
Hay días en los que uno se siente menos que nada. Aseguran, los que han padecido esa sensación, que aun brillando el sol es como si todo estuviera nublado. Gris. Por dentro y por fuera. Son esos momentos de desánimo en los que la pregunta es ¿Para qué intentarlo? Momentos en los que estamos a un tris de tirar la toalla.
Ese era el estado anímico en el que me encontraba aquel día. Habían pasado ya seis largos meses después de que hubiese recibido la fatal noticia. No voy a decir que estuviera recuperado del impacto que la misma me había causado, pero lo intentaba. En mi mente seguía grabada aquella recomendación: «Viva», con la que mi médico me había querido aleccionar en su momento. Desde entonces, las agujas de mi reloj habían avanzado de un modo diametralmente opuesto a las del resto del mundo. El orden de las cosas importantes había variado. Durante todos aquellos meses me había dedicado a poner en orden mis asuntos: formalizar el testamento ante notario, visitar a familiares alejados y amigos casi perdidos… También quise echar un último vistazo a la entrañable escuela de La Salle donde había iniciado mis estudios. Finalmente, recordando un casi olvidado sueño de juventud, decidí que tan sólo me quedaba una cosa por hacer: conocer la ciudad de Oran. No sabía el porqué de aquella fijación, pero decidí que ya era hora de cumplir el viejo deseo.
El viaje en avión hasta el aeropuerto de Es Senia, fue de menos de dos horas y, pese al destartalado taxi que me tocó en suerte, fue relativamente cómodo el trayecto de siete kilómetros que me separaban de mi destino. Me alojé en el Khalid, un discreto hotel situado entre la montaña y el antiguo puerto, justo en medio del laberinto de callejuelas que constituyen el encantador barrio de Sidi El Houari, corazón y símbolo de Orán.
Cuando desperté, después de una breve siesta, el atardecer comenzaba a cubrir con un tenue velo dorado las colinas y la brisa del mar a mitigar el cálido aire proveniente del desierto, tan cercano. Eran las últimas horas de la tarde y las calles comenzaban a estar muy transitadas.
Como si quisiera huir de mí, o más bien de mis demonios, decidí perderme entre la multitud para deambular sin rumbo con el ánimo explorador de cualquier turista, admirando construcciones tan notables como el antiguo instituto Saint-Louis o la mezquita de Hassan Basha.
Así, entretenidos mis ojos con la novedad y la mente con sus pensamientos, no fue hasta luego de un rato que comencé a sentir sed. No parecía haber ningún café a la vista y para mi desgracia, la gran mayoría de grifos públicos de aquella ciudad no suministraban más que salmuera. El remedio a mi necesidad lo constituyó un anciano aguador que para mi suerte pasaba en ese momento por la calle. Portaba a sus espaldas un cántaro lleno de agua y cada dos por tres se paraba haciendo repiquetear unas campanillas a la vez que ofrecía a todo aquel que lo demandara el preciado líquido.
Acepté agradecido una taza y mientras me deleitaba con su frescor no pude evitar dejarme embriagar por su plática amena a la vez que sencilla. Me habló de todas esas personas que como yo se habían olvidado de lo fundamental. De los que perseguimos la propia felicidad como un fin en sí y al dinero como máximo símbolo del poder, sin advertir que en ocasiones es un simple sorbo de agua fresca el que marca la frontera entre lo trivial y lo verdaderamente importante.
Cuando volví a la realidad estaba ya entrada la noche y el aguador había desaparecido. Sentí que el peso de la zozobra se había diluido y que ahora era una profunda paz lo que se había instalado en mi corazón. Enjuagué y coloqué la preciosa tacita de cobre junto a las otras que ya colgaban de mi pechera. Volví a afianzar a mis espaldas el recipiente con agua y me dispuse a continuar el camino que ya otros muchos antes que yo habían recorrido.
Cuenta la leyenda que por las calles del Orán anda un aguador que no reparte tan solo agua sino también sosiego.
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