
No es tan grande como la recordaba. Claro, en los ojos de los niños cada rincón del mundo se hace gigante, incluso su casa. En el balcón donde se aferran mis recuerdos hay todavía molinillos coloreados, que me desvelan que ahora también hay niños que viven ahí. Hay también algunas macetas de flores: son geranios, los que le gustaban tanto a mamá.
No conozco a los nuevos dueños de mi casa, han pasado demasiados años y los propietarios han cambiado más de una vez. Tampoco sé si entre los inquilinos de la comunidad hay todavía alguno de los chicos con los que había jugado al escondite, a bruja comanda color, a las cuatro esquinas, al teléfono escacharrado…
Me gusta la palabra española “comunidad”: si pienso en donde vivo ahora, sería mejor utilizar la palabra “bloque”: estás en tu casa y, cuando encuentras a los vecinos, solo les dices “buenas tardes”; a veces ni te acuerdas de cómo se llaman. Pero cuando yo vivía en esta casa, hace cincuenta años, eso sí que era una comunidad de vecinos.
Voy a leer los apellidos en la verja de la entrada. Algunos me suenan, puede que algunos de esos niños se hayan quedado allí, a lo mejor algunos de sus padres todavía estén vivos… Pero no sabríamos reconocernos, aunque me atreviera a tocar el timbre.
Un señor que no conozco —¿o quizás sí? —sale por la puerta de la izquierda.
—Perdón, señor, yo viví aquí cuando era niña… ¿puedo entrar en el patio y dar una vuelta?
El hombre me contesta con amabilidad y me deja pasar.
No lo conozco. No me conoce.
El patio — Pero ¿cómo puede ser tan pequeño? — no es tan diferente de como lo recordaba, solo algunos árboles son más altos, mientras que otros ya no están, como el de caqui que estaba bajo el balcón de mi habitación. Mis amiguitas y yo jugábamos a “caseta” bajo el caqui, fingíamos que sus pequeños frutos que se caían cuando todavía estaban verdes eran pimientos, que rellenábamos de tierra. Este árbol, al que una vez construí una cara de barro con el pelo de hierba, y le decía que era mi novio, ya ha desaparecido para siempre, como cuando el barro se secó y la cara de mi “novio” se cayó.
En cambio, el balcón de mi cuarto todavía está allí, un poco más viejo, pero casi igual. Y me veo asomándome, esperando a papá cuando volvía del trabajo.
Y ahora que vivo en un bloque en vez que en una comunidad, ahora que mamá ha subido al cielo, para encontrarse después de tantos años con papá, quiero pensar que no hay desconocidos en nuestra antigua casa, sino que mis padres han vuelto allí y a lo mejor, si espero un poco, se van a asomar al balcón entre los molinillos y van a sonreír a esta mujer desconocida que — ¿quién sabe por qué? — está admirando con ojos encantados su casa.
Silvia Zanetto
