Cenicienta en Paris

Un bar aux folies bergères de Edouard Malet

Son apenas las once y ya me siento cansadísima. Me duelen los pies. El traje es demasiado estrecho no puedo ni respirar. Me gusta este traje aún no sea mío. Me lo presta el director, forma parte de mi disfraz. Al amanecer como cenicienta me voy a mi cuarto llevando mi deprimente traje gris y mi abrigo de pelo artificial.  ¡Aquí viene Mr. Cochon! Un día de estos le contestaré que si… que me voy con él. Es viejo, bastante viejo, pero es ricachón. Cada noche me dije que me quiera y que me compraría un apartamentito y que nunca más tendría que trabajar. A mí me da asco trabajar en este lugar. Detesto estos ricos siempre tan falsamente contentos.

Puede ser que es un poco como hacerse de puta pero por el amor habrá tiempo, después de todo tengo sólo 17 anos.

Iris Menegoz

Profesional

En Brasil el Fotógrafo Sebastiao Salgado y su mujer han replantado 600 hectáreas de foresta tropical

Dijo el viejo Seneca: 

— ¡Espera en el futuro sólo quién no sabe vivir el presente!

A estas alturas de mi vida, mi actitud frente el futuro es muy distante.

Nunca fui una ferviente partidaria del futuro, ni siquiera cuando era joven. Pronto comprendí que esperar en el futuro era caer en una trampa. El futuro es mentiroso, te engaña, te toma el pelo. Demasiadas veces mi futuro ha cambiado en un día. No puedo confiar en él.

Hoy es mi futuro.

Esta noche es mi futuro.

Aún así, hablar de futuro en estos días pendientes y turbios, me parece arriesgado, como si jugáramos a la «Ruleta Rusa».

Iris Menegoz

Una fabula verdadera

Soir Bleu de Edward Hopper, 1914

Cuando Elsa lo parió, pronto se dio cuenta que el cachorro era raro. En toda su larga vida nunca había visto un cachorro de gorila enteramente blanco.

Mientras lo acunaba susurrando una vieja nana, mirando su carita rosada y su pelo tan suave dijo. 

—¡Que hermoso eres mi amor! Nadie en el mundo se parece a ti. ¡Tú eres único! -. El sonido de sus palabras le produjeron un raro escalofrío.

¡Ya! Tú eres diferente. Demasiado diferente de todos los de tu raza. La manada nunca te aceptará. Tenemos que huir de aquí lo más lejos posible.

Aprestándolo a su corazón se puso a correr volando de árbol en árbol hasta que alcanzaron al borde extremo de la selva. Muy lejos de la manada, pero demasiado cerca de la cabaña de Zomu. Un viejo cazador sin escrúpulos que robaba y vendía animales selváticos a los zoológicos.

Elsa y Luna (así lo llamó) vivían felices. Elsa tenía abundante leche y Luna crecía gordito y alegre. Pasaron algunos meses. Luna como todos los chicos de su edad se volvían más vivaz y juguetón.

Zomu, que siempre iba explorando la zona cerca de su cabaña, se dio cuenta de aquella energía. Les sorprendió abrazados bajo un viejo árbol. Mató a Elsa. Tomó a Luna. Lo vendió a un tipo, que lo vendió a otro tipo, que lo vendió al zoológico de Barcelona.

Luna se convirtió en copito de nieve. Fue la estrella del zoológico de Barcelona. Se hizo muy viejo.

Detrás de las rejas de su jaula, copito de nieve, a pesar de su gran notoriedad, siempre fue un gorila triste. Quizás nunca pudo olvidar los abrazos de Elsa, su olor, la tibia dulzura de su leche, el perfume y la música de la selva.

Iris Menegoz

Felicidad mínima

Al atardecer de un domingo de inicio verano, regresaba cantando para mÍ misma un viejo estribillo de una canción que decía «de vez en cuando la vida te besa en la boca…» (¡Qué gusto da la felicidad cuando te agarra así, sin motivo!)».

Llegué frente a mi portal de vidrio y metal junto con la señora Benetti, una señora mayor gruñona y chismosa que vive en el tercer piso. Dimos tres pasos y me paré. Sentí como un puñetazo en el estómago y, con un nudo en la garganta, le pregunté.

“¿Está viendo lo que veo yo?»  Ella me respondió que sí.

A esta altura del cuento necesito describir cómo se desarrolla la entrada de mi edificio. Desde el portón hacia el ascensor hay un pasillo de aproximadamente veinte metros subdivididos de la siguiente manera: diez metros de pasillo, cinco peldaños, a la izquierda la portería y otros diez metros más allá el ascensor.

Hicimos los cinco peldaños y, cerca de la puerta de la portería (un hueco donde vive la chica rumana que se ocupa de la portería y la limpieza), vimos un excremento enorme.

“¡La culpa es de los malcriados que tienen perros!» dijo de pronto la señora Benetti.

«No» le respondí yo. «Aquí nadie tiene perros que puedan hacer cosas de este tamaño. Estos no son excrementos de animales. Esta es mierda, mierda humana».

Durante el trayecto en ascensor la señora Benetti siguió hablando mal de todos los extranjeros. ”¡Perezosos, animales sin vergüenza!”.

Yo no la escuchaba. Pensaba en la pobre chica que tenía que limpiar aquella falta, aquel desprecio, aquel ultraje. La señora Benetti bajó al tercero piso y yo seguí a mi casa, al sexto piso.

Abrí mi puerta, pero en seguida la cerré. Advertía que tenia que hacer algo para ayudar la chica rumana a borrar aquel insulto del cual no tenía ninguna culpa.

Con mi móvil llame a Elena (este es su nombre). Me abrió de pronto. Le mostré lo que había a un metro de su puerta. «Trata de encontrar una paleta y una escoba». Le dije con voz segura. «Te ayudo a limpiar este asco».

Me entregó una paleta y una vieja escoba, pero cuando se acercó aquel material tan enorme y maloliente se fue corriendo al baño de la portería y empezó a vomitar.

“No, Dios mío, no por favor, ¡Elena!”. Le grité yo.

La paleta era pequeña, la escoba pelada. ¡No era fácil trabajar con esa herramienta! Yo intentaba no mirar lo que estaba haciendo. Estaba muy concentrada en un solo pensamiento. «Estas haciendo la cosa justa». Entretanto oía las arcadas de Elena.

“¡Elena por favor deja eso!». Le grité otra vez. «Busca la llave para ir al bajo donde están los cubos de la basura»

Elena me precedía a lo largo de la escalera que llegaba al bajo. Intentando no caerme con mi inconcebible fardo, recuerdo que pensé “¿En qué basura se echa este material?»

Acompañada por la música de las arcadas de Elena, nos dirigimos a una especie de baño del sótano. Un agujero oscuro y maloliente con un lavabo lleno de agua gris donde flotaban cosas indefinibles. Para bien o para mal logré limpiar un poco la paleta y la escoba y regresamos a la portería.

Elena me abrazó llorando y, dándome las gracias, me dijo «Nadie habría hecho esto por mí”. Y yo, que notoriamente tengo un corazón duro y no me dejo impresionar fácilmente, le dije «Ni hablar, chica, vete a dormir.  Necesito beber algo fuerte».

Regresé a mi cuarto. Destapé una botella de vino blanco helado y mientras lo bebía me di cuenta de que me sentía bien. Al fin y al cabo había hecho algo que se acercaba a los principios en los que creía.

Que la vida podía ser una mierda ya lo sabía. Pero nunca habría imaginado que limpiar una mierda podía hacerte tan feliz.

Iris Menegoz

Carta a una desconocida

Henri Lebasque – Mujer en vestido blanco

Querida Claudine, (este nombre imaginario te queda perfecto)

¡Qué hermosa estás en la pintura!

¡Qué bonito tu vestido de seda blanco!

¡Tu sombrerito y tus zapatos me encantan!

Te imagino sentada frente a tu casa en Provenza. Puedo husmear el perfume de las flores del jardín que te rodea, mezclado con un lejano olor a mar.

Tu carita somnolienta bajo la luz amarilla me hace pensar que estás un poco aburrida a pesar de la presencia rara e inquietante del pajarito.

Aquí, en Milán, el escenario es muy diferente. Estamos viviendo un tipo de pesadilla. Escuelas, cines, teatros, museos, cerrados. Supermercados asaltados con estantes sin mercancías. Un virus, que es un bicho, pero más pequeño y muy malo, está saqueando nuestro bienestar.

Perdona, pero por eso cuando miro tu figura sumergida en esa luz tibia y amarilla un poco me pongo de los nervios. Lo siento, sé que no es culpa tuya, pero mejor será que nos contactemos cuando estos días surrealistas se acaben.

Te mando un beso virtual, los únicos que nos permiten.

Iris.

P.S. Lo de el pajarito inquietante te lo aclaro la próxima vez. Tiene algo que ver con algunas tesis del señor Freud.

Iris Menegoz

Jueves gordo

En los años cincuenta, en Milán existía, no sé si aún existe, un día de carnaval especialmente dedicado a los niños. Se llamaba «Giovedì grasso». El aviso de la inminente llegada del carnaval se ponía en el escaparate de «All’Onestà». Yo, niña de seis/siete años que vivía cerca de esa mágica tienda, pasaba horas mirando encantada la muñeca disfrazada de… princesa… reina… hada. Soñaba con aquel vestido largo, hinchado, azul con encajes blancos, pero sobre todo quería la peluca de bucles rubios que encima tenía una coronita de diamantes resplandecientes. Desde los cinco hasta los diez años, viví un momento de «gran fealdad». Potenciaba mi autoestima negativa mi querida madre, que en paz descanse. Me cortaba el pelo casi como un varón y, por fuera poco, en el centro de la cabeza me ponía una horrorosa horquilla donde clavaba una espantosa cinta blanca. ¡Fueron años en que mi amor propio alcanzó el nivel más bajo! Cuando llegaba el carnaval yo, con mi gran maripos anémica encima de la cabeza, frente aquel escaparate, soñaba con convertirme, aunque solo fuera por un día, en aquella preciosa princesa rubia. Llegaba el «jueves gordo». En la esquina de la gran vía de Corso Buenos Aires, yo miraba a los niños que paseaban lanzando papelitos picados. Regresaba a casa con un nudo en la garganta. Nunca lloré frente a mis padres. ¡Aquellos fueron años realmente duros!.

Iris Menegoz

Desamor silvestre

En un rincón de la selva africana, en la cima de un árbol rodeado por lianas, una pareja de chimpancés está sentada, uno junto a la otra.

El varón mira a la hembra con ojos fascinados y le habla al oído.

— ¡Hermosa, déjame acariciar tu cabellera color ocaso! Quiero ahogarme entre tus tetas peludas suaves come terciopelo. Daría mi vida entera para perderme en la selva oscura de los rizos negros de tu pubis.

— ¡Para… para… para… George! — corta la hembra balanceándose sobre una liana — Ya te lo dije, mi nombre es Cheeta, mi corazón pertenece únicamente a Tarzán. ¡Es el dueño de mi vida! Esta es mi historia y no la puedo cambiar.

— ¡Pero no tiene ni siquiera un pelo! — contesta George.

— ¡Nadie es perfecto! — repite Cheeta sonriendo.

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Iris Menegoz

Igual

Cuando, después de sesenta años alrededor del mundo, G.D. regresó a su pueblo, era un hombre viejo y adinerado. Hablaba cinco idiomas y se había acostado con miles de mujeres sin besar a ninguna de ellas. O así decía.

Cuando la tía Katina lo vio caminando hacia el altar de la iglesia casi le dio un ataque.

¡Igual… igualito… a su padre! —pensó -. La tía Katina se acordaba bien de don Augusto. En los treinta fue podestà del pueblo. Un fascista insolente, arrogante y delator. Murió hace diez años con mala conciencia. O así lo esperaba la tía Katina.

G.D. era un niño cuando estalló la guerra. Nació tras tres hermanitas. Don Augusto lo crio con orgullo. Lo educó para ser un «hombre verdadero» y para tratar a las mujeres siempre con menosprecio. Gloria, la primera novia de G.D., después de su partida, siguió llorando a mares esperando una carta que nunca llegó. Murió soltera. Dicen que era un poco loca.

El pueblo que G.D. encontró a su regreso no tenía nada que ver con el que había dejado años atrás. La pobreza se había ido. La gente vivía muy bien. Sus amigos estaban muertos o enfermos y seniles. G.D. tenía un montón de dinero y un montón de aventuras que contar, pero nadie a quien contarlas. Porque a la gente, su dinero y cómo lo había ganado, le daba igual.

Iris Menegoz

Ocaso urbano

El día se iba hacia el atardecer. 
El cielo, renombrado por su gris, se dejaba pintar de un inesperado rojo carmín. En la casa reinaba un silencio relajante.
Ana, para gozar de aquellos últimos rayos de sol, y para descansar un poco, se sentó en la silla de mimbre en un rincón del pequeño balcón. El aire era dulce. El sol había cruzado el puente e iba poco a poco desapareciendo detrás de los últimos edificios.
Impresa en su mente tenía la imagen de un puente… sí de un puente, pero de un puente de madera… y una cara… sí una cara de un fotógrafo guapo y encantador.
¿Cuántas veces vio aquella película?
Lo suficiente como para aprenderse de memoria casi todos los diálogos y cada vez se dejaba conmover por aquel amor tan profundo, tan único, concentrado en cuatro días. Al final de la película se hacía siempre la misma pregunta.
¿Que hubiera hecho yo si hubiera estado en los zapatos de la mujer de la película?
La respuesta era siempre la misma. Habría optado por su familia, pero le habría gustado muchísimo vivir aquellos cuatro días y guardar el secreto durante toda la vida.
—¡Vieja loca romántica! —dijo Ana en voz baja! —A nadie nunca se le ocurrió hacer fotos a este triste "Ponte della Ghisolfa!.
Sonriendo cerró la puerta del balcón y empezó a poner la mesa.

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Iris Menegoz

La rosa de Giuseppe

Hace tres años, era el mes de mayo, encontré a Giuseppe durante una estancia de dos días en una finca afuera de la ciudad, convertida en un confortable hotel. Practicábamos taichí y danza terapia, todo el día en absoluto silencio.

Giuseppe llamó mi atención. Era alto, delgado, cutis moreno, mandíbula fuerte, labios carnosos, nariz perfecta, ojos profundos y mirada que te mata. Su pelo negro y espeso cruzado por hilos plateados, estaba recogido en una pequeña cola. Aprendimos a conocernos durante la comida y en la fiesta de la última noche de la estancia. Su voz era profunda, como si hablar le costara. Tenía un buen sentido del humor y reía con gran gusto.

Si «el amor empieza cuando no se espera nada a cambio» yo me enamoré al instante.

Nos encontramos después de las clases de taichí en el parque y asistimos a diferentes manifestaciones.

«No importa la cantidad del tiempo que pasamos con un amigo sino la calidad del tiempo que vivimos con él«.

Una noche de otoño, durante una cena, mi maestro de taichí, con voz llorosa me confió que desde hacía tres años, Giuseppe luchaba contra un cáncer en el cerebro. Falleció en el mes de noviembre. Tenía cuarenta años.

«Cuando el misterio es demasiado impresionante, es imposible desobedecer«.

Algunos días después de su muerte, nosotros, los compañeros de taichí y el maestro, nos encontramos en el parque. Sujetamos nuestras manos y pensamos en él, leímos poemas, hablamos del destino, de la amistad y, bajo un enorme árbol, plantamos un pequeño rosal. Durante todo el ano la cuidamos con cariño y en mayo floreció la primera y única rosa amarilla.

«Fue el tiempo que pasaste con tu rosa que la hizo tan importante«

Un día de invierno, pasando por el parque, vi que el enorme árbol que protegía nuestra rosa había sido talado y con él nuestra plantita.

Si es verdad que «Renunciar a todos tus sueños porque uno de ellos no se realizó» decidí que en primavera plantaría otra rosa.

En primavera fui al parque para decidir donde plantar la futura rosa. Acercándome al sitio donde estaba el árbol, la vi. ¡Rodeada y casi sepulta por trozos de raíces, nuestra pequeña planta había decidido combatir y renacer!

«No era más que una rosa semejante a cien mil otras. Pero la hice mi amiga y ahora es la única en el mundo«.

Nota: Las frases en cursivo pertenecen al Pequeño Príncipe de Antoine de Saint-Exupéry

Iris Menegoz

La calle de los santos equivocados

Confieso que, en el inmenso mundo del arte, desde siempre fui partidaria de las «Anunciaciones». Especialmente de la figura de la Virgen. Siempre joven, sorprendida, asustada, obediente, pero nunca feliz. Como si supiera que aquel anuncio le iba a traer, antes o después, un sufrimiento.

Cuando vi por primera vez la «Annunciazione» de Lorenzo Lotto (1527), me pareció un poco rara. La pintura tenía una atmósfera anómala, misteriosa. Como si la historia que nos han contado desde hace siglos se estuviera desarrollando de manera diferente.
Antes de empezar esta historia, considero imprescindible ilustrar la escena donde se desarrolla.
Un cuarto oscuro, sencillo, un reclinatorio y un taburete de madera, una ménsula con algunos libros y una vela. Se vislumbra una cama entrecubierta por un baldaquín. El cuarto es muy largo y la puerta abierta termina en un arco desde donde se observa un jardín y un cielo azul y rosa. En primer plano, una joven preciosa con un traje estupendo rojo carmín y una bufanda azul de seda que le tapa en parte la cabeza y los hombros. A la izquierda, el Arcángel Gabriel con la melena rubia, un traje de seda azul, la piel blanca, los ojos grandes y un lirio blanco en la mano. En resumidas cuentas, un Arcángel precioso, un poco gordito, pero precioso. La única particularidad que lo distinguía de los clásicos Arcángeles eran las alas. En lugar de las comunes plumas suaves de miles de colores, tenía dos «cosas» grises y oblongas, más propias de un insecto raro que de un Arcángel de ese nivel.
—¡Que susto, hombre! —gritó la joven volviéndose con un sobresalto del reclinatorio donde estaba rezando.
En el mismo momento, también Micifuz, el tranquilo gordo gato de casa, se puso a correr con el pelo erizado, asustado por aquella presencia inesperada y un poco inquietante.
—Soy un ángel, o más bien un Arcángel, el Arcángel Gabriel —respondió él.
¡Ave, María Virgen! (ave es como decir hola, pero un poco más antiguo). Estoy aquí para anunciarte que tendrás un hijo.
—¿Otro? —dijo ella con voz asustada. — Para empezar, no me llamo María si no Raquel; segundo, no soy virgen porque tengo un marido, y por último, tengo tres hijos, tres varones terribles y ni hablar de engendrar otro. En mi modesta opinión, señor Arcángel Gabriel, usted se está equivocando.
—¡Dios personalmente me ha enviado aquí a Nazaret! —insistió él. — ¿Estamos en Nazaret verdad?
—Sí, señor Gabriel, —respondió Raquel.
—¿Esta es la Calle de los Santos Equivocados?
—¡Sí señor Gabriel! —asintió ella.
—¿Estamos en el número 12? —preguntó él con voz un poco temblorosa.
—Me temo que no, señor Gabriel. Este es el número 21. Pero conozco una joven que se llama María, mujer del carpintero que vive en el numero 12 —anunció Raquel un poco divertida.
De repente, encima del gran arco de la puerta, detrás de una nube blanca como la nata, se asomó la imponente figura de un viejo vestido de rojo carmín, con larga barba y melena de plata. Con un brazo tendido y amenazador emitió un grito tremendo como un trueno.
—¡GABRIEL! ¿qué diablos estás haciendo? ¡Pide perdón a la señora Raquel y concluye tu misión! Te estás volviendo viejo. Ya sabía yo que no tenía que confiar en ti. La próxima vez se lo pido a Miguel que es más joven y un poco más espabilado.
¡Los Arcángeles de hoy en día no son como los de antes!


Iris Menegoz

Dos Microrrelatos de Iris Menegoz

FIESTA

Cuando hacemos el amor tu tienes los ojos cerrados.
Tu boca apretada como cicatriz de una vieja herida
revela el hilo de tu aliento caliente.
Sólo tus manos grandes de arena seca reconocen a mi cuerpo.
¡Mírame por Dios! Mírame mi amor y será una fiesta.

OTRA MITAD

Ser dos.
Morir dos veces.
Sentir el dolor al cuadrado.
Ser dos. Y de repente ser uno.
Acostumbrarse a cerrar los ojos cuando en el espejo roto aparece un fragmento de tu cara.
Ser uno.
Fuimos dos.
Establecer contigo una paz inmensa, definitiva como la muerte.
Ser uno.
Una sombra pequeña en el espacio onírico de un sueño.


Iris Menegoz

Latín

Milan, 1955. Quinto y último año de escuela primaria.
Para terminar la escuela obligatoria tenía que elegir entre dos trienios. La "escuela Commerciale " y la "escuela Media". La primera dirigía hacia un trabajo, la segunda hacia la continuación de los estudios.  
Yo sabía, por ciencia cierta, cuál era mi destino.
En la escuela “Commerciale" habría aprendido estenografía, dactilografía, contabilidad y un poco de francés. Herramientas básicas, que me habrían abierto las puertas a un modesto mundo de trabajo.
Nunca pensé seguir estudiando. Trabajar para ayudar a mi familia era un orgullo, no una pena.
En la “Media” estudiaban el idioma de los latinos, de los Romanos, el “Latín”. Una lengua mágica, secreta, inútil que despertaba en mí una rara atracción. Me preguntaba.
¿Por qué aprender una lengua que teóricamente no sirve para nada?
Pensé que sin duda ello ocultaba una clase de extravagante privilegio que solo unos pocos afortunados podían disfrutar.
¡A mí diez años, por primera vez, me di cuenta que el mundo tenía dos caras!
Iris Menegoz

Nueva

Nos besamos en la estación, rodeados por una muchedumbre invisible.
Con el agua bendita de tu saliva me bautizaste. 
Yo era nueva. 
Nueva como la luna negra.
Nueva como un asombro. 
Nueva como una nena la noche de Reyes.
Lloré cuando el tren, indecente babosa roja, se alejó dejando detrás su baba de plata

Iris Menegoz

Hasta mañana

Un sabio dijo que la verdadera libertad consiste en desembarazarse de los deseos.

Marta durante años intentó con tenacidad atenerse aquellas sensatas palabras.

Vivía una vida serena. Disfrutando de lo que llegaba día tras día. Rehuyendo la inevitable tentación de cultivar sueños y deseos.

Pero, cuando ya no esperaba nada, llegó Gabriel.

Inevitablemente, casi sin darse cuenta, reafloraron los sueños y los deseos que había ocultado en un rincón de su alma.

La historia no fue muy larga, más bien, duró como decía Joaquín «como dos cubos de hielo en un whisky on the rocks» pero fue intensa y romántica.

Antes de dormir, Gabriel la llamaba y le deseaba las buenas noches diciéndole «Hasta Mañana».

Gradualmente las llamadas se fueron volviendo infrecuentes y al final se acabaron.

Lentamente la vida de Marta volvió a su costumbre. Pero la historia con Gabriel le dejó una huella indeleble, un deseo que antes no conocía. El deseo de oír cada noche las dos mágicas palabras «Hasta Mañana”.

Iris Menegoz

Caminito

Los sueños del amanecer son los que se recuerdan más fácilmente.

Angela se despertó. Echó un vistazo al reloj luminoso. Eran las siete. Una luz lechosa filtraba través de las cortinas. Cerró los ojos intentando retomar el sueño que se había desvanecido poco antes.

Revisó la nena que iba paseando por el caminito detrás de su vieja casa en el pueblo. Una figurita delgada de pelo negro y corto con una gran cinta blanca en mitad de la cabeza.

De pronto Angela se acordó de aquella horrible cinta blanca que su madre, intentando volverla preciosa, le ponía y que ella odiaba.

A lo largo de las orillas del caminito las flores yacían detrás de una sutil capa de nieve.

La niña se volvió y con voz sumisa, como cuando se cuenta un secreto dijo:

—!No les creas, no están muertos, fingen, ellos saben que es primavera!

Angela se levantó. Se acercó a la ventana. Una lluvia fina mojaba la calle desierta.

— ¿Primavera? —pensó Angela —!Ojalá que las flores tuvieran razón!

Iris Menegoz

Silvio

Llovía a cántaros aquella mañana de abril de 1954.
Silvio, aún no tenía quince años, cuando dejó su casa de camino a la estación de tren, a 1 kilómetro.
Alto, delgado, rubio, con ojos azules, inconscientemente guapo. Una mirada severa y grave ocultaba su cara adolescente.


Era su primer viaje, sus primeros pantalones largos. En su maleta de cartón, entre sus pocas cosas, dos chaquetas de algodón blanco, su uniforme de camarero.
A lo largo de la calle se acercaban hombres del pueblo que tomaban desde hacía años aquel tren hacia Venecia. Se marchaban en abril y volvían en octubre al acabar la temporada de los hoteles de lujo. Charlaban, chismeaban, difundiendo en el aire el olor de tabaco fuerte y del primer café con aguardiente. De manera afable, tomaron el pelo a Silvio, en parte para animarlo, en parte para hacer que se sintiera como uno de ellos.
En el tren había quien jugaba a las cartas, quien hablaba de la familia y de los campos dejados en el pueblo.
Silvio cerró los ojos fingiendo dormir. No tenía ganas de hablar. Había dejado su casa sin gran emoción, enredado por el ansia de encarar su primer desafío con la vida. Desde que un cáncer, dos años atrás le había robado a su madre, en su corazón no había sitio para otro dolor.
-!Duerme! -dijo el hombre sentado en frente de Silvio- !Qué suerte! No tiene miedo, no sabe lo que lo espera. ¡Dejémoslo dormir! Efectivamente, Silvio no sabía nada de lo que la vida le guardaba. Cuántos continentes, cuántas naciones, cuántas lenguas diferentes. Sobre todo, no podía imaginar que habría vuelto a aquel pueblito del Noreste sólo sesenta años después.


Relato breve, ganador del concurso literario del Día del libro  2019 (segundo premio) organizado por el Instituto Cervantes de Milán


Iris Menegoz

Carta a las buenas personas

¡Queridos ricos de la tierra!

¡Qué alegría me ha provocado vuestra competición!

¡Vuestra generosidad a corto plazo me ha emocionado muchísimo!

He pensado que si en el mundo, tan árido y egoísta, alguien quien tiene un corazón tan grande y altruista significa que aún hay esperanza.

No conozco vuestros negocios, ni donde se desarrollan vuestras actividades. Pero estoy convencida de que sabéis tratar con justicia a todos vuestros trabajadores y que vuestras ganancias no tienen relación con ningún tipo de explotación, ni ambiental, ni de la tierra, ni tampoco de seres humanos de los rincones más pobres de este planeta.

Pido perdón por mis palabras un poco desconfiadas, soy sólo una vieja iglesia. Para los ateos soy un estupendo monumento gótico, para los que creen, soy algo más, soy la casa de Dios. ¡Me apenaría descubrir que todo este montón de dinero apestase!

Otra vez os agradezco todo lo que hicisteis y por todo lo que haréis.

                                                            Notre-Dame de Paris 

                                                                      (una vieja iglesia en un enorme lío)


Iris Menegoz

Preguntas

¿Que pasó a los hombres cuando salieron del vientre de una mujer?

Se deslizaron entre el agua y la placenta y, oyendo el último grito de la madre, se hicieron sordos a las penas de las mujeres.

¿Y yo?

Yo desaparecí de tu vida sin dejar huella como el agua enjabonada fluye sobre las piedras de un suelo sucio.

¿Y tú?

Tú me olvidaste come se olvida una vieja bufanda en el asiento de un taxi.

¿Qué me queda?

Tu mirada azul indigo. Un cuchillo de hielo que mata mi olvido.

Iris Menegoz