Una ladrona de arte

Madrid, mayo 1940

El cielo estaba despejado como era de esperar en aquella estación del año. El sol hacía resplandecer los grandes ventanales de las lujosas viviendas que flanqueaban la carretera, y las ramas de los plátanos procuraban una ligera sombra a las aceras del barrio. Pero más allá, a unas pocas manzanas de distancia, todavía quedaban las huellas de la sangrienta guerra civil: montañas de escombros amontonados en los rincones de las carreteras que alguien había intentado disimular sin éxito. En ese mundo de contrastes, hubo quien escapó y quien murió, hubo quien aceptó la derrota a regañadientes y quien ganó. Nunca se supo a cual categoría pertenecía la mujer que desde hacía unos meses, se había establecido en el vecindario.

Como cada primer miércoles del mes, Don Arturo, el viejo abogado viudo que vivía en el chalé de enfrente, se detuvo a mirar con interés a la mujer que salía de la casona con paso firme y decidido. Vestía de todo punto como siempre: un traje de chaqueta con hombreras, una falda con pliegues que apenas hacía vislumbrar las pantorrillas delgadas, zapatos a la moda francesa. Un lujo esto que lejos de representar una señal de coquetería pretendía enseñar a los demás el nivel social de quien los lucía. En la calle Génova, un barrio de gente pudiente y “respetable”, de casas de dos plantas con estatuas y fuentes en los jardines, la llegada de esta extranjera – así la apodaban la mayoría- seguía siendo tema de chismorreos de todo tipo además de engendrar cierta curiosidad cada vez más creciente. Había quien juraría de haberla vista en alguna revista francesa, otros en cambio, la imaginaban como la viuda de algún alto cargo del ejército español. A pesar de las habladurías, la mujer solía emprender su camino hacia las oficinas del SDPAN- Servicio de defensa del Patrimonio Artístico Nacional – situadas en el centro de la ciudad con una determinación asombrosa y con una regularidad que Don Arturo había experimentado en el campo.

Una vez llegada a destinación, el ujier que estaba en el portal, don Alfonso, le hizo unas reverencias exageradas,  inclinándose lo que su cuerpecito bajo y chato le consentía, y sin esperar nada a cambio volvió a su periódico dejado abierto de par en par sobre la mesa que hacía de recepción. La mujer prosiguió hacia las escaleras de mármol que conducían al primer piso y allí se topó con don Javier Gómez Acebo, el agente más famoso del SDPAN porque, según se contaba, era directo encargado de suministrar bienes artísticos a las residencias de Franco. En aquella hora de la mañana no había mucha gente en los pasillos, y don Javier, más atrevido que nunca, hizo muestra de su zalamería besando la mano de la mujer con esa mirada solapada con la que algunos hombres creen subrayar su posición de dominancia hacia el género femenino. 

“Marquesa de Arnoussa,— exclamó el agente —es un placer para mí volver a verla por esos pasillos… sabe usted que estoy a su completa disposición para lo que necesite …”.

— Señor Gómez, —inquirió la Marquesa con tono algo molesto — sabe perfectamente que estoy aquí para recuperar lo que los republicanos me robaron, y es vergonzoso que yo tenga que venirme cada mes aquí, jurar delante de un juez como si estuviera procesada, para obtener lo que me pertenece por derecho… ¿Hasta cuándo sus hombres se dejarán de tonterías y empezarán a trabajar de verdad y a perseguir a los responsables de esos robos?

 Había un matiz de falsedad en la voz de la Marquesa que un experto como don Javier había aprendido a reconocer, pero por otra parte, sabía perfectamente que liarse con esa mujer solo le traería daño, justo ahora que se encontraba en las gracias de los que mandaban.  Así hizo caso omiso de la aparatosa actuación de su interlocutora y se limitó a acompañarla a la presencia de don Álvaro Rumia Del Valle, juez de la sección de obras de arte. Cuando la mujer entró en el salón, abarcó con la vista una cantidad de todo respeto de lienzos, tapices, porcelanas posiblemente de valor inestimable. Sin embargo, la Marquesa, no hizo amago de sorprenderse, estaba acostumbrada a fingir hasta su propia identidad, y se sentó en el banquillo asistiendo a las lecturas de acta y recaudación de datos, agitando coqueta un precioso abanico durante la media hora que duró la sesión. Al final el juez, encantado por la presencia de una mujer tan hermosa y distinguida, concedió que los lienzos incautados pertenecían sin duda alguna a la señora María Teresa Álvarez y Herreros de Tejada, Marquesa de Arnoussa, la cual por fin esbozó una sonrisa tan fascinante cuanto diabólica… Fue así como la extranjera de la calle Génova acumuló una fortuna en obras de arte sin que la alta sociedad madrileña de la época, que a menudo frecuentaba el salón de la Marquesa, se percatara de nada. Habría que transcurrir muchas décadas para que alguien desenmascara por fin a la ladrona de arte. 

Manila Claps………..