
Felipe no quería que nadie volviese a ver su cara, después de lo que había hecho. Y tampoco quería volver a verse él: demasiado remordimiento, demasiado asco por si mismo. Demasiado horror por la locura que se apoderó de él, quizás solo por unos minutos, que lo convirtió en un monstruo, y le hizo cometer algo que nunca se podrá borrar. Unos minutos y ya no era él, ya no tenía su antigua cara de chico bueno, la que nunca volvería a ser suya.
Y Julia, con su rostro de niña, con su flequillo y su sonrisa tan inocente, tan inocente ¡por Dios! ¿Pero por qué lo había dejado?
Aquel Felipe con la cara de bueno ya no existía, él se había convertido en locura y aberración, en un asesino imperdonable. Había destruido la vida de Julia, y la suya también.
¿Cómo podía soportar encontrarse con su propia mirada, ver sus ojos de homicida, sus labios de veneno, su cara que ya no era la de siempre?
Cuando entró en su casa y se vislumbró en el espejo, la imagen del antiguo Felipe le dio la espalda.
Silvia Zanetto





















