para llegar al pueblecito de Trasquera, cercano a la frontera italiana con Suiza, hay que recorrer una estrecha carretera que sigue el relieve de la montaña y cruzar por el puente del Diablo, sobre un abismo. Este camino abrupto termina en una explanada luminosa que mira al sur. Camino entre sus callejuelas desiertas, entre casas de piedra, plazoletas con fuentes que son el único murmullo en ese lugar silencioso. Veo a lo lejos a una anciana que, con paso cansado y un gran ramo de flores blancas se dirige hacia una zona en el extremo de la zona habitada, me dedico a seguirla para que sea mi guía involuntaria.

Las bardas están pintadas con colores claros: verde limón, blanco deslumbrante, azul claro… sobresalen copas de árboles frondosos y el aroma de las flores es intenso. La verja metálica por la que entra mi guía está abierta, entro a ese jardín, que es, en realidad, un cementerio con tumbas muy antiguas, algunas con inscripciones borradas por la intemperie. Calculo edades de los sepultados, leo nombres y apellidos españoles, ¡qué raro! Estamos en Italia. Encuentro a la señora que me guió hasta allí y como estamos solas, nos ponemos a charlar; noto que lleva pendientes y colgante de oro toledano damasquinado, como los de la tradición artesanal de Toledo y al alabar sus joyas, me contó que es tradición de ese pueblo, pero que ya no queda quien fabrique tales objetos. Los últimos artesanos ya han muerto. La dejo y sigo recorriendo este lugar de paz, con vistas espectaculares sobre las montañas y el torrente profundo que es como el foso de defensa de un castillo. Fantaseo pensando que, a lo mejor, los españoles que se refugiaron en este lugar apartado y hermoso eran hebreos sefarditas que huían de las persecuciones de los reyes católicos. Habrán atravesado el sur de Francia y esta zona fronteriza tan áspera y casi inexpugnable les habrá parecido el refugio ideal para quedarse. La memoria se ha borrado carcomida por el tiempo, como las inscripciones en las tumbas más antiguas.

Hace calor y el sol está en su cenit. Contemplo el panorama desde ese mirador que se asoma sobre el precipicio, hasta que me saca de mi ensimismamiento el silbido de una víbora. Lentamente, me repongo del atávico terror y me alejo buscando la salida. Estoy completamente sola, sobre una hermosa tumba antigua está el ramo de flores blancas.

Maria Victoria Santoyo Abril