
Ante la puerta, el viejo felpudo pelado y lleno de hilitos que se iban deshaciendo, rezaba: ¡Bienvenidos!
Al entrar por primera vez en el apartamento, junto al propietario que explicaba lo bueno que sería vivir allí, Marta percibió un extraño olor, una mezcla de desinfectante y polvo rancio. Mientras el propietario seguía enumerando elogios, como estar dentro del bloque de apartamentos y no tener ventanas que miraran a la calle, sino sólo al patio y poder así disfrutar del silencio, sin el estrés del ruido del tráfico, Marta pensaba que sí, todo estaba tranquilo, pero tal vez demasiado silencioso y además ¿qué sentido tenía ese pasillo tan largo? Por supuesto todo tenía una respuesta lógica, “Ya verá cuando usted tenga hijos y haga mal tiempo, cómo disfrutarán correteando por el pasillo” dijo el propietario. Marta ya estaba pensando en el vecino de abajo, en cómo disfrutaría él con las correrías de sus hijos. El propietario seguía indicando los cuartos. Casi al final del pasillo había una habitación con las paredes pintadas de color rojo púrpura y una raya enorme de pintura negra. Algo que a Marta le pareció bastante inquietante. Por eso preguntó al propietario si había alguna razón para ese color de paredes. Respondió que sí, que las había pintado de rojo después de que su padre se ahorcara en el sótano. Aún más inquietante. Finalizada la visita al piso Marta se despidió y dijo que hablaría con su marido y tomarían una decisión.
Otra casa con muerto. Tenía recuerdos de casas con muertos. Se acordó de la tía Francisca. Se acordó del cuerpo del marido de su tía en la cama, esperando a la empresa funeraria y de cuando solía pasar unos días en esa pequeña casa de dos plantas, en la planta baja estaba la cocina y por una escalera estrecha y empinada se subía a la primera planta donde había un dormitorio y un cuarto de baño. La casa prácticamente consistía sólo en lo esencial. La tía de Marta trabajaba de camarera y portera de una adinerada familia milanesa que pasaba las vacaciones en su villa en un pequeño pueblo del lago de Como. Marta pasaba la mayor parte del tiempo en el balcón de la habitación, desde donde podía ver el lago. Siempre que se quedaba allí, oía la voz del difunto marido de su tía contándole su vida. Todo esto no la asustaba, sus abuelos le habían enseñado que las casas son como esponjas, lo absorben todo y luego lo devuelven a las personas que viven en ellas, y que los espíritus de quienes las habitaban allí permanecen. En efecto, incluso en casa de sus abuelos había visto muertos en sus camas, e incluso allí había oído sus voces hablándole. Entonces, hablaría con su marido, le contaría lo del ahorcado en el sótano y de las paredes rojas, intentaría convencerle para que compraran esa casa porque, además de que le gustaba mucho, tenía curiosidad por oír lo que el difunto le diría.
Raffaella Bolletti
