La flor de Marita

En el pasillo, en la planta baja, pueden pasear los locos que los doctores no consideran peligrosos para sí y para los demás. 

Mauro tiene unos ojos azules que te atraviesan, y siempre pide dinero para cigarrillos. Abel lleva puesto todo el año un gorro que le llega hasta las gafas gruesas como fondo de botella. Manuela se para a secas cuando encuentra a alguien, y le repite “buenos días” mil veces, antes de irse tambaleando sobre sus zapatos rojos que intentan hacer juego con las medias fucsia y el bolso dorado. Marita, pelirroja como una cebolla dorada, lleva una flor falsa de las del cementerio en el pelo ya un poco desteñido.  

Hace cuatro meses que vengo aquí cada día, desde la última crisis de Alfonso. Poco a poco he aprendido a conocerlos, estos locos que tienen la suerte de estar menos locos, que pueden salir de su habitación. Alfonso no. Ya no… 

Hay días en que todo esto se me hace tan normal que puedo llegar a sonreír e intercambiar algunas palabras con ellos, y hay días en que no puedo más: ver al propio hijo aquí es demasiado para una madre. 

Hoy camino por el pasillo observando el suelo, evitando las miradas, me paro frente a la maquinita de café, inserto una moneda. Marita se acerca: “¿Me regala un café?” Está prohibido dar bebidas a los “huéspedes”, pero hoy no soy capaz de negarme. Silenciosamente le paso la tacita y pongo otra moneda en la máquina. Marita me lo agradece con un tal entusiasmo que rompo a llorar. 

—¿Qué le pasa, señora, puedo ayudarla? — me pregunta. 

Luego, se quita la flor descolorida del pelo y me la da. 

Silvia Zanetto