La Mise Au Tombeau

Les tombeaux de Paul Delvaux, 1957

Era mi último día de vacaciones y la enésima vez que me sentaba en el incómodo sofá con el fin de admirar aquel cuadro. La escena era fascinante a la vez que surrealista. Representaba a un grupo de esqueletos rodeando la tumba del que se suponía haber sido un laureado militar cuyos restos yacían apenas cubiertos por una sábana blanca. Varios de aquellos descarnados todavía lucían sudarios y los llevaban puestos a modo de túnica. Uno de ellos, de huesos amarillentos y erosionados, situado a la cabecera y que, a su decir, pues ya no le quedaban atributos que lo demostrara, había sido obispo, se erguía con altivez, gesticulando con ademanes afectados. Otro, más pequeño, y encorvado sobre la tumba, le escuchaba distraído mientras rastreaba el interior del sepulcro en busca de alguna moneda, remanente de su época como recaudador de impuestos. 

«Fijaos», clamaba con amargura uno que portaba túnica amarilla y al que en apariencia nadie le hacía caso. «Mirad qué injusticia que debamos compartir espacio con mendigos y que no podamos en la muerte conservar nuestra posición social” Y señalaba con desprecio a un carapacho que, agachado a los pies del sepulcro, parecía querer pasar desapercibido.

«Tiene razón – murmuraban, chasqueando las mandíbulas, otros dos entre sí. «Ahora mismo no somos más un simple montón de huesos»

«De esta manera, nadie podrá reconocer la importancia de nuestro rango», continuó con tono de frustración el esqueleto obispo. El recaudador de impuestos asintió, refunfuñando más por el disgusto de no encontrar ninguna moneda que por estar de acuerdo con el discurso del pretendido mitrado.

Hablaban todos con resentimiento y orgullo, recordando los días en que caminaron entre los vivos con poder y autoridad. Sin embargo, conforme escuchaba la conversación, algo dentro de mí se removía ¿Realmente importaba, después de la muerte, el estatus social o las posesiones adquiridas en la vida? ¿Acaso no éramos todos iguales frente a la inevitable parca? 

Las palabras de los esqueletos resonaban en mi mente mientras yo permanecía todavía abducido por la escena que se representaba.

De repente, una mano se posó sobre mi hombro. «Es la hora del cierre, señor», alguien me espetó.

Giré la cabeza sobresaltado. Era uno de los vigilantes del museo que me señaló un enorme reloj situado en la pared y que marcaba ya las cinco y media. Asentí a la vez que me ponía en pie.

Miré por última vez al cuadro y me despedí sin palabras. Al día siguiente debía volver a mi país y lo hacía con una nueva perspectiva de las cosas. Atrás quedaba aquel mundo de muertos atrapados en un eterno diálogo. Seguramente echaría de menos sus reflexiones, pero al fin y al cabo tan sólo eran montones de huesos.

Me encaminé hacia la salida, pero antes de dar dos pasos un escalofrío recorrió mi cuerpo al escuchar como una voz profunda decía «hasta la vista». 

Miré sorprendido a mi alrededor y advertí como los descarnados también habían parado su conversación para, tan sorprendidos como yo, reparar en mi persona. En absoluto silencio me saludaron haciendo un leve ademán con sus manos.

Entonces comprendí que se estaban despidiendo de mí, y que había sido mi propio esqueleto el que había hablado..

Sergio Ruiz Afonso.

El rincón de los sueños 

En el etéreo océano de mis pensamientos, soy un vagabundo errante que navega por islas de ensueño. Cada isla es un refugio, un rincón donde la amigable brisa del mar me acaricia la piel y el murmullo de las olas me susurra secretos olvidados. Mis islas, son esas memorias que atesoro; un mágico rincón donde el tiempo no se mide en horas, sino en instantes.

En unas, el sol resplandece sobre la arena dorada mientras las gaviotas dibujan surcos en el cielo; los días se deslizan suavemente, y la simplicidad de la vida se mezcla con el sabor de la fruta fresca y el aroma de la tierra húmeda. En otras, la vegetación exuberante esconde historias antiguas, ecos de civilizaciones pasadas que aún reverberan en el viento. 

Soy un vagabundo sin rumbo fijo y soy poseedor de un corazón lleno de anhelos. Cada isla me descubre algo nuevo: la fortaleza de la soledad, la belleza de la introspección, la alegría de poder disfrutar de lo efímero… Y aunque a veces, en este mar inmenso, me sienta como perdido, estoy convencido de que la realidad es que cada paso me acerca un poco más a la comprensión de la importancia de lo insignificante.

Cada atardecer, fijo la mirada en el horizonte y agradezco las islas que habito, pues en su esencia encuentro la libertad de ser quien realmente soy: un vagabundo, un soñador que navega por el mar infinito de su propia existencia.

Sergio Ruiz Afonso.

La cabalgada de Reyes

¡Me encantan las Navidades! Es mi periodo del año favorito: me fascina la nieve, hacer muñecos con mis amigos, lanzarnos bolas y pasar horas jugando con ellos en el parque.

Mis padres y yo vivimos en un pueblo de León y ellos, para hacerme una sorpresa, decidieron pasar unos días en Madrid para ver la Cabalgata de Reyes el 6 de enero. ¡Estoy muy emocionado! Es uno de mis grandes sueños que se va a cumplir.

Pocos días antes del viaje, mientras alistábamos la maleta, estaba más entusiasmado que nunca.

¡La ciudad de Madrid me pareció maravillosa! Mi sitio favorito es el Parque del Retiro, donde el laguito en el medio se congela y se puede pasear por todas partes. El centro de la ciudad es inmenso y los hay muchos edificios antiguos espectaculares: ¡se nota que estamos en la capital!

La noche anterior a Reyes no logré ni pegar ojo de la efervescencia de ver toda la Cabalgata por primera vez. Los años anteriores me había tocado verla en la tele y me parecía lo más hermoso del mundo. Todos contentos, los niños recibiendo regalos, los periodistas entrevistando a la gente en la calle.

Seguramente para los niños es una experiencia mágica, pero aquí también veo a muchísimos adultos que parecen felices, al igual que nosotros. Adoro este aire festivo y, aunque sí está haciendo frío, estamos bien abrigados para aguantar tantas horas aquí en la calle.

Mientras brinco de felicidad emocionado por la llegada de los tres grandes protagonistas de la Cabalgata empiezo a escuchar silbidos y gente que está abucheando los carrozas. Efectivamente noto algo muy raro en uno de los Reyes Magos: Melchor y Gaspar me parecen bastante “normales”, sin embargo Baltazar es rubio y tiene el rostro embadurnado para parecer más moro. ¿Con tantos moros de verdad que hay en España cuál es la necesidad de pintar a un rubio? ¡Me parece absurdo, pero tampoco es para tanto!

La gente a mi alrededor comienza a gritar e insultar al blondo y solo entiendo “¡trampa!” cada vez más fuerte. Finalmente me doy cuenta que lo que todo el mundo chilla es el nombre del ex presidente de los EEUU. ¿Qué hace este hombre en plena Cabalgata de Madrid disfrazado de Baltazar? ¿Quién lo convenció a pintarse de esa forma horrorosa y desfilar por las calles? ¿A quién puede parecerle bonito engañar a la multitud de esta forma?

El sombrero de Carito

El niño

Jailhouse Rock y su ritmo frenético hizo temblar todo el apartamento.  Los bafles estaban ajustados al máximo de su potencia, era una pequeña fantasía que se permitía en medio del día cuando todos estaban trabajando en la ciudad. Su foto estaba sobre el muro detrás del estéreo, una voz joven cantaba las letras en español: El rock de la carcel. Era él quien cantaba, en aquella época lo llamaban El niño. Era famoso.

Hoy, hace mucho tiempo. Había ganado bastante dinero, pero no había durado, había envejecido, la moda había pasado, a los cuarenta ya no se parecía tanto a Elvis. Había intentado continuar con otro repertorio, sin éxito. Se había reconvertido en contabilidad, trabajaba en un banco. 

Los fines de semana con su grupo, seguían reuniéndose para animar pequeñas fiestas, bodas, cumpleaños. Toda su vida desde los 16 años había estado dedicada a la música, ahora a casi ochenta años tuvo que contentarse con escuchar sus grabaciones.

En ese momento llamaron a la puerta.

Bueno, pensó, es la misma harpía del primero, que viene a quejarse, bajó el volumen, se reajustó, abotonó la chaqueta de luz como la que Elvis llevaba en su último concierto, recogió lo que podía parecer a un tupé que aún lograba ostentar con su poco de pelo de negro. Abrió la puerta.

—Adolfo Suárez, ¿supongo? —preguntó un joven vestido totalmente de negro, con el pelo negro también peinado según la moda actual, un bonito cepillo elevado y los contornos afeitados.

—Elvis! —le respondió El niño, atónito.

En efecto a algún detalle cerca se parecía fuertemente al personaje que era representado sobre la portada de Jailhouse Rock.

Entonces vio los documentos que el muchacho tenía en sus manos la tarjeta de donante con identidad revelada que era la suya. Nunca con su vida desordenada, hecha de giras y viajes, había construido una relación duradera con el sexo femenino, pero como esperaba tener un heredero, había contactado con esta empresa especializada y contratado un papel de donante con la posibilidad para su hijo adulto de encontrarlo.

— Eres mi hijo —dijo con el corazón que le iba a mil.

El chico le hizo una gran sonrisa y en sintonía con el rock que seguía dando ritmo a la escena a voz baja, y, como solo Elvis sabía hacerlo, se contoneó y puso adelante una guitarra imaginaria.

Jean Claude Fonder

Invisibles para todos

Los telediarios en estos días siguen hablando mucho de este acontecimiento: dicen que ella enterró el niño en el jardín de su casa, cuando estaba vivo, inmediatamente después de su nacimiento. Dicen que nadie, ni siquiera sus padres, se dio cuenta de que ella había parido, y tampoco de que estaba embarazada. Dicen que ella -una mujer casi chica o una chica casi mujer, de 22 años- lo parió y lo ocultó entre las plantas del jardín y luego se fue de vacaciones al extranjero, a divertirse con su familia. Dicen también que no se encontró el cuerpo de un bebé solo, sino de dos, así que hace un año la mujer-chica ya le había dado y quitado de inmediato la vida a otra criatura. 

Dos niños, de los que nadie se dio cuenta de que nacieron, ni de que murieron. Dos niños que para todos -su futura familia, su futuro padre- nunca habían existido. 

Y nosotros, viendo el telediario, nos preguntamos todos por qué la mujer-chica hizo semejante locura asesina, por qué lo hizo una segunda vez; no entendemos cómo es posible que nadie se hubiera dado cuenta de nada: ni del embarazo, ni del parto, tampoco de aquellos dos raros agujeros bajo la hierba en el jardín de casa… 

Y los niños, cuando lloraron por primera vez, cuando abrieron por primera vez sus ojos y empezaron a respirar, ¿Qué vieron? ¿Qué oyeron? ¿Se dieron cuenta de que su vida iba a empezar, unos segundos antes de que la mujer-chica se la arrebatara? ¿Qué pensaban, cuando veían pasar por el jardín a la mujer-chica que los había abandonado allí?Quiero creer que, a lo mejor, se consolaban el uno con el otro, abrazándose entre la tierra, hablándose mutuamente con su gimoteo, gozando del verde del césped y del azul del cielo y oliendo el perfume del bosque, ya verdes como la hierba e invisibles para todos.

Silvia Zanetto

La bella vida  

Pelota y peteretes.  Estas palabras me recuerdan mi niñez. 

La niñez que viví disfrutó de toda la alegría que nos produce lo nuevo.

Mi recuerdo más lejano es el de un camino polvoriento rodeado por muros bajos de roca negra, la piedra del volcán nos guiaba. Abuela me llevaba de la mano. Ella tenía un pañuelo amarrado a la cabeza y yo iba con un sombrero de paja al que me tenía que agarrar, era para protegernos del sol y del polvo amarillo y seco de Lanzarote que se levantaba al primer viento, además, aquel día iba acompañado por la calima que no me dejaba ver ni la pelota de trapo a la que iba dando puntapiés.

Mi abuela llevaba una maleta con tachuelas en las esquinas y de la misma manera llevábamos clavada la angustia de la incertidumbre en nuestros corazones. 

Llegamos al muelle y cogimos un barco enorme y blanco.

¡De pronto, nos encontramos en otro mar, en otra casa, papá, mamá y mi hermanita Carmen estaban allí! Era un mundo de agua con olas muy altas y mucha gente.

Creo que el contacto con la divinidad es un calambrazo y eso me dio ese viaje.

Me dio la oportunidad de valorar la belleza de cada instante y la matemática de la vida: hay cosas que no se entienden y lo único que queda es aceptarlas.

Abuela nunca quiso volver a la isla y mucho menos a ese camino de tierra.

Yo sí he vuelto. Lanzarote y sus paisajes me envuelven.

El atardecer desde el acantilado está lleno de colores, de luces bellas e inalcanzables. 

Bajo el risco veo el mar.  Un turquesa inconfundible inunda el paraíso, tangible, donde mi abuelo pescaba. La espuma acaricia serena al amarillo luminoso y claro de la arena, allí es donde la silenciosa paz te acompaña y la alegría de haber vivido está contigo.  

La playa: el refugio donde la vida está en el interior de la más profunda de las miradas y se queda colgada del alma. 

Hay cosas que no puedo olvidar y no han cambiado como los juegos, las risas. Las sigo escuchando, en la plaza o en cada campo de fútbol improvisado, el centrocampista que conecta con la delantera. El medio punta ayuda a meter el gol y entonces la portería se llena de defensas contra la fuerza del talento, para la pelota la portería es una diosa. El equipo es uno, comparten el triunfo y la alegría: inquieta y bulliciosa niñez. 

La aventura más grande de nuestras vidas. El esfuerzo y la algarabía: sacrificio y tributo.

Entonces cada hora era un viaje. El mayor descubrimiento. La esperanza que quiero vivir cada día, la emoción que nos espera detrás de cada maleta, la sorpresa y la ménsula de la familia. Una vida inmensa llena de experiencias prodigiosas con la calma bajo el risco.

Siento que el lugar que buscaba ya lo había encontrado desde que nací. Los niños están iniciados en lo intangible y sostienen la esperanza de un levógiro para la bella vida. Caleta Naomi. Allí te esperamos niñez.

Blanca Quesada

El niño que no quiso crecer 

Juan no era feliz. Aunque dotado de un espíritu alegre y soñador, la cotidiana observación del complicado mundo de los adultos y sus conflictos había ido depositando en su tierno corazón infantil un pesado manto de desaliento que no le permitía mirar al futuro más que con cierto pesimismo.

Muchas tardes solía escapar al bosquecillo cercano donde se entregaba a uno de sus pasatiempos preferidos: observar el paso de las nubes para descubrir las formas tan caprichosas como efímeras que se iban dibujando en el firmamento. Un día, mientras se encontraba recostado contra una roca, una de las nubes pareció adoptar la apariencia de un níveo anciano de larga barba. Y fue en ese justo momento que Juan decidió que ya no quería crecer. No deseaba convertirse en otra sombra más en un mundo donde la luz parecía estar desvaneciéndose poco a poco. Así, en ese instante de determinación pura, el universo pareció conspirar a su favor.

Una suave brisa acarició su rostro, llevando consigo rumores de sueños muy antiguos y aromas de jazmín. En ese preciso momento, un destello cruzó el cielo y una forma etérea se materializó frente a él adoptando el aspecto de una figura humana. Era un anciano vestido con túnicas brillantes y una sonrisa sabia en sus labios.

“Juan”, le dijo con voz cálida. “Tus deseos han sido escuchados. Te ofrezco la oportunidad de vivir eternamente como un niño, pero ten en cuenta que esta elección vendrá acompañada de desafíos y pruebas que deberás superar”

Juan lo pensó apenas un momento antes de aceptar la oferta, y dejando atrás su antigua vida, a partir de ese momento se embarcó en una aventura sin igual. Descubrió mundos fantásticos dentro de su propia imaginación, conoció a seres extraordinarios que le enseñaron lecciones valiosas y encontró la verdadera belleza en la sencillez de las cosas insignificantes.

Con el paso del tiempo, se convirtió en un guardián de la infancia, protegiendo la pureza y la esperanza de todos los niños que, como él, anhelaban escapar de la dureza del mundo de los adultos. Creció en sabiduría y amor, irradiando una energía sutil que inspiraba a todo aquel que se cruzaba en su camino.

Y así fue que aquel chico soñador y algo ensimismado, aprendió que la verdadera magia reside en la capacidad de conservar la inocencia y la alegría en medio de la oscuridad, y que la juventud del corazón es un tesoro más preciado que cualquier riqueza terrenal. Y cuando con el paso de los años su piel se fue tornando dura y arrugada, Juan todavía era portador de una sonrisa fresca, sabiendo que su eterno niño interior le acompañaría siempre, guiándolo hacia un mañana lleno de promesas y posibilidades infinitas.

Sergio Ruiz Afonso

Los ojos de los niños

Al oír el llanto, miró hacia atrás y lo vio, debajo del árbol, los cabellos alborotados, la carita sucia y los ojos… los ojos del color del mar despavoridos, colmados de lágrimas. Se acababa de caer y necesitaba ayuda.

Fue entonces cuando recordó ese día aciago en que tuvo la sensación de haber sido abandonado y no encontraba a sus padres, a su hermanito, a su gato. Buscó en medio del polvo y los escombros de la que fuera su casa. Habían cenado juntos, su padre les había contado una de esas historias antiguas que tanto le gustaban, mientras el gato Pecas dormía en su regazo. Recordaba sólo un rugido aterrador, un estallido, gritos lejanos… las pesadillas que volvían muchas noches.

Ahora su misión era curar heridos, ayudarles a recuperar los movimientos, visitarlos y animarlos por sus progresos. Examinó al niño, trató de calmarlo, lo acunó en sus brazos y sintió cómo latía su corazón y cómo su respiración se normalizaba. No estaba herido, sólo tenía una pequeña contusión en una rodilla.

A él también lo había salvado un joven, lo había llevado en ambulancia a un sitio con mucha gente que lloraba y gemía. Buscó por todas partes, hasta que encontró a su pequeño hermano herido y no se separó de él nunca más. Nunca olvidaría sus ojos de alegría al verlo. Se prometió a sí mismo que habría dedicado su vida a ayudar a los demás.

Maria Victoria Santoyo Abril