La sombra

"Lo que el corazón calla, 
la mente lo entierra, 
 el cuerpo se enferma, 
y al alma quiebra.”

Arnau de Tera

Desde que me casé con él iba a todas partes conmigo. Era un regocijo para el alma estar tan acompañada.

Era maravilloso. En la playa, me acercaba la toalla cuando yo salía del agua, me tapaba y abrigaba con ella ¡Era un abrazo lleno de ternura!

Me di cuenta de que él cuidaba con mimo mis palabras, mis movimientos, mis hábitos. Me amó.

Me cuido tanto. Nunca salía sola, excepto los miércoles, dos horas. Iba a costura.  

Cuidó hasta los más mínimos detalles, por ejemplo, mi vestuario. Le gustaba lo discreto y por eso le molestaban los escotes excesivos, las faldas muy cortas y los colores escandalosos, como el rojo. 

Me pareció extraño la primera vez que me dijo que no le gustaba que tuviera conversaciones con la gente cuando paseábamos a los perritos, en la calle con la vecindad y tampoco con los camareros que nos servían en los restaurantes. Hablábamos entre nosotros, por supuesto. 

Aunque a mí siempre me gustó hacer algún comentario agradable, saludar y decir alguna palabra como un gracias, tu acento es de otro lugar o una simple sonrisa. Hasta que me convencí de que tenía razón. Hablar por hablar no servía para nada.

Un día cogimos un taxi, era una mujer la que conducía, tenía una pequeña pantalla que estaba al lado del volante. Comenté que era curioso verse y además la imagen me hacía más gruesa. Ella contestó que muchas de las personas que se subían al taxi se lo habían dicho. 

Hice esa observación ingenua y sencilla ya que mi carácter espontáneo y comunicativo me permitía hasta entonces hablar con libertad y jovialidad.  Me sorprendió ver mi imagen más grande de lo que pensaba y eso me entusiasmó. 

Él en ese momento me dijo, tocándome discretamente el muslo que me tranquilizara, lo dijo tres veces. Supuse en aquel momento que fui muy efusiva. Fue inapropiado hablar con excesiva confianza. Ahora lo sé.

Luego él le preguntó a la conductora sobre el volumen del tráfico. Yo no me atreví a decir ni una palabra más. Ya lo iba entendiendo.

Poco a poco fui percibiendo sus puntos de vista, por ejemplo: el café nunca estaba en su punto, o muy frío o muy caliente, faltaba azúcar o sobraba. Él me hizo observar que de la misma manera que todos los días no son iguales, los gustos de él tampoco. Podían cambiar según el tiempo o el talante con el que se levantará. “Yo. su mujer tendría que observarlo y darme cuenta de esos pequeños detalles, imperceptibles cambios, que cualquiera que lo amase los debería advertir. Estamos hechos de la misma piel” dijo.

De vez en cuando asentía a sus comentarios o a sus ideas de forma inusual en mí, en otro momento quizás hubiera participado en su monólogo con algo más que un «si» o un claro» o al menos lo hubiese hecho de forma más entusiasmada pero últimamente yo estaba como ausente. Sentía como si hubiese perdido algo y no sabía qué era. Parecía como si no existiera. Estaba triste y comencé a utilizar gafas de sol, para ocultar mis ojos absortos y las imperfecciones que produce la convivencia, aquellas que el maquillaje no puede tapar. 

Una vez me comentó que lo que él veía siempre tendrá más validez que lo que yo sentía. Ya lo sé, le dije. Todo el mundo conoce que el sentido de la vista es mucho más fiable que el sentido del tacto. Aunque una vez vimos un documental sobre las ilusiones ópticas. Él no sufría de esas ilusiones. Era un hombre tan inteligente. Tan valioso.

Me amaba demasiado y yo a él. Él fue el ladrón de mi alma y yo robé su corazón. Su sombra aún se extiende a pesar del espacio y el tiempo. 

Soy como él quería: callada, discreta y correcta. Se habría sentido orgulloso de mí. Ahora soy la adecuada.

No pude evitar matarlo. 

"Lo que el corazón habla 
la mente se calma, 
 al cuerpo se sana
 y al alma descansa”

Arnau de Tera

Blanca Quesada