El Árbol


Blanca Quesada

El Árbol de la Vida

Era una mañana de verano luminosa y caliente cuando Lucía se fue a su clase de yoga. Decidió ponerse su camiseta favorita, recién comprada, aquella que tenía estampado el Árbol de la Vida, con sus raíces profundas y sus ramas extendiéndose hacia el cielo.

Lucía se ajustó la camiseta nueva con el Árbol de la Vida estampado. Las ramas doradas brillaban bajo el sol de la mañana, y por un momento se sintió como una auténtica yogui espiritual. «Hoy fluiré como las hojas al viento», pensó mientras salía de casa.  

La realidad, sin embargo, tuvo otros planes. 

En la clase, apenas comenzó el saludo al sol, notó que la tela —tan «ecológica y transpirable» según la etiqueta— se le pegaba a la espalda como una segunda piel sudorosa. Pranav, el profesor, pasó a su lado y comentó con una sonrisa:  

—Qué camiseta tan significativa, Lucía. El Árbol de la Vida representa la conexión con lo divino.  

—Sí, claro —respondió ella, tratando de sonar zen mientras luchaba por no ahogarse en su propio escote.  

Al llegar a la postura del árbol, la ironía fue innegable. Mientras el estampado de su torso proclamaba armonía y equilibrio, Lucía se balanceaba como un junco en tormenta. A su lado, una señora con más de 70 años se mantenía firme como un roble, lanzándole miradas de lástima.  

—Enraízate… siente la tierra —murmuró Pranav.  

Lucía cerró los ojos e intentó visualizar sus raíces, pero solo logró recordar que estaba sudando como nunca y que tenía sed, calor y no sé qué.  

Para el Shavasana final, al menos, pudo relajarse. Tumbada boca arriba, con el dibujo del árbol ahora torcido por sus movimientos, comprendió que quizás la espiritualidad no estaba en la ropa, sino en reírse de uno mismo.  

Al salir, se detuvo frente a un espejo del gimnasio. La camiseta estaba arrugada, manchada de sudor y con una rama del árbol irremediablemente estirada. «Perfecto», sonrió. Después de todo, hasta los árboles más sabios tienen ramas torcidas.  

Namasté.


Graziella Boffini

El Árbol

Cuando Cecilia llegó al parque con sus nietos notó enseguida que en vez de su árbol había un seto de flores de varios tipo y colores. Un hombre que trabajaba como jardinero le explicó que las raíces del árbol habían sido destruidas por los parásitos de la madera y el árbol era peligroso, porque podía caerse y hacer un desastre si había alguien debajo. Pero Cecilia amaba a ese árbol, que habían plantado cuando ella había nacido y después, habían crecido juntos, ella había ido a jugar bajo su sombra durante su niñez, durante su adolescencia había ido con sus amigas a pasear y a contarse las primeras historias de amor, debajo él, Luis su marido, le había pedido que se casaran y debajo de él, ella le había dicho que estaba embarazada de sus hijos. El árbol había sido el testigo de todos sus momentos importantes y ahora se había ido, pero tenía razón su nieto, el seto era muy hermoso, con tantas flores y colores y la vida continuaba.

Gloria Rolfo

El Árbol

En la corteza áspera de tu barba, mi rostro se escondía feliz.
En las ramas de tus grandes manos mis pechos y mi vientre
temblaban sorprendidos.
Una mañana de primavera mientras las violetas empezaban a
nacer, te perdí.
Desde entonces, sigo buscándote.
Tu, único árbol de la vida.


Iris Menegoz

El Árbol

Lo recuerdo frondoso, agreste, impenetrable. Una hiedra se enroscaba en su tronco como el implemento de una mujer coqueta. Fue el álamo de mi infancia, el compañero tras el que me escondía jugando al lobo con las compañeras de colegio, el cobijo en los días de lluvia o de sol justiciero, el testigo de nuestras correrías por el jardín persiguiendo a César y a Gatusmisfiu. Fue el apoyo para mi cabeza cuando Javier me besó aquella primera vez. Es el árbol que se ve en las fotos de boda de mi hermana Marina y bajo cuya sombra celebramos y lloramos también. No solo nos observaba desde la altura de su follaje, creo que se hacía uno con la familia y respiraba nuestras tragedias y alegrías… Mamá terminó podándolo. Se enfermó y no pudimos salvarlo.

¿O acaso era un plátano? ¿Importa lo que fue cuando ya no es? 


Sylvia Navone

El bosque de Manuela  

Manuela había nacido en Elba, una isla de ensueño entre las costas de Toscana y Córcega; un lugar maravilloso repleto de naturaleza. Durante su infancia había sufrido mucho el aislamiento y lo aburrido de vivir en una aldea que sólo se llenaba de turistas en verano. Las demás estaciones no había nada que hacer, excepto la rutina de siempre: clases en la escuela y por la tarde ayudar a la familia en la huerta.

Al terminar el colegio, decidió irse a Roma a estudiar Letras Modernas, ya que su sueño era ser periodista y le encantaba leer y, por supuesto, escribir. Estaba tan entusiasmada con su vida nueva en la capital. Todo aquello era tan diferente de su pequeño pueblo.

Según iba pasando el tiempo, las luces de Roma empezaron a perder brillo: lo que antes era energía vibrante, ahora era cansancio; lo que fue novedad, se volvió rutina. Las calles repletas, el tráfico incesante, la gente corriendo a todas partes.

Una tarde, en un banco frente al Tíber, mientras el río arrastraba hojas secas, Manuela entendió que echaba de menos algo que en Roma nunca iba a encontrar: el silencio del bosque detrás de su casa.

Recordó entonces un árbol en particular. Uno que crecía al borde del huerto, alto y nudoso, con ramas que se abrían como los brazos de un viejo sabio. De niña, solía sentarse bajo él con un cuaderno y escribir cualquier cosa que se le ocurriera: cartas que nunca enviaba, canciones inventadas, cuentos sobre criaturas que vivían entre sus raíces. A veces, creía que el árbol la escuchaba. Su corteza rugosa era un mapa de historias que aún no sabía leer. 

Desde ese momento, el recuerdo del árbol empezó a visitarla con frecuencia. Aparecía entre párrafos que no lograba terminar, en sueños donde el aire olía a hinojo y tierra húmeda. Incluso en la ciudad, entre el concreto y el humo, sentía que algo de ese árbol seguía dentro de ella. Y con cada día que pasaba, la idea de volver ya no era un retroceso, sino una forma de regreso. No al pasado, sino a una raíz que había olvidado cuidar. 

El sombrero de Carito

El mensaje del árbol

Era enorme el árbol. Lo abracé y sentí… No sé describir con palabras la emoción profunda que me embargó.

Con su inmensa calma el gigante parecía dormido.

Creo que él era el centro del bosque. Tal vez era él el centro del mundo…

Mis brazos alcanzaban apenas a abrazar una pequeña parte de su poderosa cintura.

Una emoción muy especial me embargó. No sabría describirla. Era como penetrar en los secretos del mundo, como penetrar en algo indecible… sentí que el inmenso árbol me aceptaba, que me entregaba algo de sus secretos, algo que muchos otros no podrán jamás sentir.

Sentí el susurro de la brisa contra mi piel y el murmullo de las hojas que parecía traer mensajes desde muy lejos…

Sentí que algo profundo y extraño estaba sucediendo. 

Sentado, apoyé mi espalda en su tronco y lentamente me dormí entre sus raíces.

Yo era parte de la foresta, parte del inmenso árbol.

Sentí que el árbol quería transmitirme un mensaje.

— El viento lleva los rumores del mundo— dijo.

— Pero los árboles llevamos historias y mensajes en nuestras raíces. Así nos llegan avisos y viejas historias traspasadas de raíz a raíz…

Un largo silencio. Luego prosiguió:

— nosotros, los árboles, sentimos el peligro y enviamos mensajes con nuestras raíces a través de la tierra.

— ¿hay algún peligro? — pregunté 

— el ruido de la motosierra es lejano, pero avanza matando árboles y bosques— respondió

— cierto— dije— pero los hombres sabrán detenerse antes de destruir todo la foresta. 

Antes de dormirme dulcemente entre las raíces del gran árbol me pregunté si los árboles también sueñan.

Lentamente, en el sueño, se fue formando una imagen.

La imagen de una isla. Comprendí que era Te Pito O Te Henua.

Sus habitantes la consideraban el Ombligo del Mundo.

Hace años, muchos años, Ombligo del Mundo era habitada por un pueblo que se llamaba a sí mismo Rapa Nui. Un solo tipo de árbol crecía en la isla, el Teodomiro.

Para construir sus balsas de pesca o para hacer fuego los Rapanui utilizaban la madera de ese árbol.

Vi que, lentamente, los hombres aumentaban y prosperaban. 

Vi también que, lentamente, los Teodomiros disminuían y disminuían…

Cada vez eran más los hombres y cada vez eran menos los árboles…

Hasta que… ¡Hasta que… hasta que los hombres cortaron el último árbol!

Se hizo un gran silencio en todo la foresta. 

Entonces escuché una voz profunda diciendo: — ya ocurrió una vez… ¿Que nos asegura que no ocurrirá otra vez?

Me desperté sobresaltado. En mi espíritu una duda surgió:

¿Soñé yo que el árbol me contaba una historia o … el árbol soñó, él, que me contaba una historia?

Nota:


El ombligo del mundo o rapa-nui es una isla de Chile. El último árbol se extinguió, pero hay búsquedas en laboratorio para reproducirlo. Se ha podido reproducir en laboratorio, pero no ha fructificado en la isla.

La razón es que necesita ciertas bacterias. Al mismo tiempo las bacterias necesitan al árbol para reproducirse. A falta del árbol las bacterias también se han extinguido

Patricio Vial

El peral “Conference” 

Pierre-Auguste Renoir L’albero di pere, 1889

Su follaje había invadido todo el fondo del jardín, tenía ya más de 50 años, el césped no había sobrevivido cerca de su tronco, pero con placer que nos refugiábamos bajo su sombra cuando el verano estaba en pleno apogeo. Hay que decir que no estaba solo, a su lado, no muy lejos, habíamos plantado otro peral, un poco más pequeño porque tenía unos años menos.

Él era un peral «Conference», podía polinizarse a sí mismo, pero cuando después de cinco años de cuidados atentos aún no producía frutos, se nos aconsejó que se le acercara otra especie, la pera «Decana de la Corona». Unos años más tarde se produjo el milagro, rápidamente nuestra producción de peras sobrepasó ampliamente nuestras necesidades, las ofrecimos a los amigos, a los vecinos, mi mujer hacía compotas, e incluso más tarde sirope y yo con un vecino experto me lancé en la destilación.

Fue maravilloso cuando en los primeros rayos de la primavera nuestra pareja se cubrió con hermosas pequeñas flores blancas, el espectáculo era deslumbrante y prometedor. Cada año había más peras, la pera Conferencia esbelta, larga amarilla y marrón, de carne firme y sabrosa, y por supuesto la hermosa Decana amarilla, verde y roja más tierna y jugosa, una armonía perfecta que no dejaba de mejorar.

Muchos años después, estábamos en pensión, de repente en pleno verano, fue el drama, fue fulgurante.

Una enfermedad mortal, el fuego bacteriano, en pocos meses acabó con el pobre peral Decano. Tuvimos que serrarlo, e incluso extraer las raíces para evitar contaminar el Conference. Se salvó y, aunque en menor cantidad, en el otoño, pudimos cosechar sus peras.

Pero la primavera siguiente produjo pocas flores y una helada tardía destruyó las que apenas estaban abiertas.

Ese otoño no hubo peras. Este triste escenario se repitió al año siguiente y esta vez el Conference no pasó el invierno.


Jean Claude Fonder

El verde es suyo

Ponerse la ropa de color verde, cuando Adela era niña, siempre le encantaba. Vestidos, pantalones, jerséis del color de los prados, de los bosques, de las hojas de los árboles: era la naturaleza verde de su vida, y de sí misma. 

Creciendo, perdió esta costumbre, pero no dejó de amar el verde. Desde siempre, sus vacaciones las pasaba en la montaña: su padre, Adolfo, la había educado desde pequeña a subir por las rutas panorámicas de alturas, donde podía saborear el espíritu de las Dolomitas mirando sus imponentes cumbres, y los árboles también: los pinos, los abetos, y también robles, cedros, olmos. Paseaban por el verde, mientras que el azul del cielo los iluminaba y el refugio donde tenían que llegar aparecía cerca de la cima del monte.

Pero, también en su ciudad, el verde de la naturaleza era su pasión; dar una vuelta en bicicleta por el parque lleno de ardillas, a las que llevaba nueces y avellanas, era su costumbre para pasar el tiempo libre: los animalitos bajaban del árbol cuando la veían con su bolsa de papel llena de fruta seca, corrían por el prado y le cogían la nuez de la mano, y luego se iban a comerla escondidos en la hierba. 

Ese parque lo habían creado cuando Adela era niña y, mirando las fotos de entonces, ahora se puede ver que los árboles eran pocos, pequeñitos y lejanos el uno del otro, pero con el tiempo el parque se convirtió en un bosque de cerezos, tilos y robles, donde, además de las ardillas, viven pájaros y también patos, pollitos y ocas en el estanque. 

Hace unos años, Adela se sentía triste cada vez que iba al parque, porque por la falta de lluvia su amado verde se había convertido en amarillo: el césped estaba muy seco, casi una pradera muerta, y muchos árboles, donde antes vivián las ardillas y los pájaros, se murieron de sed. Pero plantaron nuevos arbolitos, que ahora están creciendo, y el verde todavía es el color del parque.  

Así que hoy Adela baja de la bicicleta, mira el azul del cielo, el mismo azul de la montaña, escucha el canto de la paloma y del mirlo, se sienta en un banco bajo un roble y respira profundamente. El verde es suyo. 


Silvia Zanetto

La Ceiba que habla todos los lenguajes

Dicen los antiguos que hay un árbol que no crece sólo en un lugar, sino en todos los mundos. Le llaman Ceiba y según el Popol Vuh, sus ramas tocan el cielo donde habitan los dioses, su tronco sostiene a los vivos, y sus raíces se hunden en el inframundo, donde duermen los ancestros.

Susana creció a la sombra de una ceiba. De chicos, los hermanos se balanceaban en un columpio colgado a una sus ramas. Con su prima María Mercedes se recostaban debajo del árbol a descansar, después de haber jugado con los otros niños.

– María, mira cuántas orquídeas se anidan en nuestro árbol.

– Sí, Susy, es hermoso. Además, la brisa que se filtra entre sus ramas nos refresca.

– Me gustaría quedarme aquí para siempre, es un paraíso.

– Piensa, querida prima, ¿qué será de nosotras dentro de 30 o 40 años?

– Pues, vendremos a pasar vacaciones aquí, con nuestros futuros maridos e hijos…

Un día, cuarenta años después, caminando entre avenidas grises de una ciudad extraña, Susana encontró un árbol que la hizo detener. Se sentó a sus pies. Y entonces lo supo: sus raíces llegaban desde lejos, desde allá. Desde donde cantan los pájaros que ahora sólo escucha en sueños. No era ceiba, sus hojas no eran iguales, su idioma era distinto, pero su sombra… su sombra la reconoció. 

El exilio no es sólo cambiar de país. Es cargar con recuerdos, con desilusiones de las personas queridas que, imbuidas por ideologías de odio, no admiten que otros piensen diferente. Es mirar árboles que no saben tu nombre. Pero comprendió que la ceiba no necesita pasaporte. Que puede nacer en cualquier tierra porque vive en quienes la recuerdan. En quienes, incluso lejos, no dejan que el desarraigo se convierta en olvido. Porque la ceiba no es sólo un árbol. Es un puente entre mundos. Es un ser vivo que habita todos los lugares donde alguien aún cree que la tierra respira, que los árboles escuchan, y que el alma puede viajar por debajo de la corteza del tiempo.

Cuando se siente sola, cuando los días son fríos y los caminos inciertos, Susana busca esa sombra. No importa dónde esté. Siempre hay una ceiba esperando. 

Maria Victoria Santoyo Abril

Patahueso

La noche había comenzado a caer y gruesos nubarrones que cruzaban el cielo Corría el mes de marzo. En medio de un cielo festoneado de nubes grises, una enorme luna de gusano se elevaba sobre el horizonte iluminando el paisaje con su leve luz mortecina. En la lejanía, más allá del valle, destacando con majestad absoluta sobre el resto de los árboles, se recortaba la imponente silueta de Patahueso, un enorme y viejo castaño, de tronco rugoso y ramas increíblemente retorcidas que, al decir del vulgo, eran la representación misma del purgatorio. Se contaban muchas historias acerca del mismo, y al parecer el apelativo se lo   había ganado por el caprichoso aspecto de alguna de sus retorcidas raíces. Se le calculaba una existencia de más de doscientos años a lo largo de los cuales innumerables desgraciados habían terminado sus vidas pataleando tras ser colgados de sus ramas. De sus raíces, se contaba que estaban regadas con sangre de seres inocentes y que eran tan largas que se extendían más allá de los límites del bosque. Siempre me habían intrigado tan inquietantes leyendas y, esa misma noche, decidido a desentrañar el misterio, un poco después de la cena emprendí el camino hacia el bosque. Al principio andaba con paso decidido a pesar del barrizal, resultado de las últimas lluvias, pero a medida que me acercaba a la primera hilera de árboles me fui volviendo más cauto. Del interior del bosque comencé a percibir un inquietante murmullo. Avancé a través de los matorrales intentando hacer el menor ruido y en cuanto llegué al castaño, me agazapé detrás de una de sus gruesas raíces. Al otro lado, ahora con total claridad, se escuchaban risas y cánticos que despertaron aún más mi interés. Un grupo variopinto ya bailaba, ya saltaba en corro, mientras se iban despojando de sus andrajos hasta quedar completamente desnudos. Entre tanto, un poco más alejados, otros, rezaban una letanía ininteligible y bebían un extraño brebaje. Quedé tan hipnotizado por el espectáculo que no pude advertir como algo se aproximaba por mis espaldas hasta que ya fue demasiado tarde. Unos recios brazos que parecieron surgir de la nada se posaron sobre mis hombros haciendo inútil cualquier intento de fuga y cuando me quise dar cuenta estaba siendo absorbido por el viejo castaño y me había convertido en el centro del aquelarre. Me obligaron a beber el asqueroso brebaje y antes de perder el sentido, observé con horror como decenas de repugnantes gusanos, que pululaban por todas partes, me subían por lo pies y ya no pude ver más porque la cabeza me comenzó a dar vueltas. Cuando desperté, el bosque había recobrado su normal quietud. 

Y sólo puedo añadir que ahora yo, como tantos otros, formo parte de las rugosidades de Patahueso.

Algunas noches, siempre con luna crecida, se nos permite liberarnos para recobrar nuestra forma humana y entonces, hombres, mujeres y niños, arrastrados por un incontrolable frenesí, bailamos y saltamos durante horas antes de volver a caer desfallecidos. Y así será hasta la expiación de nuestros particulares pecados. En mi caso, por esa insana curiosidad que me empujaba, a veces de forma innecesaria, a buscar el peligro.


Sergio Ruiz Afonso.

Balbec

Proust À l’ombre des jeunes filles en fleurs

Una bella pareja como tantas otras, se acercaba sobre la arena de un mar azul, pero con pequeñas olas blancas, ella llevaba un vestido con crinolina, se protegía con una sombrilla inmaculada; él, canotier en la cabeza, llevaba un pañuelo blanco sobre una chaqueta estival oscura. En los hoteles del dique, como verdaderos palacios, ondeaban las banderas de todos los países. En este comienzo de temporada, la brisa salada, algo de fuerte, transportaba un poco de arena para lastimar mejor mi cara ya bronceada.

Al final del paseo, distinguí por fin una pequeña hilera de muchachas que ondulaban ocupando todo el ancho de la acera. En el centro, como para dirigir la pequeña tropa, mi Albertina, de chaqueta azul sujeta por dos grandes botones blancos, empuja una bicicleta, con una amplia sonrisa. Desde aquí se oían sus pequeños gritos que surgían en medio de las cascadas de risas que estallaban a cada momento. Sin preocuparse por nadie, avanzaban decididamente obligando a los demás a contornearlas.

Pronto se me unieron, y se amontonaron a mi alrededor; cada una quería besarme, pero yo me retuve, quería abrazar primero a Albertina. 

Albertina, no lo sabía todavía, pero iba a tener un papel muy importante en mi libro. El libro de mi vida. En busca del tiempo perdido.

Estábamos en Balbec en Normandía, con mi abuela, pasábamos las vacaciones allí, y los recuerdos que guardé de ese período los he contado en un volumen que publiqué después de Por el camino de Swann, lo llamé A la sombra de las muchachas en flor.

Por supuesto que no me llamo Marcel, pero cuando veo el cuadro de Monet, Paseo en Trouville, solo puedo evocar la obra de Proust que me ha marcado tanto y que he releído tantas veces.

Quizás debería haberle contado lo que usted habría visto en Ostende sobre el dique como lo llamábamos cuando pasaba allí mis años de infancia.

El dique que domina la playa, en cierto punto es de 10 metros y está al mismo nivel en otro; es muy amplio y largo, muchos se pasean en cuistax, una especie de coche de 4, 6 e incluso 8 plazas donde cada pasajero está equipado con pedales. Por un lado, se domina una playa inmensa, sobre todo en marea baja, donde la arena dura es tan ancha que se pueden crear allí verdaderos campos de deporte; la arena fina está surcada con cortavientos para que los veraneantes que toman el sol casi sin ropa puedan hacerlo sin sufrir demasiado. Frente al dique, bordeado por restaurantes, bares, y sobre todo pastelerías que difunden impunemente el olor tentador de las crepes y los gofres, que gozan aquí de una merecida fama.

Encontraréis, por supuesto, una hilera de muchachas en flor, que estarán sin duda más desvestidas, pero no sé si seréis seducidos por sus encantos impresionistas y en vuestro sueño despierto oiréis la pequeña frase de Vinteuil.


Jean Claude Fonder

Paseo de verano

Camille mira lejos, muy lejos...el cielo, de un celeste sutil, sembrado de blancas nubes que parecen preñadas de luz, se pierde en la distancia. 
El mar, de un dulce azul tiende al morado cuando se acerca al horizonte.
Camille, cubierta por un quitasol que la protege del presente, fija su mirada lejos, muy lejos de ahora. Con calma, sus ojos miran más allá del ahora. Camille se interroga sobre el futuro. Es allí donde se fija su mirada.
¿Qué alcanza a ver Camille?
¿Tal vez distingue algún drone invisible para los otros paseantes o se interesa por alguna Inteligencia Artificial?
¿Alcanza a ver una IA capaz de crear un paseo de Monet un siglo después que el pintor abandonara playa y flores...?
A su lado un joven, tal vez es Oscar, tratando de ver lo que ella ve.
En el horizonte ella ve guerras donde los hombres se matan, unos dicen defender ideales, otros hacen negocios financiando armas y apoderándose de los despojos.
Nada nuevo, en todas las guerras ha sido así.
Pero...
Tal vez ella alcanza a ver el tiempo en que muchos hombres y mujeres silenciados por los poderosos, se unen, forman una cadena de manos entrelazadas y cambian el futuro. Tal vez ella alcanza a escuchar los versos de uno de ellos que dicen:

Soy nacionalista y patriota
Eso soy
Mi nación se llama Humanidad
Y mi patria, mi tierra
Es la Tierra
Toda la Tierra.

Oscar, mirándote a ti, paciente lector, agrega:
— ¿y por qué no? El futuro también depende de ti.


Patricio Vial

Mi paseo marítimo

Mi paseo marítimo

Aquel día que parece lejano tenía que contarte lo que pasó hace unos meses. Pero nunca hubiera pensado escribir aquella carta, ni me imaginé que a ello se llegara. Nada más leerla, te fuiste dejándome triste y absolutamente inútil, sin ninguna posibilidad de explicarme. De todas maneras, yo sé dónde has ido a refugiarte y, por lo tanto, desde hace unos días he venido aquí, a este lugar. Cada mañana al despertar, miro el mar y el cielo con sus diferentes azules perdiéndome en cada ola y en cada nube. Después de un rato salgo para dar un paseo por la playa esperando toparme contigo. Este paseo marítimo, a pesar de todos mis problemas, me transmite tranquilidad. El color del cielo medio nublado me hace pensar en tus ojos azules que parecían modificar el color al enfadarte o al ponerte triste. Estoy aquí, en la playa, siempre a la misma hora, no por casualidad, sino por desesperación y con la sensación de estar atrapado en una rutina. Tengo muchas preguntas, al igual que imagino las tienes tú, y necesito respuestas. Pero no sé si de verdad espero que algo ocurra, o que deje de ocurrir. Cada día espero a que la gente llegue al paseo marítimo deseando encontrarte. Hoy hay un viento suave que hace ondear las banderas de los hoteles, está el cielo medio nublado y el mar con pequeñas olas. Por fin en este momento, al mirar a las señoras con sus sombrillas, puedo verte; no estás lejos, estás en compañía de un hombre que creo haber visto antes; pareces feliz, hablas con él y sonríes. Claro está que no puedo oír tus palabras, apenas llegan las risas de los niños, el ruido de las olas lo cubre todo. Ahora lo entiendo, no quiero inculparte sin reconocer mínimamente mis propias culpas. Aquí hay aire, cielo, olas, arena fina, no quiero quedarme en la tiniebla que me rodea y que está llena de tu perfume, tengo que respirar, aprovechar, saborear este olor a mar, dejar que la sonrisa vuelva, ya no quiero explicarte nada. Me digo a mí mismo que no tengo que hacer preguntas, tengo que disfrutar de la vida porque sólo llega una vez. Pero yo soy así, condenado a observar, buscar, preguntar para comprender. Entonces mi corazón permanecerá aquí, mirando este maravilloso paseo marítimo y pensando en ti.


Raffaella Bolletti

La luz y yo

Yo: soy de oro y mil colores y reflejo la luz por cada una de mis aristas como el brillante más puro de la tierra. Porque si la vida quiso que mis vértices se volvieran romos, no permitió que la luz me abandonara, sino que la multiplicó para que yo siguiera entregándola.

La luz: soy el rayo que no cesa, el alma de las cosas. Todo eso soy y más aún, pues contigo comienzo el día y contigo lo acabo también, sólo que tú terminas cayendo en un sueño profundo que he aprendido a recoger como he recogido tus pasos, tus penas y alegrías para que no olvides que existo. Así sabrás recuperar el camino andado.

Yo: soy la cosecha tardía de una vida. No soy el Tempranillo de las viñas sino una uva moscatel calentada por un sol de otoño que da su mejor fruto, como una ofrenda postrera a la vida que fue y es. Soy mejor que los caldos exquisitos, mejor que los barriles de roble en los que han envejecido.

La luz: soy principio y fin, todo y nada, el alfa y el omega. Porque soy y no soy al mismo tiempo. Nací en los orígenes inmemoriales de la tierra y con ella fui una. Misterio de lo visible y lo invisible, soy la presencia que te envuelve y el vacío que sientes cuando, como la pluma, te dejas arrastrar por las tolvaneras de la vida. Pues soy gota y océano a la vez. 


Sylvia Navone

Me encanta pasear contigo

Estamos aquí, desmesuradamente lejanos, aunque parecemos una de las muchas parejas de vacaciones, andando por el Paseo Marítimo de la Playa de Trouville. Inevitablemente muda, yo me siento como si todas mis palabras no dichas ensordecieran en mi cabeza.

“Qué día maravilloso, ¿verdad?” me pregunta Nicolás. “¡Ha sido una buenísima idea venir aquí! Mira qué luz, y cuantos visitantes… ¡Es verdad que he elegido uno de los destinos vacacionales más de moda ahora!”

En cambio, yo tendría que pedirle perdón por una culpa que me destruye, y que al mismo tiempo no sé comprender… Pero, ¿cómo puedo hablarle de esto ahora? ¿Sería correcto destrozar su alegría, mientras mira el paseo marítimo y toda la serie de personas que se deslizan hasta el fondo, feliz de estar aquí, feliz de estar conmigo? Mi vestido blanco, igual a los de las otras mujeres, me parece como un disfraz de inocente, los parasoles y los sombreros blanquean todas nosotras, pero yo me siento una mujer vestida de rojo.

“¿Nos aproximamos a la playa, Francisca? Con tanta calidez y luminosidad, me encanta acercarme al mar, tan azul… ¡Y mira el reflejo del sol en el agua! Además, me encanta este cielo celeste. Las nubes se están yendo…”

Estamos en la playa, mirando la línea del horizonte, todos parecen felices, yo también lo parezco, aunque no lo soy. Es que yo no te quiero, Nicolas, nunca te he querido. Pero soy capaz de fingir, como logro parecer una de las turistas alegres, vestidas de blanco…

Mis palabras serían piedras, cuchillos, lamas envenenadas. Me dan miedo, me hacen sentir culpable…

“¿No estás bien, Francisca? ¿Estás tan silenciosa…Quieres volver a descansar en el hotel?”

“Pero, ¿Qué dices, marido mío?  Estoy bien, solo un poquito cansada… Además, estamos en un lugar maravilloso… ¡Me encanta pasear contigo!”


Silvia Zanetto

Un instante incrustado en el tiempo

Claude Monet peignant dans son atelier – Édouard Manet

Trouville

Normandía

Paseo

Hoy el protagonista es el viento; el sol se asoma entre las nubes; el mar es tan imprescindible como inalcanzable. Tan variado como inmutable.

Es un día hermoso y mucha gente pasea por la playa. Aparte de los veraneantes habituales, noto que hay un hombre extraño: de frondosa barba y con un caballete. Lo veo trastear con sus colores.

Pinta al aire libre, algo novedoso, mientras nosotros disfrutamos de nuestro tiempo.

Un instante detenido en el tiempo, eso es lo que intenta capturar.

Soy una parisina de vacaciones, elegantísima. Un blanquísimo parasol me resguarda de un sol impertinente, capaz de mancillar mi piel nívea como mi vestido y evita ese bronceado grosero que tan poco conviene a su delicadeza.

Un caballero me acompaña del brazo, quizás un amigo, un esposo o un pretendiente. Nunca lo sabrán.

Tú no sabes quién soy yo, pero en ese momento, en esta playa, fuimos felices.


Graziella Boffini

Era un puebla de mar

Vi el mar por primera vez a finales de los años 50.

Caorle era un pueblo de pescadores que tenía una historia muy antigua. Su campanario torcido databa del año 1.000. Dos largas playas de arena fina y clara se asomaban al mar Adriático.

El paseo marítimo no existía. Solo había una carretera con un muro bajo. Lugar ideal para pasar las tardes charlando hasta el anochecer. No había hoteles ni balnearios. Las pocas sombrillas en la playa eran de los turistas, generalmente alemanes.

Nuestra familia se alojaba en la casa de la señora Provisoria, una mujer gordita y siempre alegre. ¿Cuántos éramos? Una multitud de todas las edades y tamaños.

Pera hacer frente a las horas de calor, habíamos construido una gran cortina uniendo dos sábanas y fijándolas a la arena con estacas de madera.

Desde la distancia parecíamos una tribu Tuareg en medio del desierto.

Una característica típica de estas playas de arena fina era que, durante las horas de más calor, se podían notar extraños montículos bajo los cuales emergían inquietantes cabezas protegidas por sombreros de paja.

¡Eran los temerarios de los baños de arena!

Por supuesto no había cabañas, pero mi ingeniosa familia había construido una práctica y ecológica. Con una larga sábana cosida por un lado y una banda elástica que cerraba la parte superior, los adultos se metían y, demostrando una cierta habilidad acrobática, se cambiaban el traje de baño. Maniobra que no siempre tenía éxito despertando las risas de los espectadores.

La vida de los niños era libre y feliz. Cada día a las tres llegaba el hombre del carrito de helados cantando ¡10 liras por un ovillo! Algunas tardes íbamos a comer a los Casoni, construcciones de paja donde los pescadores guardaban sus herramientas. Pescado a la parrilla, polenta, vino y un acordeón.

Últimamente fui a Caorle. El casco antiguo es aún más bonito, las casas están todas pintadas de colores brillantes y llenas de flores. La llaman la pequeña Venecia y hoy en día es una linda ciudad costera moderna y ordenada como otras que tienen vistas al mar Adriático.

Solo su hermoso y torcido campanario la distingue de las demás.


Iris Menegoz

La cólera del abuelo

Tranvía de Copenhague
Paul Fischer (1786 – 1875)

—Abuelo, ¿por qué refunfuñas?
El anciano, vestido con un chándal lleno de marcas deportivas, mira la reproducción de un cuadro de Paul Gustav Fisher y, rojo de ira, se lanza a una diatriba inflamada:
— ¿Cómo quieren que me inspire? muy bonito, sí, pero ese mundo ya no existe. Tranvías similares todavía funcionan, cuando no se utilizan para hacer una publicidad degradante. ¿Has conocido recientemente a un hombre elegantemente vestido con sombrero de fieltro gris a banda negra y calzado de cuero que lee un periódico y lleva consigo un par de libros o bien una pareja de damas con sombrero estilo años 20 que usan guantes y charlan como si estuvieran en un salón, un ramo de flores odorantes junto a ellas para alegrar el ambiente? Y un controlador, ¿sabes? que amablemente acoge a los viajeros, les informa y comprueba sus billetes. Hay también un hombre que fuma un cigarro, eso no estaba prohibido en aquel entonces.
No, los tranvías de hoy están llenos, apenas puedes moverte, y aunque tienes derecho a sentarte como anciano, a menudo tienes que pedirlo. Por otra parte, no te ven y mucho menos te oyen, están sumergidos en sus celulares, tecleando a toda velocidad o escuchando una música ruidosa, auriculares en los oídos. De elegancia no hay rastro, están vestidos como yo en este momento, hay algunos hombres en trajes, pero con una mochila, o algunas chicas descaradamente desvestidas si vamos de camino a una discoteca el viernes por la noche. El controlador ha sido sustituido por máquinas para timbrar, la mayoría de las veces averiadas, pero en todo caso no se le presta mucha atención. Por el contrario, hay que tener cuidado de que no te roben en una multitud como esta, los profesionales de este deporte son muchos en los medios de transporte actual.
— Hay que adaptarse al momento, dice la joven, vestida también de forma deportiva. —Yo prefiero ir en bicicleta.
—Y yo en coche eléctrico —responde el abuelo que ha recuperado la sonrisa.


Jean Claude Fonder

El bro

La noche había comenzado a caer y gruesos nubarrones que cruzaban el cielo amenazaban con enfangar aún más las ya de por si enlodadas calles del arrabal. Entre tanta basura se erigía como templo de aquella decadencia «El gato negro», un garito de mala muerte, de paredes desconchadas y luces mortecinas, que era la trinchera de los marginados de la ciudad y de todos aquellos que pretendían escapar de sus demonios a través de la bebida.

A pesar de lo relativamente temprano, el interior del local, que apestaba a vómitos de alcohol y sudor rancio, estaba casi vacío.

En un rincón del mismo, dos jovenzuelos en evidente estado de embriaguez estaban sentados a horcajadas junto a una mesa sobre la que aún se podían apreciar restos de comida y algunas botellas vacías. 

Se acababan de conocer, y a pesar de llevar tan sólo unas horas entre copas y cháchara, bromeaban sin reparos tal como si hubieran sido amigos de toda la vida.

En aquel preciso momento la conversación había tomado un giro de cierta trascendencia.

—Todos tenemos algún secreto —aseguró, luego de un largo trago, uno de ellos, a la vez que clavaba la mirada en su vaso.

Después, pareció concentrarse en apartar un mechón de su ensortijado cabello que le caía sobre la frente, para finalmente continuar:

—Y no es tarea fácil llegar a conocer la verdadera cara de las personas…

—Salvo cuando se está como una cuba, puntualizó el otro, algo menos borracho, adornando su rostro con media sonrisa de complicidad.  Las borracheras edifican amistades y funden corazones.

El primero asintió con la cabeza y añadió con voz emocionada mientras, en señal de camaradería, echaba el brazo por encima del hombro a su nuevo amigo:

—Contigo es como si te conociera de siempre.  Eres mi bro. Me caes bien, tío. 

El bro, lo miró entonces fijamente, y le pregunto:

—¿Te gustaría llegar a conocer mi yo más oscuro?

—¡Claro! —exclamó éste entre estruendosas risotadas provocadas por la bebida— ¡Entre nosotros ya no deben existir los secretos! 

– Bien -le respondió el Bro sin perder su gesto amable-, esta noche vas a conocer el mío.

Y al chico del cabello ensortijado se le cristalizó la mirada y se le congeló la risa cuando con un afilado estilete le atravesó el pecho.

Afuera había finalmente empezado a llover y hacía ya rato que había anochecido.


Sergio Ruiz Afonso.