
Tras vagar por antiguos senderos, en el mismo bosque en el que paseaba con su abuelo, acompañada por un viento fuerte, frio, bajando de un cielo plomizo, Mariana descansa sentada al pie de un haya. Descansa y piensa en los años, cuando, de niña, solía pasar las vacaciones de verano en la casa de campo y sabía que el último día de agosto, que era también el último día de vacaciones, tendría que saludar sus amigos y regresar a la ciudad. Hoy es una mañana de principios de septiembre. El sol parece no estar dispuesto a levantarse. Sí, es una mañana de un día nublado y frío. Por fin la lluvia empieza a caer. A Mariana le parece oír unas voces llegando desde lejos; quizás sean la lluvia y el viento mezclando sus lenguajes misteriosos e intangibles o quizás sean las gotas al caer sobre las hojas, penetrando dentro de sus pensamientos, metiéndose en su cabeza, o tal vez es su alma, la que creyó haber dejado atrás con su dolor, que ahora la alcanza, a través de estas gotas. El ruido de la lluvia no cubre el eco de unos pasos aproximándose. Mariana se asusta. Se esconde entre ramas enredadas y hojas mojadas precipitando en un vértigo sin fin. Un hombre mojado, delgado, alto va acercándose. ¿Quién eres tú? O ¿Qué eres? Se pregunta Mariana. El hombre, camina entre la lluvia y los relámpagos. Le sonríe y Mariana lo reconoce. La misma capa negra en invierno y en verano. Es él. Es Quique, uno de sus viejos compañeros de juego. Se acuerda que era parco en palabras, mejor dicho ninguna. Pero ahora sus ojos…como los de ningún otro. Parecían ecos de lluvia, una luz clara en un rostro blanquísimo, pálido, austero. Este hombre, Quique, la lleva a un sendero que une el bosque a una pradera, a una granja. Esta noche, bajo esta lluvia helada, en esta granja con la puerta que Quique ha abierto para ella, Mariana quiere dejar el pasado atrás. Quiere amar y ser amada. Y tal vez mañana volver los dos a ser niños, jugar saltando en los charcos de agua, besándose bajo la lluvia.
Raffaella Bolletti
