Comiendo uvas

Comiendo uvas, 1898
JOAQUÍN SOROLLA Y BASTIDA (1863 – 1923)

— Me encantan las uvas. Gracias, señor Joaquín.
El pintor, sin decir palabra, había instalado al niño en un asiento cubierto con una sábana blanca suspendida en un gran marco de madera que hacía telón de fondo. Acababa de depositar en su mano un magnífico racimo de uvas verdes cuya transparencia testimoniaba la madurez. Ávidamente, el muchacho ya había introducido en su boca codiciosa un par de uvas.
— Espera, chaval, podrás comértelos más tarde. Espera un poco mientras te dibujo.
El muchacho permaneció inmóvil con la mano delante de su boca. Miraba con miedo al pintor. Se veía que ese temor era habitual.
Sorolla pensó que debía captar esta actitud, hizo un gesto para decirle que no se moviera, cogió el cuaderno y el lápiz voló sobre el papel blanco.

— ¿No tengo que desnudarme? —dijo tímidamente el joven desconocido.
— Claro que no, respondió el pintor sonriente.
— ¿No soy lo bastante guapo? Todos los amigos que os han servido de modelo tenían que desnudarse para posar.
— ¿Qué te parece? ¿Te gusta?
Su mirada de nuevo se estremeció de miedo.
Sorolla no dijo nada, trataba de encontrar, mezclando los colores y el agua, el salmón de la camisa que llevaba el niño. Prácticamente lo había elegido por eso. Este tono, que se mezclaba perfectamente con la tez morena que salía del rostro del niño bajo el gran sombrero de paja que le daba sombra, le encantaba.
— ¿Puedo comer ahora?
— Claro, amigo mío, y si quieres te pintaré en la playa el próximo verano.



Jean Claude Fonder

La sonata

Mañana en la casa del artista, 1914
PAUL GUSTAVE FISCHER (1860 – 1934)

Las últimas notas del primer movimiento de la sonata fácil de Wolfgang Amadeus Mozart resonaron en la bonita pero todavía fresca veranda que daba al jardín soleado. Juana se volvió y preguntó:
— ¿Te ha gustado?
— ¿Eso era Mozart?
— Sí, la sonata K545.
— Prefiero Schubert, La muerta y la doncella, respondió María, levantando apenas un poco los ojos de su libro.
— Y tú, ¿qué estás leyendo?
Sentada en su cómodo sillón de terciopelo rojo pareció despertarse de un sueño, y estirándose, miró durante un rato largo a Juana.
— Virginia Woolf, Al faro. El tiempo pasa.
Juana volvió a instalarse delante del teclado y con suavidad hizo fluir ligeras las notas del Andante.
De repente, los embriagadores efluvios del ramo de peonías que Mireia preparaba en un jarrón sobre la mesita se mezclaron con las notas que impregnaban la atmósfera. Su simple vestido rosa giraba en la acogedora habitación.
Juana entonces, comenzó alegremente el Rondó incandescente y generoso de la famosa sonata.



Jean Claude Fonder

El Libro favorito

—En fin, niños, ya casi es la hora de volver a casa…

Estamos aquí desde hace horas, en el jardín, bajo el plátano que tanto le gusta a Daniel. Y la alegría en sus caras no es sólo porque es el último día de clase.

—Así que, ¿le regalamos ya el libro a Daniel? — me preguntan. —¡Ha sido fantástico escribir todos estos cuentos para él! — ¡Seguro que le van a encantar! — ¡Tendrá todo el verano para leerlos —Ya, pero un lector apasionado como él, ¡seguro que los va a leer en dos horas! —Pero no, ¿qué dices? ¡Volverá a leerlo un montón de veces! ¡Un libro escrito por sus compañeros justo para él! — gritan.

De repente, un susto me golpea y me quita la sonrisa de la cara. 

Porque él no está aquí.

—Chicos, ¿Sabéis dónde está Daniel? No lo veo…

—No estaba con nosotros cuando leímos los cuentos… —¡Yo no lo veo desde antes del partido! —Ya, ¡a él el futbol le da asco! —No ha participado al partido, ¡seguro! — ¿Y después? 

Yo, que soy la maestra, no me he dado cuenta de que he perdido a un alumno. Como mínimo, me van a despedir.

—Yo sé dónde está Daniel— dice la niña más pequeña. ¿Os acordáis lo que ha escrito en su cuento? Que cuando quiere escaparse de un partido…  

— ¡Se esconde en la biblioteca! — contestan todos.

Con el corazón que me explota, corro con los niños hasta la biblioteca de la escuela, pero… 

—Maestra, Daniel tampoco está aquí — me gritan.

—¿Cómo que no está? A ver ¡Vamos a leer su cuento!

—Aquí está. Dice: “creo que si cierro los ojos muy muy fuertes, el hechizo se cumplirá, me volveré ligero, transparente y finalmente desapareceré entre las páginas del libro…”

—Entonces está en el libro — Tenemos simplemente que sacarlo de allí y… — Y ¿te parece fácil? ¡Mira donde estamos!

Los niños miran consternados a su alrededor: centenares y centenares de libros. 

Siempre he estado orgullosa de la amplitud de la biblioteca de nuestra escuela, pero hoy…

—Maestra, para mí Daniel está en su libro favorito… ¿Alguien sabe cuál es? — ¡Yo no lo sé! —¡yo tampoco! —es que a Daniel le gustan tantos libros… —Tenemos que callarnos, a lo mejor así podremos oír si nos contesta…

Y por fin se oye la voz de Daniel, muy sutil, desde el interior de un libro.

—¡Este es su favorito! ¡Tenía que haberlo imaginado! ¡Es también mi favorito! — ¡Y también el mío! — ¡Y el mío!

—¡Daniel!— le llamo. —¡Tienes que salir de ahí!

—¿Cómo? ¡No puedo!

— ¡Inténtalo! — ¡Te vamos a ayudar! — ¡Tienes que desearlo con todas tus fuerzas! — Pero, ¿cómo puede Daniel desear salir de su libro favorito? Que además es también el mío…

—¡Tengo una idea! — dice la pequeña. — Daniel, estoy segura de que cuando sepas lo que hemos hecho para ti… Te hemos escrito un libro de cuentos, y cuando lo leerás será tu nuevo libro favorito. Mira, ahora lo ponemos aquí al lado del libro en el que estás tú…

En el silencio más profundo, dos niños abren con delicadeza el libro favorito de Daniel, hasta encontrar al compañero en el punto más apasionante del capítulo más cautivador. Luego acercan los dos libros abiertos hasta hacer coincidir las páginas.

Y Daniel salta, mientras todos los niños gritan de alegría.

— Qué maravilla! ¡Gracias! Ahora quiero quedarme aquí. Lo habéis escrito para mí…  — dice Daniel.

— Noooo! — le gritamos.

Y por fin, Daniel está aquí con nosotros, bajo el plátano.

En un par de minutos este año escolar va a terminar, y a mí no me van a despedir, por suerte.

Me imagino que queréis saber cuál es el libro favorito de Daniel… Pero no, ¡qué va! ¿Es también vuestro libro favorito?

Silvia Zanetto

Voces secretas

Como cada tarde, Ana cerró la puerta y apagó la luz. La biblioteca se quedó envuelta en su silenciosa penumbra. 

En la calle, el mendigo peruano con su llama de peluche acababa de dejar de tocar con su flauta las repetitivas y nostálgicas canciones de su tierra.

— Perdone si me permito — no quiero que piense que me molesta — dijo una voz calmada y un poco cansada— Pero ¿qué hace usted en este estante que reúne libros cuyos autores tienen el apellido que empieza con la letra C? Si no me equivoco, su apellido empieza con la letra L. De hecho, y sin querer yo vanagloriarme, está casi totalmente dedicada a mi obra. Disculpe, me presento. Me llamo Miguel.

— ¡Dios mío! — respondió una voz clara y joven — Es un gran honor hablar con usted. Me llamo Dante. En realidad, no sé por qué estoy aquí en su estante. Quizás esa chica que estaba leyendo mi libro se equivocó. Le pido perdón.

— ¡Para, Dante, para! Tú no me molestas, más bien me alegra hablar contigo. Aquí estoy rodeado de mis obras y de libros que hablan de mis obras. Háblame de ti. ¿Qué haces? ¿De dónde vienes? Tu español suena diferente al mío.

— Soy guatemalteco. Soy profesor de literatura española e hispanoamericana en una universidad de Milán y soy escritor .

— ¿Guatemala? ¿América? Me hubiera gustado ir a América. Dime, Dante ¿los jóvenes siguen leyendo mi obra?

— Su obra se lee, se leerá y se estudiará siempre, no solo en España sino en todo el mundo.

— Me alegra que a los jóvenes les guste leer ese viejo libro.

— ¡Don Miguel, el suyo no es un libro viejo, es una obra maestra!

— Muchas gracias, Dante. Pero ahora me siento un poco cansado. No estoy acostumbrado a hablar. Me pesan mis cinco siglos. Ha sido un placer hablar contigo. Recuerda que llevas el nombre de un gran poeta italiano, eso da buena suerte. Buenas noches, Dante.

Buenas noches, Don Miguel, ¡muchas gracias!

Y la noche entró como una ladrona por la ventana.

Iris Menegoz

La Bibliotecaria

Lunes 15 de diciembre de 2015, 

El metro está abarrotado, como todas las mañanas. Sin embargo, Ana está sentada. Por suerte sube en la primera estación de la línea, así que puede leer tranquilamente en su móvil. Ana es bibliotecaria, le gusta leer y estos intervalos que recupera durante el trayecto de ida o de regreso a casa le permiten disfrutar de su pasión por los libros.

Su sonrisa ilumina el vagón. Se viste siempre con bonitos colores, hoy lleva una camiseta de algodón azul con vaqueros remangados y unas botas de cuero a juego. Un moño impertinente y majestuoso corona su cara juvenil. 

Ya no piensa en sus hijos, que se han quedado a cargo de su marido. Hoy le toca a él llevarlos a la escuela. El trayecto en bicicleta primero y en metro después, son los únicos momentos en que esta sola y puede dedicarse un momento a sí misma. De lunes a viernes se levanta temprano, se ducha y prepara el desayuno para todos. Al marido le toca despertar a los niños, momento a partir del cual reina el caos en su pequeño apartamento. Algunos días llora uno, otros lloran los dos simultánea o consecutivamente, con frecuencia Ana grita. Odia llegar tarde. 

— ¡Lávate los dientes! ¿Aun no has terminado? ¡Bébete el zumo!¡Ponte el baby! ¡Mete los zapatos de gimnasia en la mochila!¡Apaga la luz!

Sobre todo, tiene que evitar que la tensión se traslade de los niños a la pareja. Cuando sale de casa tiene la sensación de que es medio día. Son solo las 8.

Ahora descansa leyendo en su pequeño y mágico dispositivo. Es un placer, tiene siempre uno o dos libros empezados, cuando termina uno empieza otro, tiene un montón de libros cargados en esta herramienta a la espera de ser leídos.

También usa Facebook como si fuera un diario. Tiene una selección de páginas que le gustan más que los periódicos de los que se ha cansado. Son páginas, revistas, noticiarios y otras fuentes que hablan y opinan sobre los temas que le interesan.

Sigue leyendo su libro “Anatomía de un instante» de Javier Cercas, esta tarde en la biblioteca hay un club de lectura y quiere terminarlo para participar. Será un día largo, pero le gusta esta actividad. Cuando sustituyó a la bibliotecaria, que fue su maestra y que se volvió a España, el club estaba funcionando bien y ya tenía un buen núcleo de lectores apasionados. El instituto Cervantes de Milán tuvo confianza en ella y hoy con el soporte del departamento cultura se devuelven numerosas actividades culturales, no solo el club de lectura inicial sino otras fórmulas: poesía, cine, taller de diferentes tipos, a veces participa en el club el autor, o la autora, como le gusta precisar a Ana. 

Pero lo que más le gusta es que la biblioteca del Instituto se ha convertido en un lugar que, más allá del préstamo de libros, películas, revistas y música, es un foro donde se encuentran y se reúnen personas interesadas por la cultura hispánica o simplemente gente que busca un lugar amigo, un bar sin cerveza, como dicen sus compañeros para tomarle el pelo. De hecho, no se puede decir que sea un espacio silencioso y recogido. Con frecuencia hay gente que habla, grupos de profesoras que se preparan las clases, estudiosos que charlan animadamente como un colectivo espontáneo de críticos literarios, parejas que hacen intercambio de conversación, niños que dibujan o se lanzan pelotas de peluche.

Ana es un poco la madre de este pequeño mundo, ha sabido rodearse de tantos voluntarios que la ayudan, porque está siempre abierta a acoger un nuevo usuario, así les llama, y intenta siempre ayudar a los que lo necesitan. Es cierto que es una labor estresante, pero a Ana le permite satisfacer su interés por las relaciones humanas y su inagotable creatividad.

La biblioteca es, ante todo, un recurso fundamental para los profesores y el alumnado del Instituto a quienes ofrece lectura, búsquedas bibliográficas y consultas para preparar cursos y exámenes. Pero el público no se limita a la gente que frecuenta el Instituto. Son sus usuarios profesores de escuelas públicas de la provincia de Milán, alumnos e investigadores de las universidades, familias españolas e hispanoamericanas, y algún espontáneo periodista, un nieto de brigadista internacional o una anciana sefardí. Todos ellos forman parte de una singular comunidad que Ana en cierta manera preside.

Ana cierra su libro electrónico, ha llegado a la parada de Duomo. Sale del vagón y sube alegremente a la plaza llevada por el flujo continuo de los milaneses que van a trabajar. Plaza Cordusio, via Dante y ya está frente al edificio en el que el Instituto Cervantes ocupa tres pisos. Sube rápidamente al primero, ocupado en gran parte por la biblioteca, entra, pasa detrás del mostrador, se quita la mochila y se instala detrás de su ordenador para consultar el correo. Hoy la biblioteca abre solo por la tarde, a partir de las 2, así que tiene tiempo para arreglar las cosas que ha dejado pendientes el día anterior, además, hay que organizar el club de lectura que empieza a las 6 y suele durar hasta la 7 y media o incluso hasta las 8. Iris, usuaria emblemática de la biblioteca, llegará un poco más tarde para ayudarla a preparar todo para el club y volver a ordenar los libros y los DVD que la gente ha devuelto recientemente.

Si Ana es la madre, Iris seria la tía de la Biblioteca: siempre presente, lista para ayudar, para dar el toque de elegancia que distingue a esta comunidad y la convierte en un lugar único. Iris es el Pepito Grillo de la Biblioteca. Si los usuarios se retrasan a la hora de cerrar, ella los hostiga con gracia hasta que salen alegremente ofendidos. Si Ana programa demasiadas actividades, ahí está Iris para censurarla. Le regaña dulcemente: no puede agotarse o adelgazará y desaparecerá, le recuerda. Todos la quieren, precisamente porque sabe manejar los acontecimientos con su modo de hacer marcado por una inagotable ironía y un humor teñido de negro. Sin Iris la Biblioteca no sería la misma.

Esta tarde la sonrisa espléndida de Iris está vestida de negro, un pantalón de lana y, en el top, una rosa roja de ganchillo de las que hace ella misma. Lleva como siempre sus gafas con dos patillas rayadas de blanco y negro y que parecen plateadas como su pelo corto. Dos pendientes de plata en forma de lágrima de los que cuelga una perla y un ligero maquillaje completan su natural elegancia.

— Buongiorno Ana, come va? tutto bene?

— ¿Qué tal Iris? Yo estoy fenomenal.

Iris habla siempre en italiano, aunque entienda perfectamente el castellano y lo hable bastante bien, pero es una perfeccionista. No quiere hacer nada que no sea absolutamente impecable.

— Hai finito di leggere il libro di Cercas?

— Sí, casi lo he terminado, pero no pasa nada, la historia la conozco bastante bien. De todos modos, tú y los demás lo habéis leído, y me parece que el debate será muy interesante, a juzgar por lo que dicen los que devuelven el libro.

— Yo ni lo intento. Es demasiado gordo, últimamente leo solo libros de menos de 100 páginas y a poder ser con letra grande. Esa lastra de mármol me destruiría la espalda, —ataja en español Iris y se pone sin decir más a desmontar las pilas de libros y de DVD devueltos por los usuarios.

A las cinco, empiezan a llegar los cluberos, como los llama Ana, que frecuentan desde hace años la biblioteca y participan siempre en las actividades que allí se organizan. Quieren sentarse en sus posiciones preferidas, delante o detrás según su afán de protagonismo o sus ansias de invisibilidad. Iris ha colocado las sillas en dos hileras alrededor de la gran mesa central y hay también otras a los dos lados para acoger a veces hasta cuarenta personas. Un grupo muy grande en el que todos se conocen más o menos.

De hecho, las conversaciones nacen, se desarrollan y el rumor crece como en una sala antes del inicio del espectáculo cuando, con una hoja en la mano, Ana pide silencio.

Jean Claude Fonder

Rosas en la puerta

El abandono se hereda genéticamente, igual que los gestos que se repiten en una misma familia. Los ademanes se eternizan cuando un nieto hace lo mismo que un abuelo al que nunca conoció. Igual que yo cuidando siempre a los demás sin pensar en mí, solícita con los más ausentes: mi padre, mi marido y mis hijos. Herede un germen que provoca en los demás un desprecio que hace de mí una víctima perpetúa, como lo fue mi madre y mi abuela, está última, a la que su marido le corto el cuello. Las huellas de sus manos dejaron una estela roja en la pared mientras se desangraba.

Ahora vivo en un tranquilo y pequeño pueblo para que la herencia familiar se acabe conmigo, para que todo se olvide para siempre. Vivo lejos de cualquier parte porque estar con gente es como romperme. Ya me pasó cuando trabajaba como enfermera en aquel pequeño geriátrico de la ciudad antigua. 

Esconderme, confundirme entre los libros dentro de una biblioteca. Este es mi lugar.

 Cada vez que un manuscrito se abre se escuchan trozos de mi propia vida.

 Las esferas que se repiten hasta el infinito se acabaran aquí. Solo soy una espectadora y me siento más viva que nunca. La soledad es la salvación. La única manera de estar viva sin dolor. Ahora, a punto de jubilarme solo puedo regresar a un panteón. 

La biblioteca esta como yo, llena de secretos, donde cada palabra tiene una historia que guardar, cada frase un mundo lleno de esquinas donde algunos no se atreverían ni a pisar. Cada vez que abro un libro me parece apretar teclas que se pulsan para bajar o subir en un ascensor antiguo, lleno de tiempos, donde las puertas chirrían al abrir un espacio con nuevos olores y sabores que llegan con cada página. Me abren a las emociones y conozco mis propios secretos leyendo a los demás.

 Me presente hace doce años a una oferta de trabajo en la “España vaciada” y conseguí ser la responsable de la biblioteca del pueblo. Llegué en un día lleno de nubes y sola. 

Mi hermana Marta y su inseparable Ángel se fueron lejos a disfrutar de la vida. Lejos de todas las muertes que sufrieron. Mi marido y mis hijos también han desaparecido perdidos como un libro que se quedó en casa de alguien. Yo por fin he dejado de ser una cuidadora, una esclava de todos. 

Ahora escucho los susurros de los jóvenes estudiantes y el silencio de los asiduos lectores o de aquellos que preparan oposiciones, hay un pequeño club de lectura los jueves y de vez en cuando viene alguien a presentar su libro.

   No hay nada que hacer sino leer, ordenar algún archivo y mirar por un gran ventanal lleno de aromas, entre los que sobresale el del jazmín de Madagascar, que formando un dosel derrama su sombra sobre los bancos de piedra. Coloreando el camino están las gardenias, las petunias, los jacintos y los elegantes lirios. Las bellas rosas blancas adornan la entrada y todas las mañanas les quito las espinas. Aquí, todos estamos a salvo.

Blanca Quesada

La biblioteca

Crecí entre pan recién horneado y libros. Corrían los años noventa y la tienda de mis padres, situada en la esquina frente a la plaza principal, vendía hogazas de pan y bollos para todos los gustos. Los míos eran de los que trabajaban desde la mañana temprano hasta el atardecer, sin embargo siempre les acompañaba una sonrisa luminosa y acogedora. Cada vez que yo salía del cole, llegaba a la panadería correteando por las calles estrechas del casco antiguo, a veces en compañía de alguna amiga a la que prometía merendar juntas bollos de chocolates y pistachos. Al cerrar la tienda y una vez en casa, el olor a pan que desprendían nuestros abrigos colgados en el perchero llenaba todo el pasillo y, curiosamente, me transmitía una tranquilidad y cierta paz interior que no sabría explicar.

Mis días pasaban sin prisa, o al menos eso me parecía a mí, pese a lo que decían los adultos, que no perdían la ocasión para quejarse de cómo el tiempo huidizo se les escapaba de las manos. De hecho, las conversaciones entre los clientes de la panadería siempre acababan con frases sobre el tiempo, y yo lo sabía de sobra porque normalmente hacía los deberes en un rincón de la trastienda donde mi padre había colocado a propósito una mesita de madera bastante baja, pintada de blanco, y unas sillitas del mismo material para que pudiera estudiar tranquilamente sola, o con mis compañeras del cole. En particular, a Carmen y a mí nos gustaba escuchar las conversaciones de los vecinos del barrio que pasaban casi a diario por la tienda, mientras nuestras mochilas se quedaban abiertas en el suelo, entre rotuladores y cuadernillos esparcidos por doquier. A la postre, creo que fueron esos retazos de charlas escuchadas a escondidas entre mis padres y sus aficionados clientes a generar en mí una forma de curiosidad e interés por las palabras que con el tiempo, habrían que convertirse en mi futuro. Obviamente hubo otra persona que me dio el empujón decisivo: mi abuela paterna, un auténtico huracán humano. 

Esa mujercita de casi ochenta años, de ojos almendrados y fuerza de voluntad arrastradora, que solía pasar por allí los viernes por la tarde, me pilló orejeando a través de la pared que hacía de divisorio entre la tienda y la trastienda lo que estaban comentando mi madre y doña Eleonor. Entonces me dijo algo que nunca voy a olvidar: “A ver niña, si te gustan tanto las habladurías, te aconsejo que leas algún cuento para los chicos de tu edad. Esas no son cosas para ti. Hay una biblioteca detrás de la plaza donde puedes escoger entre un montón de libros. Naturalmente hay que pedir el préstamo y devolver el libro dentro de un plazo de tiempo…¿Qué te parece?”.

No me acuerdo exactamente lo que le respondí, sin embargo estaba contenta porque sabía que no me iba a delatar a mis padres que, conociéndolos, me habrían echado una bronca tremenda. Pero sí recuerdo con exactitud lo que me dijo ella después: “Elvira niña, acuérdate de que en el mundo hay personas que viven la vida y otras que la dejan pasar por delante de sus ojos. Trata de estar entre las primeras”. 

No sé si hice tesoro del consejo de mi abuela. De todas formas cuando, al día siguiente, entré en la planta baja del antiguo edificio donde se ubicaba la biblioteca, después de haber atravesado un patio de columnas de forma rectangular, me pareció ingresar en un mundo nuevo y fuera del tiempo. Los largos hilares de estanterías repletas de libros, las imponentes mesas de caoba colocadas en el centro de cada sala de lectura, las luces difusas que procedían de lámparas puestas estratégicamente para crear una atmósfera elegante y relajante, en pocas palabras todo cuanto vi aquel día, cogiendo todavía de la mano de mi madre, me impresionó tanto que la imagen quedó grabada en mi memoria hasta hoy. Mi emoción tocó su ápice cuando me percaté de que justo en el centro de la biblioteca se adivinaba la base de una alta torre de origen medieval cuyo techo no conseguí ver pese a mis esfuerzos. Las paredes circulares estaban amuebladas con anaqueles de caoba sobre los cuales reposaban los libros más antiguos. Para leerlos hacía falta un permiso especial, eso dijo la bibliotecaria, doña Isabel, que nos enseñó el lugar como si fuera una guía turística. Luego, prosiguiendo en su disertación, nos informó de que el edificio  se remontaba a la Edad Media y en origen había sido el Palacete del Excelentísimo Conde Juan Osorio Del Valle, cuyos apellidos daban el nombre a diversas calles de la ciudad. Pese a que era tan solo una niña, me di cuenta de cómo brillaban los ojos de la mujer al conversar con nosotras, como si tuviera un amor reverencial hacia la historia del edificio y sus libros. Me quedé impresionada. Inútil decir que, a partir de entonces, las visitas a la biblioteca se convirtieron en mi rutina semanal, tal era el tiempo que tardaba en leer los libros que pedía prestados. 

Con el paso del tiempo, ya lo sé, cambian muchas cosas, hasta nosotros mismos, pero siempre guardo el dulce recuerdo de aquellos años de lecturas despreocupadas, meriendas a base de pan y chocolate, de conversaciones escuchadas a escondidas, de carreras por las calles que de la escuela conducían a la tienda de mis padres. A lo mejor fueron esos eventos a hacer de mí la escritora que soy ahora, y cuando mis lectores me preguntan qué lugar, circunstancia o persona me empujaron a escribir yo les contesto que fueron mi querida abuela, la vieja biblioteca del barrio y el olor del pan recién horneado.

Manila Claps………..

El espejo

Mirando en un espejo, 1787
MARIE LOUISE ÉLISABETH VIGÉE-LEBRUN (1755 – 1842)

—¿Cuántos años tienes, niña?
No responde. Una niña con la ropa agujereada, rasgada, de colores indefinibles, miraba a un soldado americano. Su boina con forma de barca volteada se reconocía inmediatamente, llevaba un brazalete con una cruz roja. La niña parecía estar hurgando entre los escombros, tenía sangre en un brazo.
— ¿Te has herido?
Ella quiso huir, el soldado la retuvo agarrando el cuello de lo que debía ser un abrigo y que evidentemente no era de su talla. Ya medía aproximadamente 1,60 m y sus pechos ya no era los de una niña. Se puso a gritar y no sin razón, la soldadesca no tenía buena reputación en esa Nápoles bombardeada por los alemanes.
— Muéstrame lo que escondes en tu ropa. Te curaré.
Se apartó y sacó un trozo de espejo que agarraba con una mano. Lo sostuvo delante de ella y se observó. Tenía un bello rostro ovalado y rasgos muy finos, sus ojos azulados en forma de almendras se bajaban ligeramente hacia el exterior, una raya central separaba dos mechones de pelo abundante, claro y ondulado. Su mirada se detuvo con insistencia. Luego se sonrió y satisfecha se volvió hacia el G.I. y le acompañó sin más rebelarse.
El juez preguntó por última vez si el divorcio fue consensuado y finalmente declaró la separación de la pareja Daniel Dunnagan y Olivia Falletti.
— ¿Olivia tiene usted algo que añadir? – preguntó el juez.
Olivia no respondió, limpió cuidadosamente una lágrima para que no correrá su rímel, y se levantó. En el pasillo que separaba el tribunal de la gran sala. Se detuvo, sacó de su bolso el espejo del que nunca se separaba y que había hecho reconstruir e incrustar en un bonito soporte de plata. Se miró largamente, su imagen era perfecta, ni la más mínima arruga, el color azulado y la forma almendrada un poco triste de sus ojos colgaban en medio del óvalo magnífico de su rostro rodeado de una cabellera naturalmente ondulante.
Ella no vaciló más y corrió en los brazos de su nuevo amante que la esperaba en medio del vestíbulo público.



Jean Claude Fonder

Una ladrona de arte

Madrid, mayo 1940

El cielo estaba despejado como era de esperar en aquella estación del año. El sol hacía resplandecer los grandes ventanales de las lujosas viviendas que flanqueaban la carretera, y las ramas de los plátanos procuraban una ligera sombra a las aceras del barrio. Pero más allá, a unas pocas manzanas de distancia, todavía quedaban las huellas de la sangrienta guerra civil: montañas de escombros amontonados en los rincones de las carreteras que alguien había intentado disimular sin éxito. En ese mundo de contrastes, hubo quien escapó y quien murió, hubo quien aceptó la derrota a regañadientes y quien ganó. Nunca se supo a cual categoría pertenecía la mujer que desde hacía unos meses, se había establecido en el vecindario.

Como cada primer miércoles del mes, Don Arturo, el viejo abogado viudo que vivía en el chalé de enfrente, se detuvo a mirar con interés a la mujer que salía de la casona con paso firme y decidido. Vestía de todo punto como siempre: un traje de chaqueta con hombreras, una falda con pliegues que apenas hacía vislumbrar las pantorrillas delgadas, zapatos a la moda francesa. Un lujo esto que lejos de representar una señal de coquetería pretendía enseñar a los demás el nivel social de quien los lucía. En la calle Génova, un barrio de gente pudiente y “respetable”, de casas de dos plantas con estatuas y fuentes en los jardines, la llegada de esta extranjera – así la apodaban la mayoría- seguía siendo tema de chismorreos de todo tipo además de engendrar cierta curiosidad cada vez más creciente. Había quien juraría de haberla vista en alguna revista francesa, otros en cambio, la imaginaban como la viuda de algún alto cargo del ejército español. A pesar de las habladurías, la mujer solía emprender su camino hacia las oficinas del SDPAN- Servicio de defensa del Patrimonio Artístico Nacional – situadas en el centro de la ciudad con una determinación asombrosa y con una regularidad que Don Arturo había experimentado en el campo.

Una vez llegada a destinación, el ujier que estaba en el portal, don Alfonso, le hizo unas reverencias exageradas,  inclinándose lo que su cuerpecito bajo y chato le consentía, y sin esperar nada a cambio volvió a su periódico dejado abierto de par en par sobre la mesa que hacía de recepción. La mujer prosiguió hacia las escaleras de mármol que conducían al primer piso y allí se topó con don Javier Gómez Acebo, el agente más famoso del SDPAN porque, según se contaba, era directo encargado de suministrar bienes artísticos a las residencias de Franco. En aquella hora de la mañana no había mucha gente en los pasillos, y don Javier, más atrevido que nunca, hizo muestra de su zalamería besando la mano de la mujer con esa mirada solapada con la que algunos hombres creen subrayar su posición de dominancia hacia el género femenino. 

“Marquesa de Arnoussa,— exclamó el agente —es un placer para mí volver a verla por esos pasillos… sabe usted que estoy a su completa disposición para lo que necesite …”.

— Señor Gómez, —inquirió la Marquesa con tono algo molesto — sabe perfectamente que estoy aquí para recuperar lo que los republicanos me robaron, y es vergonzoso que yo tenga que venirme cada mes aquí, jurar delante de un juez como si estuviera procesada, para obtener lo que me pertenece por derecho… ¿Hasta cuándo sus hombres se dejarán de tonterías y empezarán a trabajar de verdad y a perseguir a los responsables de esos robos?

 Había un matiz de falsedad en la voz de la Marquesa que un experto como don Javier había aprendido a reconocer, pero por otra parte, sabía perfectamente que liarse con esa mujer solo le traería daño, justo ahora que se encontraba en las gracias de los que mandaban.  Así hizo caso omiso de la aparatosa actuación de su interlocutora y se limitó a acompañarla a la presencia de don Álvaro Rumia Del Valle, juez de la sección de obras de arte. Cuando la mujer entró en el salón, abarcó con la vista una cantidad de todo respeto de lienzos, tapices, porcelanas posiblemente de valor inestimable. Sin embargo, la Marquesa, no hizo amago de sorprenderse, estaba acostumbrada a fingir hasta su propia identidad, y se sentó en el banquillo asistiendo a las lecturas de acta y recaudación de datos, agitando coqueta un precioso abanico durante la media hora que duró la sesión. Al final el juez, encantado por la presencia de una mujer tan hermosa y distinguida, concedió que los lienzos incautados pertenecían sin duda alguna a la señora María Teresa Álvarez y Herreros de Tejada, Marquesa de Arnoussa, la cual por fin esbozó una sonrisa tan fascinante cuanto diabólica… Fue así como la extranjera de la calle Génova acumuló una fortuna en obras de arte sin que la alta sociedad madrileña de la época, que a menudo frecuentaba el salón de la Marquesa, se percatara de nada. Habría que transcurrir muchas décadas para que alguien desenmascara por fin a la ladrona de arte. 

Manila Claps………..

Ladrón

SALVADOR DALÍ (1904-1989) – La persistencia de la memoria (1931)

“Papá, trata de no distraerte”, dice Felipe. “He encontrado algo que te puede interesar y quisiera interpretarlo para ti como si fuera en actor.” Y así, sentado en su sillón favorito, Javier escucha a su hijo, que empieza a leer:

“La vida nunca fue fácil para mí. Nunca he sido completamente feliz. Mis padres me procrearon sin amor y yo nací bajo una mala suerte. No he podido estudiar porque se necesitaba la ayuda de todos los componentes de la familia para que la actividad de mi padre, el cultivo y el manejo de la viña, pudiera seguir funcionando. Mi hermano menor se hizo sacerdote, no por vocación, sino para poder estudiar.

Todos decían que era un hombre guapo. No sé. La verdad es que nunca me he fijado en esas cosas, aunque probablemente esto me ayudó a tener algunas novias muy hermosas. Las mismas que al enterarse de que no estaba rico y no poseía mi propia casa, me dejaban por otro. Aun sabiendo que la verdadera riqueza no se encuentra en el dinero, el echo de estar solo me causó una depresión. Un día encontré a Lucia y fue amor a primera vista. Nos casamos unos meses después de conocernos. A ella no le importaba compartir la casa con mis padres. De nuestra unión nacieron dos hijos Juan y Felipe. Al morir mi padre yo no fue a la altura de seguir los viñedos, y todo se fue al infierno. En el pueblo se sabía que, puesto que lo había perdido todo, necesitaba ganar algo para vivir y los vecinos me ofrecían pequeños trabajos.

En el centro del pueblo había una pequeña tienda, de esas que venden cualquier cosa, desde alimentos hasta juguetes y ropa. Es allí que compraba lo poco que mi familia y yo necesitábamos. El dueño, Pablo, cuando yo no tenía ni un duro, se fiaba de mí y me hacía crédito.

Un día frío de enero, fui a hacer la compra, y mientras Pablo preparaba la cuenta de cuánto tenía que pagar, hice algo que no debería; tomé dos paquetes de mantequilla artesanal, que en aquellos tiempos era considerada como un bien de lujo cuyo precio estaba por las nubes, y los escondí en los bolsillos de los pantalones. Por supuesto, Pablo se había dado cuenta de lo sucedido y en vez de enfadarse conmigo, me invitó a sentarme un momento y hablar. Me ofreció un vaso de vino tinto y una silla casi pegada a la estufa, que estaba encendida por el gran frío. Es evidente que, con el calor de la estufa, la mantequilla comenzó a derretirse y yo intentaba levantarme para irme, pero Pablo me obligaba a sentarme de nuevo. Por fin la mantequilla se derritió por completo entre mis piernas dejando una gran mancha grasienta en los pantalones. Sólo en este momento Pablo me permitió salir. La vergüenza me persiguió durante mucho tiempo”.

Bien, dijo Felipe, ¿te acuerdas papá? Son cosas que escribiste hace décadas.

¡Ay, Felipe!, le contesté, solo ahora me acuerdo, y solo porque me lo leíste. Ese pobre chico era un ladrón insignificante. Había robado para su familia. Yo conozco a uno muy poderoso. Es un ladrón que te roba la memoria, escondiendo tus recuerdos detrás de una puerta que no puedes abrir. Es un ladrón silencioso y astuto, que ataca cuando menos te los esperas y que te deja algo que parece sólo una larga página blanca, donde no hay ni un solo recuerdo. Ese ladrón se llama tiempo.

Raffaella Bolletti

La sombra

"Lo que el corazón calla, 
la mente lo entierra, 
 el cuerpo se enferma, 
y al alma quiebra.”

Arnau de Tera

Desde que me casé con él iba a todas partes conmigo. Era un regocijo para el alma estar tan acompañada.

Era maravilloso. En la playa, me acercaba la toalla cuando yo salía del agua, me tapaba y abrigaba con ella ¡Era un abrazo lleno de ternura!

Me di cuenta de que él cuidaba con mimo mis palabras, mis movimientos, mis hábitos. Me amó.

Me cuido tanto. Nunca salía sola, excepto los miércoles, dos horas. Iba a costura.  

Cuidó hasta los más mínimos detalles, por ejemplo, mi vestuario. Le gustaba lo discreto y por eso le molestaban los escotes excesivos, las faldas muy cortas y los colores escandalosos, como el rojo. 

Me pareció extraño la primera vez que me dijo que no le gustaba que tuviera conversaciones con la gente cuando paseábamos a los perritos, en la calle con la vecindad y tampoco con los camareros que nos servían en los restaurantes. Hablábamos entre nosotros, por supuesto. 

Aunque a mí siempre me gustó hacer algún comentario agradable, saludar y decir alguna palabra como un gracias, tu acento es de otro lugar o una simple sonrisa. Hasta que me convencí de que tenía razón. Hablar por hablar no servía para nada.

Un día cogimos un taxi, era una mujer la que conducía, tenía una pequeña pantalla que estaba al lado del volante. Comenté que era curioso verse y además la imagen me hacía más gruesa. Ella contestó que muchas de las personas que se subían al taxi se lo habían dicho. 

Hice esa observación ingenua y sencilla ya que mi carácter espontáneo y comunicativo me permitía hasta entonces hablar con libertad y jovialidad.  Me sorprendió ver mi imagen más grande de lo que pensaba y eso me entusiasmó. 

Él en ese momento me dijo, tocándome discretamente el muslo que me tranquilizara, lo dijo tres veces. Supuse en aquel momento que fui muy efusiva. Fue inapropiado hablar con excesiva confianza. Ahora lo sé.

Luego él le preguntó a la conductora sobre el volumen del tráfico. Yo no me atreví a decir ni una palabra más. Ya lo iba entendiendo.

Poco a poco fui percibiendo sus puntos de vista, por ejemplo: el café nunca estaba en su punto, o muy frío o muy caliente, faltaba azúcar o sobraba. Él me hizo observar que de la misma manera que todos los días no son iguales, los gustos de él tampoco. Podían cambiar según el tiempo o el talante con el que se levantará. “Yo. su mujer tendría que observarlo y darme cuenta de esos pequeños detalles, imperceptibles cambios, que cualquiera que lo amase los debería advertir. Estamos hechos de la misma piel” dijo.

De vez en cuando asentía a sus comentarios o a sus ideas de forma inusual en mí, en otro momento quizás hubiera participado en su monólogo con algo más que un «si» o un claro» o al menos lo hubiese hecho de forma más entusiasmada pero últimamente yo estaba como ausente. Sentía como si hubiese perdido algo y no sabía qué era. Parecía como si no existiera. Estaba triste y comencé a utilizar gafas de sol, para ocultar mis ojos absortos y las imperfecciones que produce la convivencia, aquellas que el maquillaje no puede tapar. 

Una vez me comentó que lo que él veía siempre tendrá más validez que lo que yo sentía. Ya lo sé, le dije. Todo el mundo conoce que el sentido de la vista es mucho más fiable que el sentido del tacto. Aunque una vez vimos un documental sobre las ilusiones ópticas. Él no sufría de esas ilusiones. Era un hombre tan inteligente. Tan valioso.

Me amaba demasiado y yo a él. Él fue el ladrón de mi alma y yo robé su corazón. Su sombra aún se extiende a pesar del espacio y el tiempo. 

Soy como él quería: callada, discreta y correcta. Se habría sentido orgulloso de mí. Ahora soy la adecuada.

No pude evitar matarlo. 

"Lo que el corazón habla 
la mente se calma, 
 al cuerpo se sana
 y al alma descansa”

Arnau de Tera

Blanca Quesada

Los infelices

Tan ladrón es aquél que roba
como también aquél otro
al que no le importaría robar.

El autor 

El reloj de la espigada torre de la iglesia de San Justo daba las diez y la luna comenzaba a desperezar sobre las montañas cuando…

—¡Hemos ganado, Lucía, hemos ganado! —irrumpió Lucio en la cocina de su casa, boina en mano, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas y saltando de la alegría.

—¿El qué? ¿La lotería? —preguntó su esposa contagiada de aquella inesperada explosión de júbilo, mientras dejaba a un lado la loza que había estado lavando y se secaba las manos en el delantal.

—¡Qué va! ¡Algo todavía mucho mejor! —respondió exultante, mirándola fijamente a los ojos a la vez que  con sus rústicas manos sujetaba con fuerza por ambos hombros a Lucía y la zarandeaba víctima de los nervios. 

—¡Hemos ganado las elecciones! ¡Hemos ganado las elecciones! –No se cansaba de repetir sin atinar a decir otra cosa.

Resultaba que el Lucio, persona de hábitos sencillos y agricultor de cuna, se había presentado como candidato a la alcaldía del pueblo de San Justo, y a este hombre, que nunca había sido poseedor de mucho más de lo que cabe en un bolsillo, le parecía haber encontrado a la mismísima gallina de los huevos de oro.

 Con rápidas zancadas,  haciendo aspavientos con los brazos, fuera de sí, cruzaba de un lado al otro de la estancia.

—¿Te acuerdas de los dos burros que el año pasado dijimos que íbamos a comprar en cuanto pudiéramos? —con tono muy animado.

—¡No me digas que por fin podremos! —exclamó la emocionada mujer uniendo las manos a la altura del pecho como si rezara

—¡Que hablamos de burros! —lanzando risotadas y saltando de alegría— ¡Un tractor! ¿¡Que digo uno?! ¡Dos tractores! ¡Uno para nosotros y el otro pa´ (1) guardarlo por si se nos estropea el primero!

—¡Ay, Lucio, que vamos a ser ricos!  —palmoteó ella, más que feliz, sin poder contener su alegría. 

—¡Nos vamos a construir un chalé en el monte!¡En aquel bosquecillo de acacias donde nos dimos el primer beso! —le aseguró mientras arrojaba a un lado su gorra que fue a aterrizar de cualquier forma sobre la mesa. 

—Pero ¿No es ahora un espacio protegido?

—Bueno, pero eso ya se arreglará cuando esté en el ayuntamiento— dijo, bajando por momentos el tono, como quitándole importancia al detalle, para luego continuar nuevamente, gesticulando agitado en plena borrachera imaginativa: ¡Y también un apartamento! Digo ¡Un bungaló en la playa! ¡Y con piscina!

Lucia ya se levantaba ya se sentaba nerviosa. Se sentía como una gallina sin nidal.

Por un momento se sumió en sus pensamientos. Siempre se había sentido como el patito feo del pueblo. El que no se había hecho con más tierras, se había construido un nuevo granero o ido de vacaciones a la costa. Soñaba con la costa. Con una playa repleta de arena y sol frente a un mar inmenso. Lo más parecido al mar que había visto en su vida era una alberca. También le hacía ilusión ponerse un bikini. La excitaba eso de tomar el sol en bragas. Y también viajar en un descapotable de color rojo. Se daba cuenta de que hasta entonces había vivido como una infeliz. Pero a partir de ahora todo eso iba a cambiar. Ahora que su marido iba a ser alcalde, todos sus sueños iban a ser posibles.

 Miró a su esposo a los ojos.

—Pues, también yo, mañana mismo me voy al pueblo a comprar aquel conjunto tan caro que te comenté que había visto en la boutique del Ricardo –le confió   contagiada por su entusiasmo. Y como si se le hubiera ocurrido en ese momento, añadió:

—¡Vamos a poner la tele, para escuchar lo que dicen las noticias!

Con pasos apresurados, seguida muy de cerca por su más que excitado cónyuge, se dirigió hacia la misma y encendió el aparato que casi de inmediato comenzó a vomitar su contenido. 

Las imágenes mostraban a un cierto número de personas riendo y saltando enardecidas sobre los grises baldosines de piedra de la plaza, algunas incluso encaramadas sin respeto sobre los antiquísimos bancos de arenisca tan primorosamente  labrados siglos atrás por hábiles artesanos. Plaza Mayor o de las Verduras, como popularmente se la conocía por su utilización en otras épocas como mercado, hoy se había convertido en lugar de bucólicos paseos, ferias y mercadillos domingueros. Esa noche había roto su decimonónica tranquilidad para convertirse en centro de celebración electoral, y a pesar del barullo, aún se podía escuchar con claridad la voz en off de una comentarista que decía:

—Como se puede observar hay un enorme júbilo entre los simpatizantes que se han acercado hasta la sede del partido desde la que, en breves momentos, nos van a confirmar la noticia.

La música tronaba y las banderas nacionales y del partido se agitaban al viento por doquier en medio de una generalizada algarabía.

La gente gritaba consignas, reía, se abrazaba…

Lucía y Lucio que estaban cogidos de las manos el uno del otro, sus corazones palpitantes, los rostros arrebolados por la emoción contenida y sus ojos, a punto de romper a llorar, clavados en la pequeña pantalla, de pronto, se quedaron totalmente paralizados.

—Pero… ¿No es ese el Aurelio? —interrogó la mujer con cara de sorpresa, señalando con el dedo a la persona que ahora se había adueñado por completo de la pantalla. 

Al Lucio se le había demudado de repente el semblante, y su otrora bronceada tez ahora se asemejaba más a la insana palidez de un cadáver, pero no hizo falta que respondiera. Fue el mismo Aurelio, protagonista absoluto en ese momento de la pequeña pantalla quien, más alegre que unas castañuelas, con voz ronca por la emoción, desde la ventana de la sede de su partido, confirmó la noticia:

—¡Amigos, hemos ganado! ¡El país ha ganado! ¡El partido Ochocentista ha ganado! —pregonó a los cuatro vientos, y a continuación y por lo bajini:

—¡Yo he ganado!

A la Lucía y al Lucio, que momentos antes se habían visto a las puertas del paraíso, se les vino abajo su mundo de ilusiones y entre incrédulos y atribulados se dejaron caer al unísono sobre el descolorido sofá de la salita de estar, aquel que se habían comprado poco después de casarse. Aquel mismo en el que se sentaban ante la televisión desde hacía ya quince años.

Desgraciadamente para ellos dos, el partido en el que militaba Lucio, era el Novecentista. Lucía lloraba de desilusión. Al Lucio le pareció que le iba a dar un infarto.

Para entonces, ya hacía rato que la cenital luz de la luna, ajena a las banales preocupaciones de los lugareños, se paseaba por las empedradas callejuelas de San Justo.

(1) Contracción de la preposición ´para´. Muy utilizada en el español coloquial y vulgar.

Sergio Ruiz Afonso

Ladrón, ladrona

Una luz pálida producida por un cuarto de luna velada en parte por una enorme nube gris oscura, deja entrever en la oscuridad de la escena un muro de ladrillo alto de varios metros que seguramente protege grandes riquezas. Sin embargo, se puede distinguir claramente una mancha negra, como una especie de enorme araña que avanza lentamente hacia la cima de la pared. Los ladrillos que componen la pared no carecen de asperezas, nuestro acróbata enteramente vestido con una pantimedia negra completada por una máscara que cubre toda la figura es totalmente irreconocible. No podemos evitar pensar en algún Arsenio Lupin, ya sabes, el famoso ladrón caballero que adoraba disfrazarse. Sin embargo, aquí las formas del cuerpo hacen más bien pensar en un cuerpo femenino.

En la siguiente tabla, reconocemos a nuestra ladrona. No hay duda esta vez, se ve de perfil, la forma abombada del busto y el fuselaje de los muslos es característico. Se acerca a un expositor que está levantado y cubierto con una jaula de vidrio. La sala de exposiciones es muy grande y también está sumergida en la oscuridad, apenas está alumbrada por algunas luminarias de gas. Solo el expositor central está puesto en evidencia por una iluminación específica. Bajo el vidrio sobre un rico cojín de terciopelo rojo un collar magnífico, un collar de diamantes, el «collar de la reina»: Una fila de 17 diamantes de 5 a 8 quilates. Entre otras, las dos cintas del medio se cruzan al nacer los pechos con un solitario de 12 quilates. La joya por un total de 2.842 quilates cuenta con un centenar de perlas y 674 diamantes de una pureza excepcional tallados en brillantes o en peras. Es la mayor reunión de diamantes en la historia de la joyería. Este famoso collar está también en el origen de la revolución francesa como nos lo cuenta Alexandre Dumas, y fue el primer vuelo atribuido a Arsène Lupin. 

Para el dibujo final, me levanto y me miro en un gran espejo de pie. Soy irresistible, con un vestido largo, el corpiño ampliamente escotado para resaltar este collar único. Me estremezco, mi piel alcanza una sensibilidad nunca igualada, cada diamante brilla sobre mi pecho ligeramente ámbar. Mi sonrisa explota de placer.

Y sí, las ladronas podemos disfrutar directamente del fruto de nuestros hurtos. El dibujo debe estar a la altura, lo firmaré Arsénia Lupin.

Jean Claude Fonder

El espejo descuidado

Soy viejo, pero en el buen sentido, soy antiguo. Soy, no sé exactamente, de 1920 quizás, parezco un poco French-Cancán. Mi patrona me compró en el Viejo mercado, el mercado de pulgas de Bruselas. Tengo la forma de una pequeña ventana en forma de rectángulo coronada por un arco de círculo. Estoy rodeado de marfil nacarado, pequeñas piedras semipreciosas de varios colores, no sé de qué estilo, pero de valor porque es antiguo. Mi azogue está todo estropeado, he visto cosas pasadas sin duda pero lo he olvidado todo, desde hace 25 años… 

Mi jefa me colgó en un rincón de paso, y nadie se mira en mí.

Sin embargo veo pasar a gente, cuando entran, no me ven, pero yo les veo. Podría hablarles de visita de la que mi jefa no tiene ni idea. Una mujer, por supuesto. La miré para recordarla, en caso de que volviera, nunca se sabe. Es pequeña, rubia y guapa, ella no me vio, una hora más tarde, pasó rápidamente para entrar en la habitación, todavía no me vio, media hora después volvió. Esta vez me miró me examinó, me inspeccionó, me descolgó, me acarició, casi me besó.

De repente, no me lo esperaba, me envolvió y me llevó.

Jean Claude Fonder

Miedo

Estoy celebrando mi 80 cumpleaños, nunca pensé que llegaría hasta aquí. A orillas de un mar fantástico, respiro el olor a sal que tanto me gusta, con toda mi familia: marido, hijos, nietos y mi mejor amiga que me cogió de la mano el primer día de escuela mientras lloraba. También nos acompañan los dos perros que adoro por todo el amor que solo ellos saben dar.

¿Realmente estoy bien? He recibido regalos, flores, buenos deseos; me siento feliz, pero de repente siento una punzada, un escalofrío, ¿es miedo? Pienso que me quedan pocos años, me gustaría hacer muchas cosas, la vita me gusta.

Miro a mi esposo y trato de recordar cómo fue cuando nos casamos hace 56 anos y lo enamorados que estábamos.

También miro a mi amiga, era muy hermosa y sobre todo transgresora, ¡cómo nos divertíamos juntas! Ahora es vegetariana, ecologista, metódica, en fin, perfecta, pero ya no es ella.

Lo más triste es que a mis hijos les están empezando a salir mechones blancos, me pare e imposible que envejezcan también.

Todo a mi alrededor ha cambiado, pero dentro de mí siempre siento lo mismo.

Finjo ser feliz para no defraudar a los que amo, pero la sensación de miedo no desaparece, la siento por todo mi cuerpo.

La fiesta se acaba, ha sido como quería, gracias a mi familia. Me pregunto: «¿qué me deparará el futuro? Vamos, tal vez todavía puede pasarme algo bueno.

Mi esposo me toma de la mano y siempre siento el mismo calor, mi nieta de 6 años me abraza y pienso que si llego hasta los 90 la veré crecer también.

Leda Negri

La maldita herencia del murciélago chino

Bat hanging upside down on the tree.

—¡Por fin! —dijo Gabriela, tirándose sobre el asiento del coche. Se cubrió los ojos con las manos: le dolían de una forma rara, como si dos agujas los traspasaran. 

Sintió la sospecha otra vez: no podía ser. No, no podía ser. 

Acababa de pasar una hora charlando con su amiga Patricia, tomando un helado, algo que debía ser agradable, pero… esa cefalea que le taladraba la cabeza le parecía demasiado para ser un simple resfriado, ese dolor agudo que desde el cuello se deslizaba hacia los hombros y la espalda… La sospecha se hizo temor.

Encendió el coche, salió del aparcamiento del centro y se dirigió hacia casa. 

Ahora el miedo le revolvía el estómago. Así que esa maldita herencia del murciélago chino, que con sus metamorfosis a lo largo de más de dos años había angustiado y encerrado el mundo, ¿ahora le tocaba a ella? Y si fuera así…

— Patricia, hoy —pensó — y ayer la comida con Pablo y Manuela. Y el otro día mi prima Francisca, Pedro y Gabriel. ¿A cuántas personas podría haberle transmitido la maldición del murciélago?

Pero sobre todo a su padre, tan viejo y ya magullado por otras enfermedades. 

Cuando era niña, a Gabriela le daban terror los murciélagos, sus alas babosas y asquerosas: creía que se le podían pegar al pelo, o a la cara. Una noche de verano –tendría siete, ocho años- por la ventana de su habitación había entrado un murciélago, había dado varias vueltas sobre su cama y luego se había escapado, quizás después de una decena de segundos, que a ella le habían parecido horas. Gabriela había empezado a chillar, a llorar, pero el abrazo de su padre, la placidez de su voz la habían sosegado, le habían quitado los prejuicios sobre el murceguillo. Papá le había acariciado el pelo y la niña se había dormido.

Gabriela aparcó el coche el garaje. — Es sólo un golpe de frío— se dijo. Pero los dolores serpeaban por todo el cuerpo. Entró en casa, vio en el espejo su cara pálida de miedo o quizás de indisposición. 

Se midió la fiebre: tenía casi 38. 

La garganta se cerró, las manos empezaron a temblar. 

El tampón resultó positivo y ella se transformó en un murciélago.

Silvia Zanetto

El árbol exclusivo

Domingo. Otro día completamente vacío. Ya sé que me sentiré demasiado mal puesto que no tengo, o no quiero hacer nada. Han transcurrido tres semanas desde que me encerraron aquí, en esta habitación. ¿Por qué estoy aquí? Tal vez porque la vida me parece una enorme confusión, llena de amenazas, pandemias, cambios climáticos, guerras. Mejor estar encerrado. Vale, pero después se apodera de mí la inquietud por el tiempo que pasa, que se va sin que yo reaccione.

Quizás tendría que salir al jardín. Pero no, mejor que no. El miedo al monstruo desconocido que está afuera me aplasta.

Soy escritor, tendría que volver a escribir. Pero no, no quiero escribir.

Quisiera dormir mucho para evitar la angustia de la realidad. Pero no, mejor que no. No puedo dormir, el sueño me da miedo y luego tendría que despertarme. No, mejor que permanezca despierto. Tomo otro café, ya he tomado tres. Mejor que me enfrente a otro día, muy fatigoso, complicado, pero real. Por lo contrario, dormir es escapar de la realidad o, mejor dicho, encontrarme en algo no real, incluso una pesadilla.

Efectivamente todo empezó aquella noche en que las ramas de los árboles del jardín se chocaban entre sí, bajo la furia del viento, golpeando la ventana. Parecían llamarme. A pesar del miedo, me asomé y escuché. El viento traía voces diferentes. Algunas pertenecían a animales, otras a niños y una, aunque no podía estar seguro, pertenecía a … ¡¿un árbol!? “Tienes que buscarme, soy el árbol exclusivo” Pregunté: “¿qué quieres decir con el árbol exclusivo?”. “Tú mismo te darás cuenta al encontrarlo y entonces comprenderás”.

No sé por qué, pero a pesar del miedo, por fin conseguí salir y me adentré en la reserva natural que costeaba la playa. El viento se había detenido y todo estaba silencioso, de no ser por el leve ruido de las olas. La luna estaba creciendo, al horizonte, salía del mar, roja, sangrienta, parecía el sol, palideciendo a medida que se elevaba en el cielo. Mientras tanto, ni rastro del árbol exclusivo. De pronto, al mirar hacia el estanque donde solían nadar las nutrias, vi a una joven con un largo vestido blanco que se sumergía lentamente, el agua acariciando suavemente sus piernas, sus muslos. La joven avanzaba. El agua era como un abrazo alrededor de su pecho, llegando a su cuello. Empieza a nadar, pero algo pasa. Se sumerge y no reaparece. Yo que no nado, yo que me ahogo, me quedé paralizado, sin hacer nada. Por fin salió a la superficie. “¿Qué haces aquí a esta hora?”. “Estoy buscando un árbol”. “Vamos entonces, te ayudaré, sé de qué estás hablando”. Después de un largo camino en la reserva me señaló un árbol con varios agujeros, donde se escondían murciélagos, bichos y distintos animalitos. Todos parecían felices. Decidí quedarme allí yo también, al amparo del árbol exclusivo, que se había convertido en mi madriguera. Antes de que pudiera agradecérselo, la chica se había ido. Permanecí en el hueco del árbol unos días; sorprendentemente allí el miedo había desaparecido. Pero, puesto que me estaban buscando, por fin me encontraron y me trajeron aquí, en esta habitación donde a veces lloro y a veces río y donde la mitad de mi cerebro está aplastada por el miedo a vivir y la otra está fuera, buscando emociones.

Raffaella Bolletti

El miedo está al final del camino

La noche sería larga y el camino también. Intentaba resistir al sueño. El brillo de los faros de los coches que se me cruzaban me mantenía despierto. Conducía un viejo Pontiac americano largo como un barco, o mejor dicho se conducía a sí mismo, había embragado el control automático de la velocidad en el máximo permitido, 70 millas por hora.

No podía dejar de pensar en Elizabeth, Dios mío, qué hermosa estaba esa noche. Su melena de pelo negro rodeaba un rostro hermoso con unos trazos muy finos que se iluminaban con una sonrisa insoportable. Casi no se notaba su largo vestido rojo, que ocultaba lo menos posible sus generosos pechos y descubría sus interminables piernas con dos largas ranuras que se detenían sobre el pubis. Imaginaba que seducida, ella le saltaba al cuello, anudaba sus piernas alrededor de su cintura y que ningún obstáculo impedía el acceso a su pequeña gruta húmeda de deseo.

De repente vio a lo lejos dos faros que se encontraban demasiado a la derecha. Frenó incierto, la automática se desenganchó, pero no sabía qué hacer. Detenerse no podía, en este lugar no había cinta de parada de emergencia. Era un vehículo en sentido contrario, lo veía ahora y llegaba a toda velocidad, por el lado izquierdo. Se inclinó hacia el carril de la derecha, pero el otro lo hizo también. 

«Horror, me va espolonear», no pude evitar pensar en mi deseo desenfrenado por Isabel y el choque ocurrió, terrible, no recuerdo nada más.

Cuando me desperté, busqué a mi alrededor los dispositivos de la clínica, las botellas para la infusión, el monitor de control cardíaco, nada. Estaba en mi cama, mi esposa entró.

— Llegaste temprano, bebiste demasiado. ¡Qué idea también ir al cumpleaños de tus colaboradores! Un día acabará mal. 

Jean Claude Fonder

La clave

— Lo siento —me espetó sin apenas pestañear. Sus ojos miopes fijos en los míos— No existen alternativas.

— ¿Ninguna? — le interrogué sin apenas mostrar emoción.

— Nada. —me respondió negando con la cabeza para enfatizar aún más sus palabras.

— Intente arreglar sus asuntos pendientes —me exhortó con tono grave— Viva.

Así terminó la breve conversación. Le estreché con vigor su mano tendida a la vez que me incorporaba. El doctor me siguió con la mirada todavía un rato más. Antes de salir le miré nuevamente a los ojos sin pronunciar palabra. Luego, cerré tras de mí la puerta de su despacho.

El mundo no era ya el mismo que veinte minutos antes, que fue lo que duró la consulta. Ciertamente es que no había habido mucho más que decir. Solamente aquella escueta aunque, para cualquiera, devastadora noticia. No sentía temor. Sólo silencio y aceptación, quizá también algo de vacío, ante lo implacable de la sentencia: cáncer, tal y como esperaba. 

Mientras me dirigía hasta el ascensor me dediqué a sopesar los pros y los contras de mi nueva circunstancia: “Es mucho más tiempo del que han dispuesto otros.” —razoné en primer lugar para quedar a continuación ensimismado.  “Y tampoco es para tanto.” —concluí después de la breve pausa, a la vez que, en un casi imperceptible gesto, me encogía de hombros.

El elevador abrió sus puertas en la planta baja y saliendo del mismo sin decir palabra, me deslicé entre la gente que transitaba por los pasillos del hospital como si fuera un fantasma. Ellos me ignoraban a mí, y yo, enfrascado en mis pensamientos más profundos, también a ellos.

Como un autómata, salí a la calle y una vez en el exterior respiré tan hondo como pude. “Ahora eres tú el protagonista.” -me dije mientras apretaba los labios. 

Nadie sabía nada de mí. Para el mundo yo era otro mortal más. Con sus pequeñas preocupaciones cotidianas, como todos. Un vendedor de lotería le decía en aquel momento a su cliente que lo miraba con cierta resignación:

— Lo siento, no habido suerte. Siga intentándolo.

Y yo pensé: “que sabrá este lo que es tener o no suerte”

Supongo que cuando uno fantasea en la distancia sobre su propia muerte puede incluso imaginarse enfrentándola con un comportamiento romántico, teatral, casi heroico. Pero cuando sabe que es justo a la vuelta de la esquina donde de seguro le está esperando la de la guadaña, sus pensamientos y reacciones son más prosaicos. Mucho menos grato de observar. Puede ser que este fuera mi caso, pero muy lejano de mi más que masticado propósito: el encarar aquellos instantes finales sin perder ni un ápice de dignidad. Incluso con elegancia. Tal era mi deseo. Al fin y al cabo, y como decía Sófocles: la muerte no es el más grande de los males; aún peor es querer morir y no poder hacerlo.

Había recreado esta escena infinidad de veces. En todas ellas la reacción ante la noticia había sido muy diferente. En algunas, me había puesto a llorar; en otras, había pensado incluso en el suicidio. Tampoco me hubiera parecido una reacción muy incongruente la decisión de no prolongar un dolor inútil. Pero no era ese en absoluto mi estilo. Para un nihilista como yo, el no disfrutar de lo único que en principio tenía constancia de que existiera, me parecía como mínimo absurdo. Ahora me encontraba ante lo que parecía la versión definitiva de un drama interior y la conclusión era que por sorprendente que fuera, no me sentía en absoluto asustado. En realidad, tal situación me parecía hasta interesante. Mi tiempo estaba decidido: a lo sumo un año y ello en el mejor de los casos, según se me había explicado.

Desde mucho atrás había descubierto con cierta desazón aquel bulto sospechoso, pero desde un primer momento había optado por la estrategia de ignorarlo por completo y más adelante, a mantenerlo en secreto el mayor tiempo que fuera posible. No me podía quejar. No me debía quejar. Después de una buena vida me había alcanzado el tiempo de la cosecha. De recoger lo sembrado. Únicamente temía al dolor. Pero para eso sí que existían remedios.

La brisa acarició con suavidad mi rostro. Y no lo digo como una metáfora. Literalmente sentí como si su mano invisible me acariciara con cariño. Ahora que estaba a punto de perder la vida me sentía como nunca parte de ella. Por primera vez, observé el mundo con una cierta sensación de alivio. También con algo de nostalgia. El cielo de un delicado azul pintado de nubes, el despreocupado ir y venir de los transeúntes en medio del otrora molesto bullicio hacia el cual me sentía ahora indulgente, la elegancia de algunos edificios, el encanto de aquella fuente que día y noche me refrescaba el oído con su musical cadencia… El más nimio detalle llamaba mi atención. Todo se había vuelto importante. En poco tiempo formaría parte del recuerdo de algunos. Luego me extinguiría para siempre. 

“Como tantos.”  —continué para mis adentros. Una sonrisa se dibujó en mis labios. Saludé amigablemente a un perrito que se acercó a olisquearme y sin perder aquella sonrisa, dispuesto a seguir a rajatabla las indicaciones del médico, me adentré en las que suponía iban a ser las últimas páginas del diario de mi vida. Sabía cuál debía de ser mi camino. La clave estaba en disfrutar del momento,

Viva —me había recomendado con vehemencia mi médico

Y sin perder una pizca de aplomo, salí a la vida.

Sin miedo.

Sergio Ruiz Afonso

Salir del tiempo

Él necesitó crear un país para no salir de él y así nunca más tuvo miedo al esfuerzo de vivir. En ese país nunca hubo problema, pero tampoco había nadie y enfermó. 

Demasiada paz y después entro una nube negra, me dijo.

 En silencio seguí escuchando.

Las personas sanas no suelen acordarse de visitar a los enfermos, me parece lo normal, es triste la habitación de un hospital. Poco puedes hacer y menos cuando el paciente, “nunca mejor dicho” no tiene ganas de hablar.

Todos nos ocupamos, estamos haciendo nuestras cosas, en nuestra vida, con gente sana. 

Alguna persona entra y sale para cuidarte, pero la estancia sigue vacía y gigantesca. El mejor lugar para estar cuando realmente necesitas serenidad.

Todos tenemos miedo cuando fuimos niños, hicimos un esfuerzo enorme durante meses, pero tú eras el que sentía la soledad de levantar la cabeza, el esfuerzo de ponerte en pie, lo difícil que era entonces caminar, tan difícil como ahora para mí estar. Tan solo estar.

Intento explicarte desde tu mirada la mía, a ti, amigo, al que te pido ayuda.  

Asentí con la cabeza mientras le dije que ya me había explicado lo que tenía que hacer. Sabía que éramos uno. Lo escucho atentamente. Sé que son importante sus palabras. 

Aprendí todo con la dificultad propia de la vida y entonces no era un trabajo llegar a la adolescencia, terminar la carrera, llegar al despacho, caminar y hasta correr bajo el sol, eran etapas. La vida era sencilla, pero los escalones eran muy altos y los subí.

Ahora no puedo elevar mi alma, las nubes también son grises y la mayoría de las veces miro y veo un agujero, un pozo oscuro y profundo. 

Estás tan lejos, Nada hay más terrorífico que poder caminar, poder hablar, pero no me salen las palabras, podría, pero es tan largo el camino.

En este momento me da miedo darme la vuelta en la cama porque algunas veces cuando me acerco al borde comienzo a ver un mundo aún más gris. Si, es el miedo a una mayor tristeza.

La tristeza más profunda que además nadie entiende. 

La oscura fortaleza de la soledad y la ingravidez comenzó cuando me di cuenta que tenía que

seguir aquí, con el terror de estar vivo entre mis venas. Quisiera sacar el tiempo para no soportar el dolor que me causa vivir. 

Gracias. Dijiste que me ayudarías, te expliqué como. Hazlo

Blanca Quesada