El verde es suyo

Ponerse la ropa de color verde, cuando Adela era niña, siempre le encantaba. Vestidos, pantalones, jerséis del color de los prados, de los bosques, de las hojas de los árboles: era la naturaleza verde de su vida, y de sí misma. 

Creciendo, perdió esta costumbre, pero no dejó de amar el verde. Desde siempre, sus vacaciones las pasaba en la montaña: su padre, Adolfo, la había educado desde pequeña a subir por las rutas panorámicas de alturas, donde podía saborear el espíritu de las Dolomitas mirando sus imponentes cumbres, y los árboles también: los pinos, los abetos, y también robles, cedros, olmos. Paseaban por el verde, mientras que el azul del cielo los iluminaba y el refugio donde tenían que llegar aparecía cerca de la cima del monte.

Pero, también en su ciudad, el verde de la naturaleza era su pasión; dar una vuelta en bicicleta por el parque lleno de ardillas, a las que llevaba nueces y avellanas, era su costumbre para pasar el tiempo libre: los animalitos bajaban del árbol cuando la veían con su bolsa de papel llena de fruta seca, corrían por el prado y le cogían la nuez de la mano, y luego se iban a comerla escondidos en la hierba. 

Ese parque lo habían creado cuando Adela era niña y, mirando las fotos de entonces, ahora se puede ver que los árboles eran pocos, pequeñitos y lejanos el uno del otro, pero con el tiempo el parque se convirtió en un bosque de cerezos, tilos y robles, donde, además de las ardillas, viven pájaros y también patos, pollitos y ocas en el estanque. 

Hace unos años, Adela se sentía triste cada vez que iba al parque, porque por la falta de lluvia su amado verde se había convertido en amarillo: el césped estaba muy seco, casi una pradera muerta, y muchos árboles, donde antes vivián las ardillas y los pájaros, se murieron de sed. Pero plantaron nuevos arbolitos, que ahora están creciendo, y el verde todavía es el color del parque.  

Así que hoy Adela baja de la bicicleta, mira el azul del cielo, el mismo azul de la montaña, escucha el canto de la paloma y del mirlo, se sienta en un banco bajo un roble y respira profundamente. El verde es suyo. 


Silvia Zanetto

Me encanta pasear contigo

Estamos aquí, desmesuradamente lejanos, aunque parecemos una de las muchas parejas de vacaciones, andando por el Paseo Marítimo de la Playa de Trouville. Inevitablemente muda, yo me siento como si todas mis palabras no dichas ensordecieran en mi cabeza.

“Qué día maravilloso, ¿verdad?” me pregunta Nicolás. “¡Ha sido una buenísima idea venir aquí! Mira qué luz, y cuantos visitantes… ¡Es verdad que he elegido uno de los destinos vacacionales más de moda ahora!”

En cambio, yo tendría que pedirle perdón por una culpa que me destruye, y que al mismo tiempo no sé comprender… Pero, ¿cómo puedo hablarle de esto ahora? ¿Sería correcto destrozar su alegría, mientras mira el paseo marítimo y toda la serie de personas que se deslizan hasta el fondo, feliz de estar aquí, feliz de estar conmigo? Mi vestido blanco, igual a los de las otras mujeres, me parece como un disfraz de inocente, los parasoles y los sombreros blanquean todas nosotras, pero yo me siento una mujer vestida de rojo.

“¿Nos aproximamos a la playa, Francisca? Con tanta calidez y luminosidad, me encanta acercarme al mar, tan azul… ¡Y mira el reflejo del sol en el agua! Además, me encanta este cielo celeste. Las nubes se están yendo…”

Estamos en la playa, mirando la línea del horizonte, todos parecen felices, yo también lo parezco, aunque no lo soy. Es que yo no te quiero, Nicolas, nunca te he querido. Pero soy capaz de fingir, como logro parecer una de las turistas alegres, vestidas de blanco…

Mis palabras serían piedras, cuchillos, lamas envenenadas. Me dan miedo, me hacen sentir culpable…

“¿No estás bien, Francisca? ¿Estás tan silenciosa…Quieres volver a descansar en el hotel?”

“Pero, ¿Qué dices, marido mío?  Estoy bien, solo un poquito cansada… Además, estamos en un lugar maravilloso… ¡Me encanta pasear contigo!”


Silvia Zanetto

El secreto

William Adolphe Bouguereau – El secreto 1876

El bro

La noche había comenzado a caer y gruesos nubarrones que cruzaban el cielo amenazaban con enfangar aún más las ya de por si enlodadas calles del arrabal. Entre tanta basura se erigía como templo de aquella decadencia «El gato negro», un garito de mala muerte, de paredes desconchadas y luces mortecinas, que era la trinchera de los marginados de la ciudad y de todos aquellos que pretendían escapar de sus demonios a través de la bebida.

A pesar de lo relativamente temprano, el interior del local, que apestaba a vómitos de alcohol y sudor rancio, estaba casi vacío.

En un rincón del mismo, dos jovenzuelos en evidente estado de embriaguez estaban sentados a horcajadas junto a una mesa sobre la que aún se podían apreciar restos de comida y algunas botellas vacías. 

Se acababan de conocer, y a pesar de llevar tan sólo unas horas entre copas y cháchara, bromeaban sin reparos tal como si hubieran sido amigos de toda la vida.

En aquel preciso momento la conversación había tomado un giro de cierta trascendencia.

—Todos tenemos algún secreto —aseguró, luego de un largo trago, uno de ellos, a la vez que clavaba la mirada en su vaso.

Después, pareció concentrarse en apartar un mechón de su ensortijado cabello que le caía sobre la frente, para finalmente continuar:

—Y no es tarea fácil llegar a conocer la verdadera cara de las personas…

—Salvo cuando se está como una cuba, puntualizó el otro, algo menos borracho, adornando su rostro con media sonrisa de complicidad.  Las borracheras edifican amistades y funden corazones.

El primero asintió con la cabeza y añadió con voz emocionada mientras, en señal de camaradería, echaba el brazo por encima del hombro a su nuevo amigo:

—Contigo es como si te conociera de siempre.  Eres mi bro. Me caes bien, tío. 

El bro, lo miró entonces fijamente, y le pregunto:

—¿Te gustaría llegar a conocer mi yo más oscuro?

—¡Claro! —exclamó éste entre estruendosas risotadas provocadas por la bebida— ¡Entre nosotros ya no deben existir los secretos! 

– Bien -le respondió el Bro sin perder su gesto amable-, esta noche vas a conocer el mío.

Y al chico del cabello ensortijado se le cristalizó la mirada y se le congeló la risa cuando con un afilado estilete le atravesó el pecho.

Afuera había finalmente empezado a llover y hacía ya rato que había anochecido.


Sergio Ruiz Afonso.

El secreto de mi padre

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Era grande y ancho, su voz era grave, todo en él era impresionante. Cuando hablaba, su tono era definitivo, él decidía. Sin embargo, era amable con todos, nos escuchaba con benevolencia, con su ordenador hacía todo, lo dominaba todo. Él era el Padre.

Mi madre lo adoraba, pero lo criticaba, decía que era un hombre y que, si participaba en las tareas del hogar, siempre encontraba algo malo en lo que hacía. A pesar de estas pequeñas diferencias eran una pareja perfecta, tenían los mismos gustos artísticos, compartían las mismas ideas políticas y todo lo demás; nuestra madre aprobaba y apoyaba las decisiones que él tomaba.

Ella era pequeña y un poco gordita, pero un fular de Hermes atado alrededor del cuello le daba un cierto aire travieso; su sonrisa ancha y sus grandes ojos azules eran irresistibles. Su papel era importante en la casa, ella decidía todo en cuanto a estética, comida y vacaciones. Mi padre, sin embargo, se reservó una prerrogativa: había en medio del salón sobre una mesita una pequeña caja de caoba. Mi madre decía «No lo toques, es el secreto de tu padre». Era extraño porque en la casa no había prohibiciones, ni siquiera para mí, la pequeña. Apenas nací el hogar se formó. Era un matrimonio de tres personas, podríamos decir, tenía mis deberes, aunque tuviera que aprender, se me asignaba un papel que me parecía importante, nos gustaba vivir en una casa ordenada y, bueno, yo tenía que guardar los juguetes, por supuesto, pero también la vajilla, y las cosas de papá.

Poseía, pues, una pequeña caja de caoba colocada sobre la mesita del salón. Estaba cerrada con llave. No se podía abrir. Me moría por saber, era su secreto. El secreto de mi Padre. Mi madre no estaba curiosa, quizás lo sabía. Un día, cuando cumplí 18 años, no pude resistir y le pedí que abriera. Él me miró riendo y giró la llave. Dentro había otra caja, pequeña y de cuero esta vez. Había una pequeña tarjeta de visita, estaba escrito: «para abrir el 21 de agosto de 2025». Calculé que serían sus sesenta años de matrimonio.

Mi madre, por desgracia, murió antes de esa fecha, el 28 de marzo del mismo año. Mi padre, desesperado, rompió el sobre y abrió la caja.Brillaban en la habitación oscura: dos anillos de platino, uno pequeño y otro grande.


Jean Claude Fonder

El secreto del robot

Abrió una vez más la caja que contenía el secreto.

Dejó, una vez más, que su mente recordara la historia de la desaparición de la humanidad.

En la última de sus múltiples guerras entre humanos, algo anduvo mal, muy mal.

Unos dijeron defender grandes valores y los mandaron a morir por la libertad, la patria, la democracia…

Otros se disputaban tierras y negocios. En todas las guerras hay quienes creen defender valores, mientras otros se apropian de lo conquistado.

Una guerra más. Unos mueren y otros se enriquecen…

Está vez hubo una diferencia: el general que sentía próxima la derrota entregó el mando a una IA y el general que pensaba ganar, percibió la maniobra y entregó el mando a otra IA.

Ambas IA concluyeron llegar al ataque total y lanzaron el exterminio de todos los humanos.

Más tarde, la tierra fue poblada por robots.

R1, el robot, sabía que oculto dentro de un robot se escondía una semilla de ser humano capaz de recomponer la humanidad.

Para recomponer la humanidad era necesario encontrar al robot que contenía la semilla de humanidad.

R1 Sabía también que el secreto estaba en aquella caja que no cesaba de abrir y cerrar sin encontrar nada en su fondo negro.

R1 comprendió entonces que no encontraría jamás el secreto escondido en un sucio cajón vacío.

Entre los miles de robots, sólo uno de ellos llevaba oculto, sin saberlo él mismo, la semilla que podría reconstituir la humanidad. ¿Cómo encontrarlo?

R1 sintió la derrota. No podría jamás descubrir a ese único robot y sin descubrirlo ya no podría jamás reconstruirse la humanidad.

Abrió la caja, miró su fondo negro, cerró los ojos de robot y lloró lágrimas de robot.

Lloró largo tiempo con sus ojos cerrados.

Cuando abrió sus ojos, miró el fondo de la caja vacía, descubrió que sus lágrimas la habían limpiado. La caja ahora brillaba como un espejo.

En el fondo, ahora se reflejaba una imagen.

El espejo reflejaba la figura de un viejo en lágrimas. El anciano, desde el espejo dijo:

– Entre todos los robots se esconde uno que contiene la semilla, pero él lo ignora.

El viejo del espejo calló un largo rato. Luego agregó:

– Descubrirás al robot que lleva la semilla de humanidad oculta dentro de sí porque …

El anciano calló…luego concluyó:Él es el único robot capaz de llorar.


Patricio Vial

El secreto

Hace algunos meses.

Eran las cinco de una mañana de un verano de hace muchos años. Los pájaros ya habían comenzado su canto hacía un rato. La joven Rocío se levantó y salió de casa, vestida sólo con su pijama. Caminando despacio, cruzó el jardín por la verja y se adentró en el bosque. No fue una noche tranquila, había dormido sola, en el sofá. Después de una discusión con su pareja, Carlos, no era posible acostarse juntos. Siguió el camino que solía tomar para entrar en el bosque escuchando atentamente los sonidos de la naturaleza.

Como de costumbre, se sentó bajo el castaño, apoyó su espalda en el tronco, empezando a hablar dirigiéndose al árbol como hacía siempre que estaba triste. Fue entonces cuando apareció un hombre, tenía un rifle y una liebre. Se detuvo y le preguntó si estaba bien. Era un hombre desconocido, pero Rocío estaba lo bastante desesperada como para contárselo a él. Desesperada, Rocío le dijo que ya no era posible vivir con su marido y que quería abandonarlo. El hombre la tomó en sus brazos y la besó. Rocío llorando se dejó llevar e hizo el amor con el desconocido. Me llamo Jorge, dijo. Y se fue.

Yo soy el árbol.

Unos meses más tarde Rocío vino a sentarse a mis pies y apoyó su espalda en mi tronco, empezó a hablar dirigiéndose a mí. Se había quedado embarazada y su barriga era muy prominente. Era una tarde de mediados de agosto, sin luna, el cielo salpicado de innumerables estrellas. De vez en cuando una caía de la bóveda celeste como una lágrima caliente que corría por las mejillas de Rocío.

Parió sola, allí en el suelo, cerca de mis raíces.

Hoy, día 3 de abril de 2025

¡Ay! ¿Qué pasa? Tengo que moverme, estoy cansado de esta posición. No hay mucho espacio, estoy encerrado en este lugar lleno de algo que parece agua. Todo está oscuro. De vez en cuando doy patadas a ver si alguien me responde. Generalmente, después de patear, me parece que alguien me toca y me dice que me calme. No puedo. Oye, tú ahí fuera, trata de entenderme, soy un bebé, pero estoy muy nervioso y cansado de estar aquí, así que tengo que hacerme notar. Y empiezo a retorcerme tanto como puedo. ¡Dale! dejadme salir, por favor. Por fin llegó el día tan esperado. Después de un largo esfuerzo, ¡estoy fuera! Pero qué sitio tan extraño, que áspero y sin agua. Aprendo a respirar, tengo hambre y frío, alguien me envuelve en una especie de manta, me toma en sus brazos y me besa. Lloro y lloro. No paro de moverme. Una voz femenina, creo que es la de mi madre, dice que me llamo Jorge, como mi padre y soy un niño secreto y precioso. No sé qué significa, pero está bien.

Yo soy un castaño, llevo muchos años viviendo en este bosque y mi trabajo consiste en escuchar historias y guardar secretos. Especialmente el secreto de Rocío.


Raffaella Bolletti

El secreto

William Adolphe Bouguereau – El secreto 1876

Esa mochila invisible, con la que cargas desde que naciste. Esa mirada de extrañeza y lejano desarraigo de tu padre. Tus intuiciones en aquellos momentos en que tu madre se queda como absorta en un punto. Le ha dado un aire, piensas. Pero cuando se levanta y ves su camisa como salpicada de manchas que podrían ser de aceite y sus labios de boca grande, ávida, cubiertos de algo parecido al rocío, piensas lo contrario. En el brillo de sus ojos ves la tristeza clavada a martillo e imaginas que su corazón es un clavo. Te trata igual que a tus hermanos, pero a ti, te mira de otra manera. Eso te ha hecho más vulnerable. Como si todos esos ojos que te atisban fueran balas dispuestas a herirte de sangre. En el colegio tus compañeras, en corrillos al azar, se ríen de ti. Cuando juegas con ellas te dan la espalda. Por eso disfrutas cuando vas a misa los domingos. Eres la única que recibe la eucaristía con un guiño.


Sylvia Navone

La carta olvidada

Andrés está tranquilo en su casa: Elisa ha salido para llevar a Samuel a la guardería y él se está preparando para ir a la oficina. Acomoda los platos del desayuno en el lavavajillas y se dirige al baño para cepillarse los dientes. Mira el reloj y tiene tiempo de sobra para la reunión de las 9:30. Le gusta mucho la puntualidad.

A último segundo decide cambiar la corbata. La que tiene es demasiado vistosa y no es época de carnaval. Abre el armario y nota un sobre que sale del clóset de su esposa. Es un sobre normal, sin ninguna indicación. Decide abrirlo para descubrir qué es.

Querido Carlos,

Han pasado cuatro años desde aquella noche, y he guardado un secreto que ya no puedo ocultar: Samuel no es de Andrés, sino tuyo. Sé que esto te sorprenderá, pero en su momento, el miedo me paralizó y no supe cómo decirte la verdad.

He intentado olvidarlo, pero mi conciencia me atormenta cada día más. Siento que necesitas saberlo. 

Lamento el dolor que esto pueda causarte, pero ya no puedo seguir viviendo con este silencio.

Elisa.

Su mente se detiene, incapaz de procesar lo que acaba de leer. Siempre confió en Elisa y ha tratado de brindarle lo mejor del mundo para que ella pudiera criar al niño. Se ha roto el lomo trabajando y la recompensa es una puñalada en la espalda. Trata de mantener la calma, a pesar de lo difícil que es. No puede faltar a la reunión, entonces sale.

Mientras espera el ascensor llama a Elisa:

—Mi amor, ¿qué tal si almorzamos en el restaurante libanés que tanto te gusta? Está cerca de mi oficina. — pregunta tratando de ocultar su enojo. (¿Lo habrá conseguido?)

—¡Claro que sí, cariño! — responde contenta.

—Bueno, entonces llama y reserva una mesa para las 3. ¡Muchas gracias!

—¡Está bien! Nos vemos ahí adelante. — y cuelga.

Se pasa la mañana pensando en qué decirle a su esposa. No quiere hacer un escándalo. Necesita medir bien sus palabras. Está distraído. La reunión es muy aburrida. Las palabras del jefe se convierten en ruido blanco mientras Andrés sigue atrapado en sus pensamientos. La reunión termina y todo el mundo vuelve a su oficina. Andrés no para de mirar el reloj para ver a qué hora puede salir.

—Hola mi vida, dice Elisa, sonriéndole a su esposo.

—Hola cariño. Andrés no sabe disimular sus sentimientos y tiene miedo de haberle respondido de manera brusca. —Sentémonos en nuestra mesa.

—Elisa, necesito hablar contigo. Tengo unas preguntas muy importantes para hacer. Andrés es muy cortante con sus palabras.

—¿A qué te refieres, corazón? — lo mira con cara de asombro.

—¡Te juro que no pasó adrede! Esta mañana estaba en nuestra habitación y por casualidad encontré una carta de tu puño y letra para un tal Carlos. — suelta Andrés.

—¿O sea que estabas esculcando entre mis pertenencias? — Elisa no se lo puede creer.

—¡Qué no! Te estoy diciendo que la susodicha carta sobresalía del armario. Yo no estaba buscando nada. Aquí el asunto es el contenido de la carta, no cómo la hallé. — Andrés se da cuenta de que Elisa está intentando darle la vuelta a la tortilla. — ¿Quién es el tal Carlos?

—Yo soy ama de casa, ¿acaso yo me pongo a mirar tus documentos personales? — contesta ella.

—¿Eso qué cojones tiene que ver? Te estoy preguntando que quién mierda es Carlos. — Andrés está perdiendo la paciencia.

—¡Este no es un asunto tuyo!

—¿¿Estás loca?? En la carta admites que Samuel no es hijo mío, sino del tal Carlos. Significa que me has engañado y has quedado embarazada de él. ¿¿Cómo no va a ser asunto mío??

—¡Cálmate!

La conversación sigue y Andrés pide el divorcio. Elisa no tiene ni trabajo, ni propiedades, así que él tendrá que asumir todos los gastos que conlleva su decisión, pero no sabe cómo gestionar el asunto de Samuel. Lleva su apellido y, en todos estos años, lo ha criado como hijo suyo, ahora no puede dar marcha atrás. ¡Eso es lo único que le duele en esta pesadilla!


Samuel acaba de cumplir 18 años y sus padres se han esmerado para prepararle una maravillosa fiesta. Está emocionado, por eso no entiende cuando su padre, con tono muy cortante, le dice que quiere pasar un día entero con él para contarle algo muy importante. Está preocupado. ¿Qué querrá decirle?

—Samuel, perdóname lo brusco que voy a ser, pero no hay otra forma de contarte eso. — dice Andrés.

—Papá, ¡me estás asustando! ¿He hecho algo que no debías? contesta incrédulo.

—No, no, ¡tranquilo! Pero ya es hora de que sepas la verdad.

—No entiendo nada.

—Hace mucho años, cuando tú todavía era muy pequeño, me enteré de que tu mamá tenía un amante y tú naciste de esta relación amorosa, así que no eres mi hijo biológico. — comienza Andrés.

—¿Qué? ¿Y aún así te quedaste?

—¡Claro que sí! Tú no tenías la culpa, ni mucho menos. Siempre te quise y siempre te querré.

El sombrero de Carito

Los secretos son mentiras

A ver, ¡Cuantos secretos! – pienso, mientras estoy viendo uno de los episodios de una serie de Rtve-play, una de mis costumbres viciosas que me justifico pensando que, como los actores hablan en español, a mí me sirven para repasar el idioma. Y también para reflexionar sobre los secretos, con los que yo no tengo casi ninguna relación. Una de las protagonistas tiene un amante casado, otra es lesbiana, otra va a huir de casa, otra tiene un novio que no pertenece a su nivel social… y para que nadie pueda saber nada de todo eso, cuando hablan dicen un montón de falsedades. Porque los secretos son mentiras, ¿verdad? Si quieres o tienes que esconder un aspecto de tu vida, necesitas ocultar cada día más verdades, ¿es así?

Pero, para mí, los secretos solo son deberes, para no asustar a la familia con nuestros problemas, para no preocupar a los amigos y, sobre todo, no provocarles ansiedad a nuestros padres.  Así como es un deber este secreto mío que, claro, no lo voy a contar porque… Porque es mejor que no.

Bueno, necesito relajarme, voy a seguir viendo la serie televisiva sin pensar en las mentiras: después de todo, nada de este cuento es verdad, es fantasía, es un mundo irreal, una historia que tiene que inventar cada día algo nuevo que capture la atención del público. 

Así que me echo en el sofá y sigo viendo la tele.


Silvia Zanetto

Nombre secreto

Cada niño de la tribu tenía un guardián al nacer. No era un ser visible, sino un espíritu animal que lo acompañaría en su camino. Pero el guardián jamás podía ser llamado por su verdadero nombre, pues si un enemigo lo descubría, podría debilitar su espíritu.

Él era diferente a los otros niños. Mientras ellos corrían por el río o aprendían a cazar, él recitaba versos al viento, componía rimas sobre las estrellas y le cantaba a la luna. Las palabras brotaban de él como el agua de los manantiales, sin esfuerzo, sin medida.

Una noche, mientras dormía junto al fuego, sintió un aleteo suave junto a su oído. Abrió los ojos y vio una figura de plumas blancas. Era un búho majestuoso.

—¿Eres mi guardián? —susurró.

El búho respondió:

—Siempre he estado contigo. Soy el guardián de tu voz, de tus palabras. Pero no debes decir mi nombre en voz alta. Si lo haces, perderé mi fuerza para protegerte.

El niño sintió que un poema nacía en su pecho, pero lo guardó en silencio. Desde aquella noche, el búho siempre estuvo cerca: en el aleteo de las hojas, en la sombra que cruzaba la luna, en el murmullo del bosque. Siguió creando versos, sabiendo que cada palabra era un canto sagrado.

Dicen que, después de muchos años, un gran búho blanco aún vuela sobre la aldea, susurrando versos a los niños soñadores, a los que llevan poesía en el alma.

Maria Victoria Santoyo Abril

Nuestro tiempo


Blanca Quesada

Reto secreto

Te cuento en concreto el secreto de la secretaria segregada sentada en un sillón obsoleto sigilado y firmado por su nieto inquieto silbando sin respeto completo del veto discreto.


Graziella Boffini

¡¡¡JÚRAMELO!!!

La casa donde nació Anna estaba en una calle tranquila cerca de una zona comercial bastante famosa en aquellos años. Los edificios que daban a la calle databan de principios del s. XX. De hermosa piedra y ladrillos rojos, contraventanas y portales en madera maciza y oscura. Las casas eran hermosas y estaban llenas de historia, pero Anna solo se dio cuenta de ello después. Para ella eran simplemente “casas viejas”, las casas bonitas eran las de los grandes bloques modernos en las afueras, donde vivían algunos familiares; con ascensor y persianas de plástico que subían y bajaban como por arte de magia. 

Anna fue la primera niña que nació en la vieja casa después de la guerra. (Sus padres siempre le recordaban con orgullo que había sido concebida el 25 de abril).

A medida que el recuerdo de la guerra se desvanecía, los lazos rosa y azules se sucedían colgados en el viejo portal. Y así fue que al cabo de pocos años una pequeña comunidad de criaturas empezó a poblar la casa. 

Se forjaron amistades, juegos en la acera, con patines, pelotas y la rayuela dibujada en el asfalto. Durante los años de primaria, Anna entabló una amistad profunda con Gabriella en cuya casa pasaba los días, ya que tenía una habitación para sí misma, un lujo extraordinario para Anna. 

—¡Sé una cosa! – decía Gabriella – pero es un secreto, ¡jura que no se lo dirás a nadie!

Anna juraba cruzando los dedos sobre los labios esperando la gran revelación. Por lo general se trataba de cuestiones de amores improbables entre los niños del edificio. 

—¡Franco está enamorado de Claudia! – decía – Lo vi ayer dándole todos sus caramelos.

—¡Renata está enamorada de Giorgio! El otro día le prestó sus patines nuevos. 

—Carlo, ayer, cuando Franca se cayó, escupió sobre su rodilla arañada para desinfectarla, ¡está claro que le gusta!

Anna juraba siempre sobre esos secretos fantasiosos. Quizás le hubiera gustado ser la protagonista de uno de esos secretos. Pero nunca sucedió. 

Los años pasaron rápidamente. 

Anna, al fin conoció el amor con sus pasiones, su ternura y su ferocidad. 


Iris Menegoz