
Delvaux



— Hola Consuelo, ¿qué tal la noche?
—Hola Consolación, fue una noche cualquiera. A las nueve llegó el viejo Juan, borracho y sucio como siempre. A pesar de sus esfuerzos y de los míos terminó llorando. ¡Una pena! Pero paga bien y es cortés.
— Qué triste trabajo el nuestro, Consolación. Un día de estos me alejaré de esta ciudad corrupta y feroz escupiendo en la cara a nuestro patrón Ramón. ¿Qué tal fue tu noche?
— Fue muy dolorosa. Llegó un chico jovencísimo, era su primera vez. Me enterneció. Tenía la misma edad que tendría mi hijo si esta bestia de Ramón me hubiera dejado tenerlo cuando me quedé embarazada. ¡Qué trabajo inhumano el nuestro! Mira Desesperación cómo llora. Anoche la pobre no encontró clientes y el cerdo de Ramón le pegó. ¿Qué te parece el lindo joven tumbado sobre el sofá de terciopelo verde?
— Consuelo, es Narciso, el principito de Ramón. Su joya más preciosa. Su rara flor.
Para él solo hombres seleccionados, adinerados, nobles, políticos… ¡limpios! Ese chico en una noche gana para Ramón más que nosotras tres en un mes.
¿Sabes? Sigo pensando que una noche de estas tomo el primer barco que pasa por el río y me voy lejos, muy lejos, donde nadie me reconozca. ¡Vente conmigo!
— Me encantaría, Consolación, pero conoces a Ramón y a sus matones. No solo nos encontraría, sino que probablemente nos mataría.
— ¡No me importa! No quiero seguir viviendo esta vida de mierda, Consuelo. Lo intentaré y, cuando estés lista, vendrás conmigo.
— ¡Muchas gracias, querida, es un sueño precioso! Quizás, un día… Ahora estoy tan cansada que quiero solo dormir y soñar con un barco, un río, la libertad.


Soy la niña que mira desde el espejo. Ellas vienen y van por la casa, atraviesan umbrales, calles, laberintos. Las observo desde mi escondite detrás del resplandor del vidrio, mientras cruzan por estaciones donde nadie sabe si los trenes llegan o están por partir. Ellas pasan cargadas de bolsas, de niños. Sus brazos enredados en el brazo de algún acompañante. Sin embargo, están solas. Arrastran su misterio envueltas en tules y algodones, la piel recubierta de invisibles tatuajes trazados por siglos de aporreos y caricias. Pero no pueden resistir a mi llamado. Ante mí se detienen como diosas carnales de una mitología en desuso. Las miro desde el fondo de esta especie de altar que han levantado ellas mismas. Frente a mí confían sus intimidades, se desvisten sin tapujos como ante ojos inocentes. Mujeres jóvenes, viejas, no importa la edad que tengan, ante mí se demoran a limar arrugas, retocar cabellos, a ensayar la alquimia de los afeites. Se sacuden el hastío acumulado en los años, lavan faltas y culpas, secan lágrimas. La edad no importa, cuando ellas se miran al espejo proyectan sobre mi pequeña imagen su reflejo. Y entonces resulta difícil distinguir quién se parece a quién, si ellas a mí o yo a ellas. Desde siempre nos une esta semejanza incierta. Soy la niña que mira desde el espejo, esa que todas abrigan en lo más hondo del corazón.


El azul amarillo del cielo aparece entre ese bosque hipnotizador, cuyos árboles tan verdes nos encantan. No hay aldeas, no hay viviendas, solo un edificio de la estación, donde se puede llegar de quién sabe dónde, o irse a los lugares más lejanos del mundo. El bosque es denso, casi sin fin; aparece una colina igual de verde. El silencio es infinito, no hay ni voz ni respiración: no hay nadie humano, ni una bestia o una mascota. Esa mudez nos angustia y al mismo tiempo nos encanta. Aquí solo estamos nosotras: Camille, mi hermana gemela Amelie y yo.
En el misterio callado de la estación se oye un ruido sutil, casi como si no fuera verdad. Pero es verdad: el tren que estábamos esperando casi silenciosamente llega, tirando su humo hacia el cielo.
— ¡Vamos! — me dice Amelie — ¡ha llegado!
Veo su sonrisa, su mirada sobreexcitada: no parecemos gemelas ahora. Yo querría escapar del tren, de la estación, de quien estamos esperando. Querría esconderme en la parte más densa del bosque, ascender a la colina, elevarme al cielo azul amarillo…
— ¡Vamos! — me grita Amelie — ¡Papá ha llegado!
Después de todos estos años. Tras dejarnos a nosotras y a nuestra madre.
Todo este silencio verde, angustioso y encantador, se va a desaparecer, cuando él baje del tren. Casi no recuerdo su voz, pero estoy segura de que no pertenece a este mundo.
Amelie corre hacia el tren, yo sigo aquí.
Las puertas del tren ahora están abiertas, pero no baja nadie. Nadie.
La mirada de Amelie se encuentra con la mía: ahora somos gemelas otra vez.
El silencio vuelve a ser infinito.


Es un martes cualquiera, un mes cualquiera, ya no importa. Juliana pasea por esa avenida que solía recorrer cada día, con su amiga Carmen. Las dos evitaban coger el transporte público o el coche e iban de camino al trabajo. Todos los días pasaban por una avenida muy transitada que conducía desde los barrios periféricos hasta el centro de la ciudad. Con el paso de los años, motos, ciclomotores y bicicletas se fueron sumando al tráfico de automóviles. También pasaba un autobús. En los últimos años, muchos patinetes eléctricos habían empezado a transitar por la misma carretera. Las amigas se dieron cuenta de que pocos conductores respetaban las normas del código de circulación, los límites de velocidad y el sentido común… Parecía una pista de carreras; las bicicletas y los patinetes zumbando a un lado y a otro como locos, a menudo incluso pisando la acera. Una mañana al cruzar la calle con el semáforo en verde Carmen fue atropellada por un patinete que iba a toda velocidad y no la había visto. Mientras Carmen estaba en el suelo en la carretera, un coche que no había respetado las señales del semáforo, también la atropelló. Carmen murió en la UCI donde la ambulancia de la Cruz Roja la había llevado. Juliana, siguió andando y transitando por la misma calle por la que solían caminar. Otras personas fueron atropelladas en aquella carretera. Juliana ya no trabaja, se ha jubilado, pero sigue dando paseos por la misma calle que desde unos meses se ha convertido en una zona peatonal, y que cuenta con dos filas de farolas, dos hileras de árboles, y algunos bancos. Hace unos cuantos días, al cruzar la avenida, esa, por la que suele caminar, le parece oír lamentos, palabras como si alguien hablara en un susurro, o estuviera llorando. ¡Qué raro! a esa hora de la mañana no pasaba casi nadie por allí. En ese momento no había ni una persona delante ni detrás de ella. Estaba sola, y era extraño que siguiera oyendo gemidos y susurros, como si alguien quisiera que se detuviera a pensar.
Ese día decidió pararse un rato y escuchar mejor. Nadie a su alrededor. De pronto una voz le dijo: <Mira atentamente en medio de la avenida, ¿no ves nada? Estamos aquí.> Juliana se detuvo en seco, un poco asustada y fue entonces cuando los vio. Unos esqueletos lloraban y se desesperaban alrededor de otro esqueleto que parecía estar dentro de una especie de tumba. <Presta un poco de atención, ahora te explicaremos quiénes somos y por qué estamos aquí>, dijo uno de ellos. <Soy tu amiga Carmen. Los esqueletos que ves a mi lado son los de los que fueron atropellados. El que está en la tumba es el esqueleto de la última víctima. Acabamos de recuperarlo y lo ponemos aquí. Rezamos, lloramos, nos apenamos. Juliana, ya lo sé, no hay regreso, me consuela tu persistente dolor, no te has olvidado de mí. Me doy cuenta de que todo sigue igual que antes. Cuantos cadáveres, llegan, pasan, se reducen a polvo, pero recuerda que no somos sombras desvanecidas, nuestro mundo continúa aquí bajo tierra.> Juliana se levantó aturdida, quería decir algo, pero todo había desaparecido ya de su vista. Quién sabe, tal vez había sido una alucinación, motivada por su dolor…

Era mi último día de vacaciones y la enésima vez que me sentaba en el incómodo sofá con el fin de admirar aquel cuadro. La escena era fascinante a la vez que surrealista. Representaba a un grupo de esqueletos rodeando la tumba del que se suponía haber sido un laureado militar cuyos restos yacían apenas cubiertos por una sábana blanca. Varios de aquellos descarnados todavía lucían sudarios y los llevaban puestos a modo de túnica. Uno de ellos, de huesos amarillentos y erosionados, situado a la cabecera y que, a su decir, pues ya no le quedaban atributos que lo demostrara, había sido obispo, se erguía con altivez, gesticulando con ademanes afectados. Otro, más pequeño, y encorvado sobre la tumba, le escuchaba distraído mientras rastreaba el interior del sepulcro en busca de alguna moneda, remanente de su época como recaudador de impuestos.
«Fijaos», clamaba con amargura uno que portaba túnica amarilla y al que en apariencia nadie le hacía caso. «Mirad qué injusticia que debamos compartir espacio con mendigos y que no podamos en la muerte conservar nuestra posición social” Y señalaba con desprecio a un carapacho que, agachado a los pies del sepulcro, parecía querer pasar desapercibido.
«Tiene razón – murmuraban, chasqueando las mandíbulas, otros dos entre sí. «Ahora mismo no somos más un simple montón de huesos»
«De esta manera, nadie podrá reconocer la importancia de nuestro rango», continuó con tono de frustración el esqueleto obispo. El recaudador de impuestos asintió, refunfuñando más por el disgusto de no encontrar ninguna moneda que por estar de acuerdo con el discurso del pretendido mitrado.
Hablaban todos con resentimiento y orgullo, recordando los días en que caminaron entre los vivos con poder y autoridad. Sin embargo, conforme escuchaba la conversación, algo dentro de mí se removía ¿Realmente importaba, después de la muerte, el estatus social o las posesiones adquiridas en la vida? ¿Acaso no éramos todos iguales frente a la inevitable parca?
Las palabras de los esqueletos resonaban en mi mente mientras yo permanecía todavía abducido por la escena que se representaba.
De repente, una mano se posó sobre mi hombro. «Es la hora del cierre, señor», alguien me espetó.
Giré la cabeza sobresaltado. Era uno de los vigilantes del museo que me señaló un enorme reloj situado en la pared y que marcaba ya las cinco y media. Asentí a la vez que me ponía en pie.
Miré por última vez al cuadro y me despedí sin palabras. Al día siguiente debía volver a mi país y lo hacía con una nueva perspectiva de las cosas. Atrás quedaba aquel mundo de muertos atrapados en un eterno diálogo. Seguramente echaría de menos sus reflexiones, pero al fin y al cabo tan sólo eran montones de huesos.
Me encaminé hacia la salida, pero antes de dar dos pasos un escalofrío recorrió mi cuerpo al escuchar como una voz profunda decía «hasta la vista».
Miré sorprendido a mi alrededor y advertí como los descarnados también habían parado su conversación para, tan sorprendidos como yo, reparar en mi persona. En absoluto silencio me saludaron haciendo un leve ademán con sus manos.
Entonces comprendí que se estaban despidiendo de mí, y que había sido mi propio esqueleto el que había hablado..

— Cuando todo está programado y lo sabes; el vuelo de la mariposa, la tela de la araña, la formación de la vida es una fórmula matemática grabada para siempre en las entrañas de cualquier bestia, en especial en los seres humanos, estamos inmersos, programados, buscando de forma continua el porqué de lo evidente. El tiempo y el espacio son uno, nadie está y es. Somos unos ingratos, debemos habitar desde que nacemos. Existimos en un episodio en la evolución; por eso es evidente que debemos perecer, con todas sus partes: obertura, recitativo, aria y coros. Somos ensayos de la memoria de la vida. Nos moldea: los huesos, los músculos, los tendones y los órganos. Lo blando y lo importante dentro, protegido. Por fuera lo más resistente y en lo alto la organización que envía mensajes que antes de nacer da vida a lo que ya está vivo.
Es un edicto como el orobal que nace en un sitio y necesita algo concreto para crecer, reproducirse y seguir un recorrido concreto. Porque la vida no puede permitirse un segundo inmóvil.
¡Una jaculatoria para el corazón! Todos nos vamos a quedar sin él. Las partes blandas desaparecen primero, por un tiempo la osamenta permanece y los huesos como las baquetas de un tambor creen que son útiles, pero sin piedad, porque el ojo ya no ve los colores del arco de lluvia, la cuenca está vacía y el magín se fue.
— Todos vamos a morir, pero por favor, profesor, siempre será mejor en un cuadro lleno de oropel y con un anafre.
— Bueno, querida alumna, en su caso lo mejor es el dogma y un hornillo calentará algo los huesos en el cielo o en el infierno, dónde usted prefiera, es un artículo de fe. La clase ha terminado. El próximo día veremos la matemática perfecta: la embriología.
— Será mejor irnos a una fiesta de carnaval. Yo seré un esqueleto, así me voy preparando, o un feto ¿No será lo mismo?
— Hasta mañana. Disfruta tu serendipia.


— Hola querida, ¿qué te parece si nos vamos a ver Delvaux? ¿Este finde? ¿Qué te parece?
— Pedro cariño, el sábado sería perfecto: ¡están abiertos hasta las 19! Pero te digo la verdad: ¡eso sí que no me lo puedo creer! Tú que propones acompañarme a ir de compras… tú que siempre has odiado ir de compras, es un sueño, si estoy durmiendo por favor que no me despiertes.
— Pero querida, ¿qué has entendido? te estaba proponiendo ir a ver la exposición de Delvaux, el famoso pintor… me he enterado de que hay una exposición de sus obras en Bélgica, parece bastante completa.
— ¿Me estás diciendo que no vamos a ir de compras? Son caros, pero son muy bellos, a la moda y elegantes esos bolsos; la tienda de bolsos Delvaux está en vía Bagutta, justo en el centro de Milán, cuadrilátero de la moda, para ser más precisos, en vía Bagutta número 10. A propósito: ¿quién es este Delvaux pintor que se llama como mi marca preferida de bolsos?


En traje de noche, estaba sentada en una logia como en el teatro y contemplaba con asombro una pequeña ciudad antigua situada al pie de un volcán amenazador. La gente se dedicaba a sus ocupaciones, ligeramente vestidas como conviene en el azul mediterráneo de un cielo sin nubes. Un pequeño pueblo tranquilo donde me hubiera gustado vivir.
En primer plano sobre la amplia explanada del templo principal dedicado a algún Apolo rodeado por sus adoradoras, un sofá de color verde, idéntico al que he elegido para decorar mi boudoir. Tendido sobre él, un efebo completamente desnudo de extraordinaria belleza. Se parecía a Antinoo, al menos como lo describía Marguerite Yourcenar: «una cabeza inclinada bajo una cabellera nocturna, ojos que el alargamiento de los párpados hacían parecer oblicuos, una cara joven y ancha». Fue mi primer amante.
A unos pasos de él, bajando elegantemente los pocos escalones de una galería. Yo era rubia en ese momento y, también yo, desvelaba impúdicamente mi cuerpo como se ve natural en este escenario. Yo era muy hermosa.
Ambos somos perfectos, como lo son los modelos de cera, somos indiferentes y parece que no nos vemos el uno al otro. Como tampoco vemos a la joven, en el fondo, desnuda también ella, apoyada sobre una lápida, con el pelo suelto, llorando por el niño que acaba de perder. Era nuestro hijo.
Una detonación inesperada rompió el silencio de la escena, una oscuridad total invadió la habitación donde dormía: «se formaba una nube con el aspecto y la forma de un árbol y haciendo pensar sobre todo en un pino.» (Plinio el joven)
