
La casa de Andrés era una casa de dos plantas con cuatro habitaciones, dos baños y un jardín en el que jugaba con mi amigo cuando yo era un niño.
Allí vivían sus padres, el abuelo y él.
Una de las estancias a la que llamaban el salón tenía una chimenea y cerca de ella un sillón. En él veía sentado a su abuelo. Me sonreía. Tendría unos ochenta años, era calvo y con bigote. A mi abuelo lo había visto pocas veces, así que adopté al abuelo de Andrés cómo mío. Me siguió gustando su sonrisa y la luz de sus ojos cuando me di cuenta de que entre historia e historia caía algún que otro increíble relato, que ahora llamaríamos ciencia ficción.
De pronto un día dejó de estar. Oímos que había sido de repente, en el sillón rojo, en el que se sentaba siempre. Entonces, imaginé que, de la misma manera que había desaparecido, podría aparecer. Y mientras Andrés y yo crecíamos me fui dando cuenta de que el abuelo no aparecía y que lo de «de repente» había sido una frase hecha, de esas que a los mayores les gusta tanto. Después de unos cuantos años. Yo por entonces le llegaba al padre de Andrés por el hombro. El sillón rojo volvía a tener un ocupante: la tía Amelia. Era tía de Andrés desde hacía poco, bueno, yo no la había visto nunca. Ella había estado viviendo entre París y Berlín, aunque siempre decía que la ciudad más bonita que había visto era Brujas; los canales se congelaban en algunos inviernos, se podía caminar sobre ellos y en verano podías disfrutar de una ciudad llena de colores que esparcían sublimes olores.
Andrés y yo escuchábamos su vida mientras veíamos cómo su cuerpo adelgazaba poco a poco hasta que de nuevo el sillón apareció vacío. Había que ir al entierro y a un funeral, entonces yo tenía quince años.
Dos años más tarde, nuestras familias fueron a despedirnos a la estación. Íbamos a la universidad. El padre de Andrés era un hombre alegre. Algunas veces su espontaneidad le daba el aspecto de hombre sencillo y bonachón. Desde siempre congeniaron mi padre y él.
Cuando se jubilaron, casi cada tarde después de cenar jugaban al ajedrez rodeados del característico olor a tabaco de pipa que señalaba la presencia de papá, como decía mi madre. Ahora echo de menos ese olor, me recuerda tantas cosas, sobre todo el viejo sillón; papá se sentaba en él, aquel sillón que parecía estar hecho para morirse. Ahora está tapizado de granate y cada tarde veo a Andrés, a mi amigo, sentado en él.
Blanca Quesada
