El balón cuadrado y las ruedas cuadradas

Érase una vez un balón de fútbol que, por un error de fabricación, en vez de ser redondo, salió cuadrado. Justo cuadrado. Además, tenía otras particularidades, por ejemplo, tenía un nombre: se llamaba Oscar. 

El propietario de la fábrica, cuando se dio cuenta, se puso a reír a carcajadas, y luego, después de asegurarse que Oscar era el único así, les preguntó a los obreros que tenían niños si alguien quería llevárselo a casa, pero nadie lo quiso.

-Bueno, lo voy a tirar a la basura – contestó el propietario, y le dio una patada a Oscar.

– ¡Ay, qué dolor! ¿Por qué me haces daño? ¡Yo no te he hecho nada! 

El propietario de la fábrica miró a su alrededor, no vio a nadie y pensó que fuera una consecuencia del cansancio o del calor, así que sin pensar demasiado decidió irse a casa.

Después de la patada recibida, Oscar, ofendido y doliente, reunió todas sus fuerzas y logró moverse un poco, hasta alcanzar las escaleras, de las que logró rodar abajo sin demasiada dificultad.

Un poquito a la vez se sintió mejor y logró alejarse. Estaba pensando cambiar su vida, ser un taburete, un objeto de decoración, un cojín para los pies…  y dejar de ser un balón cuadrado!

Pero, de repente, vio por delante a un hombre que iba en bicicleta. Pero no era un medio normal, con las ruedas redondas, sino una bicicleta con las ruedas cuadradas.

– ¡Pero es fantástico! – exclamaron juntos Oscar y el ciclista.

– ¡Eres justo lo que yo estaba buscando! – Exclamó el ciclista, bajando de su medio que, por supuesto, no necesitaba el caballete para quedarse de pie.

Oscar sonrió, porque los balones cuadrados, de contrario a los redondos, saben sonreír, y se acercó a él. 

– ¡Buenos días! Yo me llamo Quirino Quadrotti Quadrelli – se presentó de forma educada el ciclista.

– Y yo soy Oscar, el balón cuadrado.

– Lo veo, lo veo… Quería pedirte algo, si no estás ocupado – dijo Quirino.

– Todo lo que quieras… si no me vas a tratar mal.

– Bueno, mira, mi familia y yo tenemos una enfermedad muy particular: ¡estamos alérgicos a las cosas redondas! Por eso, utilizamos platos cuadrados, copas cuadradas… y bicicletas con ruedas cuadradas… Ahora, mi problema es que mañana va a ser el cumple de mi niño, y él me pidió como regalo un balón. Es un mes que estoy buscando un balón cuadrado y tú… ¡Tú eres cuadrado! Y además sabes hablar… ¿Quieres ser el balón de mi niño?

Oscar se puso a llorar por la felicidad y por supuesto aceptó la propuesta del señor Quadrotti Quadrelli, que lo hizo subir sobre su bicicleta de ruedas cuadradas y lo llevó a su casa.

El niño y el balón cuadrado se convirtieron en buenos amigos y jugaron juntos por muchos años. 


Silvia Zanetto

La portada de mi libro es amarilla

Sí, es amarilla la portada del último libro que escribí, hace varios años. Me acuerdo que el editor me propuso diferentes colores para la cubierta del libro, y al final yo elegí el amarillo: fue el que me gustó más, no solo porque está bien para una novela para chicos, sino también porque en el dibujo en la portada, que había diseñado yo, hay un autobús de color amarillo, y también en el arco iris, que aparece en el cielo rosado, ¡el amarillo domina! Es un dibujo fantasioso: los árboles son color fucsia y las colinas y los prados azul violeta… y el fondo amarillo, por supuesto. Porque la fantasía es el alma de los cuentos para chicos, nos entra inesperadamente en la mente mientras escribimos, y nos sorprende a nosotros también por las ideas que se nos ocurren, y que no nos esperábamos cuando empezamos a componer. Escribir es emoción, pero puede ser también consuelo, o una forma de descubrirnos a nosotros mismos, y una fantasía escondida que reaparece…

Hoy acabo de volver a comprar unas veinte copias de mi libro amarillo, que ahora me hacen compañía sobre mi mesa de trabajo. No compraba nuevas copias desde hace muchísimo tiempo, y casi me parecía que ya no era la de antes, creadora de cuentos e historias… y ahora, inesperadamente, me han propuesto otra vez que presente mis libros para chicos de la escuela primaria, y lo haré más de una vez, después de años.

Color amarillo de la portada, te ruego… ¡Ayúdame a superar mi ansiedad, debida a la lejanía de mis experiencias pasadas! recuérdame que tu color es el de la alegría, la serenidad, la fantasía, y que mi mente también será felizmente amarilla cuando vea muchos chicos escuchando mi historia, sonriendo, preguntando… y apreciando el color amarillo de la portada.


Silvia Zanetto

Noches en vela

Recuerdo que, cuando era niña, al irme a dormir me invadía una angustia abrumadora frente a la simple idea de encontrarme sola con mis pensamientos. Cada vez que estaba en la cama llamaba a mamá dos o tres veces. Ella se acercaba con paciencia al lado de mi cama y yo salía de mi nido caliente para abrazarla fuerte, con la ilusión de que el calor y el abrazo de una persona amada pudieran disolver la dolorosa ansiedad que me estrechaba el corazón. 

Al principio, había sido el miedo de la oscuridad. Solo me había confiado con una amiga sobre lo que era tan espantoso para mí: mis padres creían que yo tenía miedo de ogros o brujas, o quién sabe cuáles otras misteriosas o diabólicas presencias. Pero mi terror era la ceguera: la falta de certeza, en la oscuridad total, de que yo podía ver me aterrorizaba.

La muerte prematura de mi tía me hizo reflexionar sobre otra terrible realidad: no solo la vista, sino también la vida era algo frágil y efímero: no podía soportar ni el sonido de la palabra “muerte”, che se convirtió en la nueva pesadilla de mis vigilias nocturnas.

Muchas otras noches en vela me acompañaron también en la adolescencia.

Pasaba larguísimas tardes estudiando los libros de latín y de griego antiguo, y luego me despertaba por la noche repitiendo los verbos y la gramática, y me levantaba al amanecer para el último repaso antes del examen. 

Pero no eran solo los verbos griegos, regulares o irregulares, que me quitaban el sueño por la noche, en los años de instituto. Había estallado la estación de los amores, tan ardientes cuanto no correspondidos. 

Se llamaba Federico y ni siquiera era guapo: un joven con acné y gafas; pero era casi el único chico que había conocido, ya que en mi clase del colegio éramos solo chicas. 

Se llamaba Lorenzo y tenía dos ojos verdes que destellaban en la oscuridad de mi habitación. Se enamoró de todas las chicas menos de mí, y yo retorciéndome entre las sábanas me preguntaba qué tenían todas las demás que a mí me faltaba. 

Se llamaba Claudio, y sabía siempre todo sobre todo, pero de vez en cuando me daba una vaga sensación de que era un ser humano, y cada noche yo me torturaba buscando qué hacer para arañar su armadura.

Otras noches en vela seguían las largas charlas con las amigas: tardes transcurridas atormentándonos la una con la otra con muchísimas preguntas y muy pocas respuestas, para confrontarnos y poner en duda la seguridad de nuestras experiencias. Pero cada vez yo descubría un nuevo mundo en las palabras de mis compañeras y luego pasaba las pocas horas de la noche para reordenar mis pensamientos, buscando el orden y el sentido de todo.

Y ahora, a veces, son las cosas que tengo que hacer al día siguiente, o los problemas de familia que me despiertan de golpe en medio de la noche… pero esta es otra historia. 


Silvia Zanetto

El verde es suyo

Ponerse la ropa de color verde, cuando Adela era niña, siempre le encantaba. Vestidos, pantalones, jerséis del color de los prados, de los bosques, de las hojas de los árboles: era la naturaleza verde de su vida, y de sí misma. 

Creciendo, perdió esta costumbre, pero no dejó de amar el verde. Desde siempre, sus vacaciones las pasaba en la montaña: su padre, Adolfo, la había educado desde pequeña a subir por las rutas panorámicas de alturas, donde podía saborear el espíritu de las Dolomitas mirando sus imponentes cumbres, y los árboles también: los pinos, los abetos, y también robles, cedros, olmos. Paseaban por el verde, mientras que el azul del cielo los iluminaba y el refugio donde tenían que llegar aparecía cerca de la cima del monte.

Pero, también en su ciudad, el verde de la naturaleza era su pasión; dar una vuelta en bicicleta por el parque lleno de ardillas, a las que llevaba nueces y avellanas, era su costumbre para pasar el tiempo libre: los animalitos bajaban del árbol cuando la veían con su bolsa de papel llena de fruta seca, corrían por el prado y le cogían la nuez de la mano, y luego se iban a comerla escondidos en la hierba. 

Ese parque lo habían creado cuando Adela era niña y, mirando las fotos de entonces, ahora se puede ver que los árboles eran pocos, pequeñitos y lejanos el uno del otro, pero con el tiempo el parque se convirtió en un bosque de cerezos, tilos y robles, donde, además de las ardillas, viven pájaros y también patos, pollitos y ocas en el estanque. 

Hace unos años, Adela se sentía triste cada vez que iba al parque, porque por la falta de lluvia su amado verde se había convertido en amarillo: el césped estaba muy seco, casi una pradera muerta, y muchos árboles, donde antes vivián las ardillas y los pájaros, se murieron de sed. Pero plantaron nuevos arbolitos, que ahora están creciendo, y el verde todavía es el color del parque.  

Así que hoy Adela baja de la bicicleta, mira el azul del cielo, el mismo azul de la montaña, escucha el canto de la paloma y del mirlo, se sienta en un banco bajo un roble y respira profundamente. El verde es suyo. 


Silvia Zanetto

Me encanta pasear contigo

Estamos aquí, desmesuradamente lejanos, aunque parecemos una de las muchas parejas de vacaciones, andando por el Paseo Marítimo de la Playa de Trouville. Inevitablemente muda, yo me siento como si todas mis palabras no dichas ensordecieran en mi cabeza.

“Qué día maravilloso, ¿verdad?” me pregunta Nicolás. “¡Ha sido una buenísima idea venir aquí! Mira qué luz, y cuantos visitantes… ¡Es verdad que he elegido uno de los destinos vacacionales más de moda ahora!”

En cambio, yo tendría que pedirle perdón por una culpa que me destruye, y que al mismo tiempo no sé comprender… Pero, ¿cómo puedo hablarle de esto ahora? ¿Sería correcto destrozar su alegría, mientras mira el paseo marítimo y toda la serie de personas que se deslizan hasta el fondo, feliz de estar aquí, feliz de estar conmigo? Mi vestido blanco, igual a los de las otras mujeres, me parece como un disfraz de inocente, los parasoles y los sombreros blanquean todas nosotras, pero yo me siento una mujer vestida de rojo.

“¿Nos aproximamos a la playa, Francisca? Con tanta calidez y luminosidad, me encanta acercarme al mar, tan azul… ¡Y mira el reflejo del sol en el agua! Además, me encanta este cielo celeste. Las nubes se están yendo…”

Estamos en la playa, mirando la línea del horizonte, todos parecen felices, yo también lo parezco, aunque no lo soy. Es que yo no te quiero, Nicolas, nunca te he querido. Pero soy capaz de fingir, como logro parecer una de las turistas alegres, vestidas de blanco…

Mis palabras serían piedras, cuchillos, lamas envenenadas. Me dan miedo, me hacen sentir culpable…

“¿No estás bien, Francisca? ¿Estás tan silenciosa…Quieres volver a descansar en el hotel?”

“Pero, ¿Qué dices, marido mío?  Estoy bien, solo un poquito cansada… Además, estamos en un lugar maravilloso… ¡Me encanta pasear contigo!”


Silvia Zanetto

Los secretos son mentiras

A ver, ¡Cuantos secretos! – pienso, mientras estoy viendo uno de los episodios de una serie de Rtve-play, una de mis costumbres viciosas que me justifico pensando que, como los actores hablan en español, a mí me sirven para repasar el idioma. Y también para reflexionar sobre los secretos, con los que yo no tengo casi ninguna relación. Una de las protagonistas tiene un amante casado, otra es lesbiana, otra va a huir de casa, otra tiene un novio que no pertenece a su nivel social… y para que nadie pueda saber nada de todo eso, cuando hablan dicen un montón de falsedades. Porque los secretos son mentiras, ¿verdad? Si quieres o tienes que esconder un aspecto de tu vida, necesitas ocultar cada día más verdades, ¿es así?

Pero, para mí, los secretos solo son deberes, para no asustar a la familia con nuestros problemas, para no preocupar a los amigos y, sobre todo, no provocarles ansiedad a nuestros padres.  Así como es un deber este secreto mío que, claro, no lo voy a contar porque… Porque es mejor que no.

Bueno, necesito relajarme, voy a seguir viendo la serie televisiva sin pensar en las mentiras: después de todo, nada de este cuento es verdad, es fantasía, es un mundo irreal, una historia que tiene que inventar cada día algo nuevo que capture la atención del público. 

Así que me echo en el sofá y sigo viendo la tele.


Silvia Zanetto

Su fragancia no me deja ir

Cada noche yo estaba en el parque, sentado en el único banco donde podía mirar su ventana. A veces me adormecía, y luego me despertaba de sobresalto, porque me había dado cuenta de que la luz se había encendido otra vez. Vislumbrando su silueta, tenía un sentido de malestar que me subía desde el estómago para bloquearse en la garganta y casi me impedía respirar. Cada vez así.

Esta noche se ha levantado un viento más frio: ya es otoño y las primeras hojas se han desprendido de las ramas de los árboles, una se había caído sobre mi asiento. No puedo seguir así, ya lo sé.

Ella nunca se había asomado al balcón durante estos tres meses. No la veía, pero su perfume, el que en cada momento la acompañaba entre mis brazos, su perfume yo lo olía, como si ella estuviese a mi lado.

Ella creía que yo estaba lejos, después de aquella carta que le escribí, sin ninguna pelea, ni tampoco una verdadera explicación. Solo pocas líneas: “Me voy de vacaciones sin regreso… Quiero estar libre para vivir mi vida” y otras banalidades.

¡Allí! La luz se ha encendido otra vez: son las tres y media y ella está caminando de un lado a otro de su habitación, una habitación invadida por su fragancia. Porque ella está pensando en mí, para que yo me sienta mal, para que me sienta culpable, como siempre, aun ahora que cree que yo me fui muy lejos a vivir mi vida, libre, lejano, lejano de ella… Y siempre yo me sentí culpable hacia ella: cada vez que salía con mis amigos sin ella, o que volvía a casa más tarde, cada vez que me sentía feliz incluso sin ella, que sentía en las fibras de mi cuerpo la felicidad de estar vivo.

Y también ahora, que ella cree que me he ido, no me deja en paz. Así que no puedo quedarme de este banco, de este parque. Aquí está ella, ella cuando todavía sabía sonreír, cuando tenía una luz en su mirada, cuando me abrazaba y me rodeaba con sus brazos, hundido en su perfume.

Aquí está ella, que no me permite irme. Tampoco su perfume me deja ir. 

No me permiten tomar el tren para esas vacaciones sin regreso.


Silvia Zanetto

Collage Azul

Azul marino, las olas del vestido de una niña que se escabulle livianamente hacia la cocina.
Azul turquesa, los latidos del corazón y los mechones de pelo que se le caen en la cara.
Azul oscuro, los pasos de una princesa de la noche, en una ráfaga de desasosiego.
Azul rapsodia, las cortinas teñidas de índigo temeroso, alrededor de su escapada.
(Azules)

Silvia Zanetto

Camille y Amelie

La gare routière de Paul Delvaux, 1960

El azul amarillo del cielo aparece entre ese bosque hipnotizador, cuyos árboles tan verdes nos encantan. No hay aldeas, no hay viviendas, solo un edificio de la estación, donde se puede llegar de quién sabe dónde, o irse a los lugares más lejanos del mundo. El bosque es denso, casi sin fin; aparece una colina igual de verde. El silencio es infinito, no hay ni voz ni respiración: no hay nadie humano, ni una bestia o una mascota. Esa mudez nos angustia y al mismo tiempo nos encanta. Aquí solo estamos nosotras: Camille,  mi hermana gemela Amelie y yo.

En el misterio callado de la estación se oye un ruido sutil, casi como si no fuera verdad. Pero es verdad: el tren que estábamos esperando casi silenciosamente llega, tirando su humo hacia el cielo.

— ¡Vamos! — me dice Amelie — ¡ha llegado! 

Veo su sonrisa, su mirada sobreexcitada: no parecemos gemelas ahora. Yo querría escapar del tren, de la estación, de quien estamos esperando. Querría esconderme en la parte más densa del bosque, ascender a la colina, elevarme al cielo azul amarillo…

— ¡Vamos! — me grita Amelie — ¡Papá ha llegado!

Después de todos estos años.  Tras dejarnos a nosotras y a nuestra madre. 

Todo este silencio verde, angustioso y encantador, se va a desaparecer, cuando él baje del tren. Casi no recuerdo su voz, pero estoy segura de que no pertenece a este mundo.

Amelie corre hacia el tren, yo sigo aquí.  

Las puertas del tren ahora están abiertas, pero no baja nadie. Nadie.

La mirada de Amelie se encuentra con la mía: ahora somos gemelas otra vez. 

El silencio vuelve a ser infinito.

Silvia Zanetto

Fotos

— ¡Vaya! ¡La caja de mis fotos de las vacaciones en las islas! Es increíble lo que puedes encontrar cuando limpias la casa y piensas botar todo lo viejo, lo que ya no sirve… En fin, ¿Desde cuánto no las veía? Claro, son fotografías de viajes que se hicieron hace muchos años, de las de una vez, las que se imprimían y se guardaban como pequeños tesoros…

Isabel se sienta, deja de trabajar y observa la primera: siempre es una emoción volver a ver la imagen de su padre, relajado y alegre, y no tan serio come en su imagen que ella siempre ve en el cementerio. En esta foto en blanco y negro él está en Torcello, cerca de Venecia, su isla favorita, encantadora: muy tranquila, con lindas casas pintadas de colores brillantes, con canales en lugar de carreteras y barcos en lugar de coches. Papá – alto y esbelto, con su pelo rizado y ya un poquito gris – está sonriendo, delante de un complejo paleocristiano: la Catedral de Santa María de la Asunción. A su lado, aferrándose a su mano, hay una niña delgada, con el flequillo demasiado corto y un vestido bonito hecho por mamá… Es Isabel.

La segunda es una fotografía en color: un grupo de amigas que ríen y se abrazan en la playa: están en Fetovaia, una de las más evocadoras de la Isla de Elba, que forma parte de un contexto natural entre arena dorada y acantilados de granito. El color del mar varía del verde claro al azul intenso. Las chicas están bronceadas, poco cubiertas con sus bikinis, Isabel se cubre un poco la boca con la mano, como si estuviera riendo demasiado. Tienen veinte años, más o menos: Ana, la de pelo rizado y traje de baño rojo, es su compañera del instituto; Paloma, que la está abrazando, es la que estudia con ella en la universidad de Milán; Elena, la del bikini más pequeño, es su amiga desde siempre. Un momento perfecto, de los que no se repiten casi nunca.

La tercera es una foto de otro mundo: la maravillosa imagen de una playa de arena blanca y suave, enmarcada por palmeras tropicales, bajo un cielo que parece pintado. Una pareja joven, con unos anillos muy nuevos en sus dedos, los ojos de Isabel que se pierden en la sonrisa de él, los labios de Francisco que se apoyan en la frente de ella. Están en Mahé, la más grande y particular isla del archipiélago de las Seychelles, donde hay montañas de granito cubiertas de exuberante vegetación, y franjas de tierra que se adentran en el mar como brazos, formando bahías cuyas aguas cristalinas y turquesas brillan bajo la luz tropical. 

Es la primera foto de su luna de miel, una foto que la guía les sacó hace más de 30 años, y hay muchas otras de ese viaje… Isabel pone las fotos sobre la mesa: esta noche las va a enseñar a su marido, que las había buscado varias veces sin éxito. Y sus recuerdos volverán a la isla, bajo las palmeras, en la playa dorada.

Silvia Zanetto

Charco rojo

Sara ese golpe no podía esperárselo. Canturreaba, mientras iba pedaleando en su bicicleta y disfrutaba del azul intenso que se insinuaba entre las ramas florecidas de los cerezos: una blanquecina explosión de primavera alcanzada.

Sara no oyó el ruido del coche, ni el frenazo inútil que no logró impedir el accidente. La bicicleta se estrelló contra uno de los cerezos blancos a la derecha del camino y, en cambio, ella voló hacia el lado izquierdo, dejando su cuerpo inmovilizado en un charco rojo que se ampliaba cada vez más.

El conductor del coche había huido y, con toda probabilidad, no llamaría al hospital. Sara se quedó boca arriba, la mirada enramada entre las flores blancas y perdida en el índigo del cielo, recordando.

Tenía trece años cuando su vida se hizo sangre por primera vez. No se esperaba un malestar tan fuerte: su madre le había explicado que no era una enfermedad, sino algo natural, pero esa cita en rojo cada mes la hacía caer en cama.

Sabía que también pagaría con sangre la maravillosa emoción de hacerse una sola carne con su amado. Era de día, en un hotel de montaña: por la ventana se colaba la luz azulada de la nieve sobre las cumbres y el pelo de Pablo parecía todavía más rubio. Eso sí, lo que su madre no le había explicado, era algo natural y solo le costó una gotita de sangre. Su vida se había hecho azul otra vez.

Volvió a hacerse sangre aquella mañana, dos días después del resultado positivo del test de embarazo: mientras desayunaba su té aromatizado con vainilla, sintió un golpe inesperado en su útero y la ropa interior y los pantalones del pijama se llenaron de un flujo de fracaso. Cuando volvió a casa del hospital, todavía había manchas rojas en el suelo de la cocina. Pablo le cubrió los ojos y la llevó a su cama de colcha azul.

Ya ha pasado demasiado tiempo, está claro que el conductor no ha llamado al hospital. Sara no logra levantarse para alcanzar su móvil que está en el bolso, que está en la cesta de la bicicleta, que está a cuatro metros de distancia. Pero dentro de poco Pablo empezará a preocuparse, y saldrá a buscarla, y seguro que la encontrará, porque él conoce muy bien los lugares por los que ella pasea en bicicleta. 

Y además, el charco rojo ya ha dejado de ampliarse.


Silvia Zanetto


La piedra

— “No lo vas a hacer de verdad” —me dice, fingiendo una sonrisa que se deshace en una mueca —“No serás capaz”.

Es una piedra áspera, ovalada, con venas grises. Es demasiado pesada para mí: me cuesta un esfuerzo descomunal levantarla. Con una piedra así podría hasta matarla, a Myrna. 

Veo relampaguear el miedo en sus ojos redondos, casi siempre inexpresivos, y me gusta. Ya lo sé que Myrna tiene toda la razón, es justamente por eso que la odio. 

No hay otros niños en el patio hoy, un aire asfixiante y húmedo nos aprieta en esta tarde de inicio de verano. El distrito industrial no está lejos y el olor a azufre de las fábricas cercanas nos alcanza. 

Myrna y yo nunca hemos sido amigas, ni antes de que me dijera eso: creo que a ella le irritaban mi exagerada delgadez y mi carácter huraño, como a mí me molestaban su cuerpo gordito y su alegre locuacidad: por aquel entonces, no sospechaba lo que le pasaría, y que no tendría motivos para estar tan contenta.

Ver el susto en su mirada me alegra. La piedra es tan gruesa que casi no puedo seguir sosteniéndola, pero la cólera vuelve vigorosos mis brazos sutiles. Inspiro el olor a azufre y ahora me siento invencible. Se lo merece todo. Se lo merece por su cara redonda, por su pelo oscuro demasiado corto, por sus vestiditos ajustados que parecen robados a una hermana menor. Pero sobre todo por decirme eso. 

De repente, los ojitos negros de Myrna se cierran y su boca se abre de par en par: un chillido agudísimo rompe el silencio. 

Todo mi cuerpo tiembla de rabia, la piedra áspera y pesada me agota los brazos. La madre de Myrna se asoma a la puerta. Está embarazada, lleva un vestido rojo de flores, sin mangas, que deja descubiertos sus brazos rollizos. Observa a su hija, que ahora llora desconsolada, luego me mira a mí: me clava la mirada en los ojos y se queda callada.

Ella sí que es fea. Tiene el mismo pelo corto y moreno que su hija, la misma cara redonda de ojos insípidos. Ella es fea, y no mi madre.

—¿Qué pasa, niñas? —La madre de Myrna se acerca lentamente, intentando sonreír. Mira primero mi cara y luego mis manos, que siguen sosteniendo la piedra. Una piedra tan gruesa y tan pesada que podría matar a su hija.

—¿No queréis decírmelo? —la mujer habla en plural, pero se dirige solo a mí.

—¡Myrna ha dicho que mi madre es fea! —exploto, rompiendo a llorar.

—¡Sí, es fea, es feísima! ¡Está siempre enfadada, y no sonríe nunca! —grita Myrna.

Ya sé que Myrna tiene toda la razón y la piedra se me cae de las manos.


En noviembre, Myrna murió, abatida por una leucemia fulminante. Tenía nueve años. Todo el pueblo asistió a su entierro, y nosotros fuimos a la iglesia con las maestras, alineados de dos en dos. Todas las niñas lloraban, menos yo.

Yo pensaba en la piedra que no le había lanzado y en los pocos meses que ella había vivido después. Ella habría muerto, en cualquier caso, y me parecía justo que Dios la arrugara y tirara rápidamente, como si fuera un dibujo malogrado. Sí, era justo que Myrna muriera, era demasiado sincera y aguda en reconocer la auténtica naturaleza de las personas, un testigo incómodo de la inquietud que me sacudía como un viento rabioso: la herencia de mi madre que yo no quería aceptar.

Myrna habría muerto, en cualquier caso.

Al salir de la iglesia, con los ojos bajos, vi un guijarro y lo pateé.

Era una pequeña piedra áspera, ovalada, con venas grises.


Silvia Zanetto


Invisibles para todos

Los telediarios en estos días siguen hablando mucho de este acontecimiento: dicen que ella enterró el niño en el jardín de su casa, cuando estaba vivo, inmediatamente después de su nacimiento. Dicen que nadie, ni siquiera sus padres, se dio cuenta de que ella había parido, y tampoco de que estaba embarazada. Dicen que ella -una mujer casi chica o una chica casi mujer, de 22 años- lo parió y lo ocultó entre las plantas del jardín y luego se fue de vacaciones al extranjero, a divertirse con su familia. Dicen también que no se encontró el cuerpo de un bebé solo, sino de dos, así que hace un año la mujer-chica ya le había dado y quitado de inmediato la vida a otra criatura. 

Dos niños, de los que nadie se dio cuenta de que nacieron, ni de que murieron. Dos niños que para todos -su futura familia, su futuro padre- nunca habían existido. 

Y nosotros, viendo el telediario, nos preguntamos todos por qué la mujer-chica hizo semejante locura asesina, por qué lo hizo una segunda vez; no entendemos cómo es posible que nadie se hubiera dado cuenta de nada: ni del embarazo, ni del parto, tampoco de aquellos dos raros agujeros bajo la hierba en el jardín de casa… 

Y los niños, cuando lloraron por primera vez, cuando abrieron por primera vez sus ojos y empezaron a respirar, ¿Qué vieron? ¿Qué oyeron? ¿Se dieron cuenta de que su vida iba a empezar, unos segundos antes de que la mujer-chica se la arrebatara? ¿Qué pensaban, cuando veían pasar por el jardín a la mujer-chica que los había abandonado allí?Quiero creer que, a lo mejor, se consolaban el uno con el otro, abrazándose entre la tierra, hablándose mutuamente con su gimoteo, gozando del verde del césped y del azul del cielo y oliendo el perfume del bosque, ya verdes como la hierba e invisibles para todos.

Silvia Zanetto

Un Héroe

En un octubre luminoso, hace muchos años, el verano no quería convertirse en otoño. No eran muchos los temerarios que se bañaban, pero en la playa no faltaban los fanáticos del bronceado. Sin embargo, estaba claro que era octubre: las llegadas ya tenían sabor a salidas, como cuando vas a despedirte del mar por última vez, mientras tu equipaje ya te espera en el coche.

Avanzamos por el muelle, sobre las grandes piedras que lo formaban irregularmente: era efectivamente incómodo para pasear, pero disfrutamos de ese último resto de verano, sorprendidos y agradecidos por el día soleado. El azul claro nos consolaba de la pasada semana sombría.

-¡Buenos días!

El anciano, de pie en la playa de donde partía el muelle, se apoyaba en un bastón, pero su voz era enérgica y amigable.

-¿Veis lo que significa envejecer?

Llevaba un sombrero alpino y estaba perdido en una chaqueta demasiado pesada que, en algún momento, debió de ser de su talla.

-Durante la guerra, con estas piernas, yo subía a los postes de alta tensión, con el riesgo de morir electrocutado, para cortar los cables eléctricos…- y agitaba su brazo libre, señalando aquellos pilones que tal vez todavía creía ver. -Y ahora, ya veis… tengo ochenta y cinco años… ahora me da miedo pasar por aquí, porque podría caerme y hacerme daño.- 

Pero su tono de voz era jocoso y lleno de simpatía, no quejumbroso.

¿Debíamos ofrecerle ayuda, quizás proponerle acompañarlo hasta el muelle? Pero parecía que solo quería charlar…

-¿De dónde sois?- Añadió, pero no nos dio tiempo de responder- No quiero haceros perder tiempo, solo os voy a contar una historia.

Pero teníamos todo el tiempo que él quería: ese día estábamos de vacaciones.

-¡Qué buenos chicos! ¡Realmente tenéis las caras hermosas!- Y nos estrechó la mano primero a uno, luego a la otra. 

-Pero ¿sabéis que la que estáis estrechando es la mano de un héroe?

Nos mostramos incrédulos, admirados. 

-Sucedió cuando estaba combatiendo en la guerra: había un chico al que, yo habría podido matar… 

Su mano agarró la mía con más fuerza, mientras su bastón golpeaba rítmicamente el suelo.

-Su mamá estaba allí, estaba llorando, creía que lo iba a matar. Pero yo vi que era casi un niño, y le dije en italiano: -ma vai, che non ti ammazzo mica! – y con estas manos lo liberé y lo dejé ir. 

Sus ojos volvieron a medir el obstáculo.

-No, no… puedo ver el mar desde aquí. ¡No quiero caerme y hacerme daño, tengo ochenta y cinco años, yo! Él sonrió. -¡Qué buenos chicos, os deseo mucha suerte!

Las palabras, las verdaderas, me faltaron: no los habituales «gracias» y «buenos días» que decía. Me hubiera gustado tal vez abrazarlo o llamarlo «abuelo». Pero tal vez él ya lo sabía.

Nos alejamos y nos volvimos para saludarlo con un gesto.

-¡Recordad, que le habéis dado la mano a un héroe! -nos gritó el soldado alpino, desde la orilla del mar.

Silvia Zanetto

Música perdida y reencontrada

Ojalá me entendiera más de música, pienso. Podría apreciar mejor este concierto de Puccini que van a ejecutar para celebrar el centenario de su muerte, en una iglesia antigua, con una sillería de madera: una iglesia que nunca había visto, a pesar de que está en un pueblo bastante cerca del mío. Ojalá me entendiera más también de arquitectura, pienso. 

Llego poco antes de que el concierto empiece, pero como he reservado un asiento, me hacen sentar en la primera fila. Leo los títulos de los extractos de las óperas que van a ejecutar: son muy famosos, los conozco casi todos. 

Recuerdo que, cuando era una chica de la escuela primaria, mis compañeras de clase me tomaban el pelo porque yo solía escuchar discos de música clásica, en vez de las canciones de Mina y Celentano que estaban de moda en aquella época. Había aprendido a apreciar a Beethoven y a Mozart, a Vivaldi y sobre todo a Chopin -que mis amigas pronunciaban “Coppìno” para burlarse de mí- gracias a mi padre que cada día llenaba nuestra casa de conciertos, a través de nuestro antiguo tocadiscos de madera, de los que ahora ya no existen. Y con el tiempo, él logró hacerme valorar también la ópera, sobre todo la “Cavalleria rusticana” de Mascagni, que era su favorita… Y Puccini, por supuesto, que aprendí a apreciar con el tiempo. Yo ahora ya no tengo un tocadiscos, así que no puedo escuchar los discos, pero he decidido tener en mi casa todos los de papá.

Los músicos salen: estoy a unos 50 centímetros de los violinistas, un metro del director de orquesta. Entran el coro y la cantante principal, cuya voz aguda de soprano desde mi oído va a entrar en mi mente y en mis recuerdos.

Escuchamos, aplaudimos, nos emocionamos, estamos conmovidos: es una tarde especial para todos, pero sobre todo para mí: la música perdida que hoy se ha vuelto.

Silvia Zanetto

Una tarde de finales de otoño

Automat de Eward Hopper, 1927

Fue la noche en la que decidimos casarnos.

El aire no demasiado frío y los árboles al lado de las calles, que todavía tenían algunas hojas rojas y marrones, nos invitaban a gozar de los últimos recortes del otoño, paseando por nuestra ciudad.

Caminábamos tomándonos de las manos, pero sin mirarnos, observando el suelo para encontrar las palabras.

Luego, entramos en aquel bar.

Y ella llegó: piernas largas, seguras sobre los tacones altos, que se vislumbraban a través de un abrigo verde muy elegante, un sombrero color naranja, el maquillaje perfecto. Se sentó sola al lado de una mesa, muy cerca de nosotros. 

Pasó una decena de minutos antes de que el camarero se le acercara: -¿Espera a alguien, señorita, o quiere pedir?

No oímos la respuesta, pero después de un par de minutos vimos el camarero que volvía llevando con desenvoltura profesional una bandeja con una taza de café. Una sola.

– ¿Todo bien señorita? ¿Desea algo más?

-Quizás después- contestó la chica.  

El camarero sonrió, casi tímidamente, luego le trajo el azúcar.

– Ya está oscuro afuera, ¿verdad, señorita? Casi estamos en invierno…

-Ya…- murmuró ella, golpeteando la mesita con sus dedos. Luego lo miró con triste gratitud.

El hombre se quedó unos minutos, charlando de cosas insignificantes. La chica le contestaba. Luego, otro cliente lo llamó y él se fue. 

Ella acabó de beber su café, y siguió mirando la taza. 

Una niña gitana entró en el bar. En sus manos tenía un ramo de rosas rojas, las que nadie compra nunca. Se acercó a la señorita: 

-¿Quieres una flor?

-Sí, gracias… ¿Cuánto cuesta?»

– Para ti no cuesta nada. Te la regalo, porque eres linda.

Ella se levantó y abrazó a la niña, que retrocedió, un poco acobardada. Pero luego sonrió, cuando la vio abrir su billetera para darle una generosa propina.

-Siéntate conmigo un rato. ¿Cómo te llamas?- le estaba preguntando.

Pero nosotros nos fuimos y nos olvidamos de ella.

Fue aquella noche cuando decidimos casarnos.

Silvia Zanetto

Un extraño paréntesis

Cuando Claudia se atrevió a levantar la vista, el lago parecía haber desaparecido, tragado por la niebla negra que había invadido la tarde: una niebla densa, símil al vacío que se extendía en su corazón. Incluso el rostro del chico aferrado a la barandilla junto a ella, Agustín, parecía haberse fundido en ese gris.

Pero sus palabras, esas dos palabras suyas resonaron en la oscuridad, y el toque de su mano, que había tocado su hombro, ardió en la carne de Claudia como una quemadura.

La chica se había sacudido enojada por aquel gesto delicado, dándole la espalda, y permaneció inmóvil, encerrando entre sus delgados brazos la violencia de aquel secreto que latía en su pecho.

Ciertamente estas no eran vacaciones para Claudia y su padre: más bien una fuga, una convalecencia, un extraño paréntesis abierto como por error. Fue el médico el que les había recomendado irse al lago: “será el clima ideal”, había dicho, para una persona en el estado de su padre. “También será bueno para la niña”, había añadido. «Será también una oportunidad para que ustedes dos pasen algún tiempo juntos…»

A su llegada, el lago los había envuelto en el abrazo húmedo de una llovizna helada. Aunque durante la semana había habido algunos días soleados, a Claudia le pareció que el paisaje lacustre sólo podía expresarse en esos dos tonos de gris: pálido, con una transparencia nacarada durante el día; oscuro y denso, que borraba los contornos de las cosas, al anochecer.

Como ahora, cuando estaba allí clavada en la balaustrada, negándose obstinadamente a darle una sola mirada al incauto chico que le había dicho «te amo». Y esas ganas tan grandes de salir corriendo y contarlo, de volcar en un abrazo amistoso ese torbellino de consternación y vergüenza que le daba vueltas en la cabeza… pero ¿podría hablarle de estas cosas a su papá?

Tampoco había hablado nunca de eso con su madre, ni siquiera antes de que se ella enfermara. La verdad es que Claudia nunca había pensado todavía en los chicos, en el amor… Eran conversaciones para quienes parecían mayores y se susurraban secretos en voz baja.

Luego, cuando el hospital le quitó a su madre, Claudia rezó por ella todas las noches, pidiéndole inútilmente a Dios que mamá se recuperara.

“¿Claudia?” -aventuró Agustín. «¿Te has ofendido?»

Y ahora, ¿qué quería de ella aquel a quien apenas conocía desde hacía unos días? ¿Por qué la estaba atormentando?

“¿Claudia?” murmuró.

«¡Déjame en paz! ¿Quieres entender que me molestas?” gritó, rompiendo a llorar.

Agustín recogió sus sentimientos y se los guardó en lo más profundo de sus bolsillos.

“¡Es obvio que tu madre no te enseñó la educación!”  respondió él.

Y, sin mirar atrás, se fue.

Silvia Zanetto

Parece que las flores están llorando

No sé qué tienen las flores, llorona,
las flores del camposanto

que cuando el viento las mueve, llorona,
parece que están llorando

(Chavela Vargas, la llorona)

Así que por fin hoy llueve. Un viento gris empapado empuja las ventanas, moja la calle y la terraza, regando mis prímulas y mis violetas. Mis flores parece que están llorando…  Hacía mucho que no llovía, hace mucho que yo no lloro: desde que ella se fue para siempre. Me di cuenta de mi incapacidad de desbloquearme justo el día del entierro: veía lágrimas en los ojos de mis hijos, de sus hermanos, de nuestros amigos… pero yo no lloraba. Puede que estuviera frío en apariencia, pero estaba destrozado en mi alma.

La lluvia, hoy, es el cielo que está llorando, y me hace esperar: dicen que el agua lo limpia todo, que nos purifica de la suciedad del sufrimiento y nos blanquea como almas inocentes. 

Me recuerda cuando, hace una vida, salimos a pasear juntos por primera vez ella y yo: empezó a llover, pero ella no quiso que yo abriera el paraguas. Empezamos a correr tomados de la mano, como bailando en el agua que había remojado la calle, escuchando la música de la lluvia que nos mojó el pelo y la ropa y que a ella le disolvió el maquillaje…  Estaba estupenda, más guapa que nunca, innovada por el agua que le da vida al mundo. En cambio, yo parecía desconcertado, con mi paraguas cerrado en la mano, mojado hasta la ropa íntima, temeroso de coger un resfriado y preocupado por lo que me podrían decir mis padres volviendo a casa así. Pero, enamorado para siempre.

El agua siempre fue suya, nunca mía.  

El lugar de las lágrimas es la lluvia, no soy yo.

Pero hoy creo que la lluvia me va a liberar. Salgo de casa sin paraguas, sin gorro, voy a pasear por parques y prados llenos de flores que parece que están llorando, mi cuerpo va a absorber el agua hasta mojar el alma… y por fin voy a llorar.

Silvia Zanetto

Los niños de la escritura

-¿Estás escribiendo? 

-No, en realidad no logro hacerlo: tendría que escribir algo sobre los niños, pero no me siento capaz… 

-¿Pero… a ti los niños te gustan, no?

-Me encantan… pero sabes que en mi vida nunca he logrado parir mis hijos. 

-Ya, lo siento: te he hecho una pregunta estúpida. 

-¿Te acuerdas, verdad? La primera vez ya estaba en el tercer mes de embarazo, y lamentablemente él y yo le habíamos contado a todos que iba a llegar el niño. ¡Cuántos sueños, cuántos proyectos!  Ya estábamos eligiendo la cuna y los muebles para la habitación del niño, y yo haciéndole suéteres…

La ginecóloga no quiso hacerme pagar la visita para darme la mala noticia. En cambio, cuando llegué corriendo al hospital, la enfermera me preguntó si era yo la señora de la que la doctora le había hablado por teléfono, la que tenía que hacer la curación uterina por el aborto espontáneo.  Y me lo preguntó sonriendo, como si fuera algo normal.

-No pienses en eso, querida, ¡sólo te vas a poner más triste!

-No, escúchame. La segunda vez, ya tenía casi cuarenta años, acababa de darme cuenta de que estaba embarazada desde un par de días, cuando de repente ese niño también desapareció para siempre. Otra vez fui al hospital, y mi segundo y último niño se fue…

-Ven aquí, querida, que te abrazo… Y acuérdate de que todas tus amigas te queremos, ¡no sólo yo!

– Ya… ¿Y sabes qué?  Algunas de nuestras amigas en estos últimos años se están convirtiendo en abuelas, y es verdad que a veces se quejan, se sienten cansadas y dicen que tienen que renunciar a sus cosas, pero los nietos son sus tesoros, su nueva vida casi, mientras que yo nunca los tendré. ¡Ni siquiera me acuerdo de cuándo fue la última vez que cogí un bebé en mis brazos! 

-Es verdad, pero trabajaste durante muchos años en la escuela de niños, pudiste cuidarlos, darles cariño, hacer esfuerzos por ellos. Les has dado muchísima energía y has dedicado tus capacidades para las nuevas generaciones, recuerdo que eso fue un consuelo para ti… 

-Ya, pero era un trabajo. Simplemente un trabajo.

-No digas eso: era mucho más… Y además tú escribiste cuentos y libros para ellos, donde los personajes son niños.  Y los creaste tú, o sea que de alguna manera son tus niños, tú eres la madre de los personajes que viven en tus historias, que muchos chicos han conocido a través de tus libros. La escritura puede darnos lo que la vida no nos ha dado, puede mantener vivo algo que la vida nos ha quitado. Es más: ¿Sabes lo qué te digo? Que no es verdad que tú no tienes hijos: los tuyos son los niños de la escritura.

Silvia Zanetto