Ladrón

SALVADOR DALÍ (1904-1989) – La persistencia de la memoria (1931)

“Papá, trata de no distraerte”, dice Felipe. “He encontrado algo que te puede interesar y quisiera interpretarlo para ti como si fuera en actor.” Y así, sentado en su sillón favorito, Javier escucha a su hijo, que empieza a leer:

“La vida nunca fue fácil para mí. Nunca he sido completamente feliz. Mis padres me procrearon sin amor y yo nací bajo una mala suerte. No he podido estudiar porque se necesitaba la ayuda de todos los componentes de la familia para que la actividad de mi padre, el cultivo y el manejo de la viña, pudiera seguir funcionando. Mi hermano menor se hizo sacerdote, no por vocación, sino para poder estudiar.

Todos decían que era un hombre guapo. No sé. La verdad es que nunca me he fijado en esas cosas, aunque probablemente esto me ayudó a tener algunas novias muy hermosas. Las mismas que al enterarse de que no estaba rico y no poseía mi propia casa, me dejaban por otro. Aun sabiendo que la verdadera riqueza no se encuentra en el dinero, el echo de estar solo me causó una depresión. Un día encontré a Lucia y fue amor a primera vista. Nos casamos unos meses después de conocernos. A ella no le importaba compartir la casa con mis padres. De nuestra unión nacieron dos hijos Juan y Felipe. Al morir mi padre yo no fue a la altura de seguir los viñedos, y todo se fue al infierno. En el pueblo se sabía que, puesto que lo había perdido todo, necesitaba ganar algo para vivir y los vecinos me ofrecían pequeños trabajos.

En el centro del pueblo había una pequeña tienda, de esas que venden cualquier cosa, desde alimentos hasta juguetes y ropa. Es allí que compraba lo poco que mi familia y yo necesitábamos. El dueño, Pablo, cuando yo no tenía ni un duro, se fiaba de mí y me hacía crédito.

Un día frío de enero, fui a hacer la compra, y mientras Pablo preparaba la cuenta de cuánto tenía que pagar, hice algo que no debería; tomé dos paquetes de mantequilla artesanal, que en aquellos tiempos era considerada como un bien de lujo cuyo precio estaba por las nubes, y los escondí en los bolsillos de los pantalones. Por supuesto, Pablo se había dado cuenta de lo sucedido y en vez de enfadarse conmigo, me invitó a sentarme un momento y hablar. Me ofreció un vaso de vino tinto y una silla casi pegada a la estufa, que estaba encendida por el gran frío. Es evidente que, con el calor de la estufa, la mantequilla comenzó a derretirse y yo intentaba levantarme para irme, pero Pablo me obligaba a sentarme de nuevo. Por fin la mantequilla se derritió por completo entre mis piernas dejando una gran mancha grasienta en los pantalones. Sólo en este momento Pablo me permitió salir. La vergüenza me persiguió durante mucho tiempo”.

Bien, dijo Felipe, ¿te acuerdas papá? Son cosas que escribiste hace décadas.

¡Ay, Felipe!, le contesté, solo ahora me acuerdo, y solo porque me lo leíste. Ese pobre chico era un ladrón insignificante. Había robado para su familia. Yo conozco a uno muy poderoso. Es un ladrón que te roba la memoria, escondiendo tus recuerdos detrás de una puerta que no puedes abrir. Es un ladrón silencioso y astuto, que ataca cuando menos te los esperas y que te deja algo que parece sólo una larga página blanca, donde no hay ni un solo recuerdo. Ese ladrón se llama tiempo.

Raffaella Bolletti