Los infelices

Tan ladrón es aquél que roba
como también aquél otro
al que no le importaría robar.

El autor 

El reloj de la espigada torre de la iglesia de San Justo daba las diez y la luna comenzaba a desperezar sobre las montañas cuando…

—¡Hemos ganado, Lucía, hemos ganado! —irrumpió Lucio en la cocina de su casa, boina en mano, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas y saltando de la alegría.

—¿El qué? ¿La lotería? —preguntó su esposa contagiada de aquella inesperada explosión de júbilo, mientras dejaba a un lado la loza que había estado lavando y se secaba las manos en el delantal.

—¡Qué va! ¡Algo todavía mucho mejor! —respondió exultante, mirándola fijamente a los ojos a la vez que  con sus rústicas manos sujetaba con fuerza por ambos hombros a Lucía y la zarandeaba víctima de los nervios. 

—¡Hemos ganado las elecciones! ¡Hemos ganado las elecciones! –No se cansaba de repetir sin atinar a decir otra cosa.

Resultaba que el Lucio, persona de hábitos sencillos y agricultor de cuna, se había presentado como candidato a la alcaldía del pueblo de San Justo, y a este hombre, que nunca había sido poseedor de mucho más de lo que cabe en un bolsillo, le parecía haber encontrado a la mismísima gallina de los huevos de oro.

 Con rápidas zancadas,  haciendo aspavientos con los brazos, fuera de sí, cruzaba de un lado al otro de la estancia.

—¿Te acuerdas de los dos burros que el año pasado dijimos que íbamos a comprar en cuanto pudiéramos? —con tono muy animado.

—¡No me digas que por fin podremos! —exclamó la emocionada mujer uniendo las manos a la altura del pecho como si rezara

—¡Que hablamos de burros! —lanzando risotadas y saltando de alegría— ¡Un tractor! ¿¡Que digo uno?! ¡Dos tractores! ¡Uno para nosotros y el otro pa´ (1) guardarlo por si se nos estropea el primero!

—¡Ay, Lucio, que vamos a ser ricos!  —palmoteó ella, más que feliz, sin poder contener su alegría. 

—¡Nos vamos a construir un chalé en el monte!¡En aquel bosquecillo de acacias donde nos dimos el primer beso! —le aseguró mientras arrojaba a un lado su gorra que fue a aterrizar de cualquier forma sobre la mesa. 

—Pero ¿No es ahora un espacio protegido?

—Bueno, pero eso ya se arreglará cuando esté en el ayuntamiento— dijo, bajando por momentos el tono, como quitándole importancia al detalle, para luego continuar nuevamente, gesticulando agitado en plena borrachera imaginativa: ¡Y también un apartamento! Digo ¡Un bungaló en la playa! ¡Y con piscina!

Lucia ya se levantaba ya se sentaba nerviosa. Se sentía como una gallina sin nidal.

Por un momento se sumió en sus pensamientos. Siempre se había sentido como el patito feo del pueblo. El que no se había hecho con más tierras, se había construido un nuevo granero o ido de vacaciones a la costa. Soñaba con la costa. Con una playa repleta de arena y sol frente a un mar inmenso. Lo más parecido al mar que había visto en su vida era una alberca. También le hacía ilusión ponerse un bikini. La excitaba eso de tomar el sol en bragas. Y también viajar en un descapotable de color rojo. Se daba cuenta de que hasta entonces había vivido como una infeliz. Pero a partir de ahora todo eso iba a cambiar. Ahora que su marido iba a ser alcalde, todos sus sueños iban a ser posibles.

 Miró a su esposo a los ojos.

—Pues, también yo, mañana mismo me voy al pueblo a comprar aquel conjunto tan caro que te comenté que había visto en la boutique del Ricardo –le confió   contagiada por su entusiasmo. Y como si se le hubiera ocurrido en ese momento, añadió:

—¡Vamos a poner la tele, para escuchar lo que dicen las noticias!

Con pasos apresurados, seguida muy de cerca por su más que excitado cónyuge, se dirigió hacia la misma y encendió el aparato que casi de inmediato comenzó a vomitar su contenido. 

Las imágenes mostraban a un cierto número de personas riendo y saltando enardecidas sobre los grises baldosines de piedra de la plaza, algunas incluso encaramadas sin respeto sobre los antiquísimos bancos de arenisca tan primorosamente  labrados siglos atrás por hábiles artesanos. Plaza Mayor o de las Verduras, como popularmente se la conocía por su utilización en otras épocas como mercado, hoy se había convertido en lugar de bucólicos paseos, ferias y mercadillos domingueros. Esa noche había roto su decimonónica tranquilidad para convertirse en centro de celebración electoral, y a pesar del barullo, aún se podía escuchar con claridad la voz en off de una comentarista que decía:

—Como se puede observar hay un enorme júbilo entre los simpatizantes que se han acercado hasta la sede del partido desde la que, en breves momentos, nos van a confirmar la noticia.

La música tronaba y las banderas nacionales y del partido se agitaban al viento por doquier en medio de una generalizada algarabía.

La gente gritaba consignas, reía, se abrazaba…

Lucía y Lucio que estaban cogidos de las manos el uno del otro, sus corazones palpitantes, los rostros arrebolados por la emoción contenida y sus ojos, a punto de romper a llorar, clavados en la pequeña pantalla, de pronto, se quedaron totalmente paralizados.

—Pero… ¿No es ese el Aurelio? —interrogó la mujer con cara de sorpresa, señalando con el dedo a la persona que ahora se había adueñado por completo de la pantalla. 

Al Lucio se le había demudado de repente el semblante, y su otrora bronceada tez ahora se asemejaba más a la insana palidez de un cadáver, pero no hizo falta que respondiera. Fue el mismo Aurelio, protagonista absoluto en ese momento de la pequeña pantalla quien, más alegre que unas castañuelas, con voz ronca por la emoción, desde la ventana de la sede de su partido, confirmó la noticia:

—¡Amigos, hemos ganado! ¡El país ha ganado! ¡El partido Ochocentista ha ganado! —pregonó a los cuatro vientos, y a continuación y por lo bajini:

—¡Yo he ganado!

A la Lucía y al Lucio, que momentos antes se habían visto a las puertas del paraíso, se les vino abajo su mundo de ilusiones y entre incrédulos y atribulados se dejaron caer al unísono sobre el descolorido sofá de la salita de estar, aquel que se habían comprado poco después de casarse. Aquel mismo en el que se sentaban ante la televisión desde hacía ya quince años.

Desgraciadamente para ellos dos, el partido en el que militaba Lucio, era el Novecentista. Lucía lloraba de desilusión. Al Lucio le pareció que le iba a dar un infarto.

Para entonces, ya hacía rato que la cenital luz de la luna, ajena a las banales preocupaciones de los lugareños, se paseaba por las empedradas callejuelas de San Justo.

(1) Contracción de la preposición ´para´. Muy utilizada en el español coloquial y vulgar.

Sergio Ruiz Afonso