El pan de las 3 am  

Como de costumbre, Egidio se despierta en la noche para amasar el pan, así estará listo para cuando abra la panadería. Está orgulloso de lo que ha conseguido a lo largo de su vida, reavivando el tradicional horno familiar: ha introducido recetas nuevas, agregado mezclas con semillas muy ricas y ahora goza de renombre en el pueblo. Todo el mundo siempre dice que los panes son tan fragantes. 

Cuando llega a su lugar de trabajo enciende la radio y se pone a escuchar música para tener compañía. Coge un costal de harina y la dispone en la amasadora, calculando cuánta necesita. Tararea lo que escucha en la emisora. No sabe la letra, pero tiene un ritmo pegajoso. 

Escucha la puerta de metal. Al parecer alguien la está tocando, pero a esta hora todo el pueblo duerme. ¿Habrá sido una alucinación? Sigue con la mezcla de semillas de calabaza, su favorita, pero los golpes en la puerta se hacen cada vez más fuertes, así que interrumpe todo, para ver qué está pasando. 

Al abrir se topa con una escena desgarradora: un niñito solo, vestido de andrajos, está llorando y le pide pan. Tiene hambre y frío. Egidio busca algún adulto en la calle, junto con él, pero no. No hay nadie más. Lo deja pasar, así, de paso, se calienta. Le ofrece una barra de pan del día anterior, ya que todavía no ha horneado ninguna. 

A Miguelito se le alumbran los ojos y mastica con vehemencia. Probablemente llevaba días sin probar un bocado. Al terminar la barra le sonríe amablemente a Egidio y le da un fuerte abrazo de agradecimiento. Intercambian algunas frases y Egidio tiene que volver a su rutina nocturna. No lo echa, pero él sí se quiere ir. 

La noche siguiente pasa algo parecido, pero Egidio, mientras tanto, había comprado ropa nueva para regalársela. Miguelito no se lo puede creer y quiere rechazar, pero Egidio insiste, hasta que él se la pone. ¡Ahora parece un niño nuevo! 

Los días pasan y la rutina se convierte en habitual. Cada vez Egidio le enseña algo nuevo del horno y él lo ayuda contento. Es huérfano, tampoco tiene hermanos y vive en la calle, pidiendo limosna. Es la primera vez que alguien lo acoge y le da cariño. Se siente afortunado. Con el transcurrir del tiempo Egidio decide adoptar legalmente a Miguelito y forman una familia, justo con su mujer Rocío. Él estudia y, en sus momentos libres, aprovecha para ayudar a su papá en el horno, ese sitio donde tanto amor ha recibido. 

El sombrero de Carito

Hilando vidas


Blanca Quesada

La Noche estrellada 

La Noche estrellada, Van Gogh (1889)

El partido de tenis había terminado con una derrota del español Alcaraz, la pantalla estaba apagada, me encontré solo en el apartamento inmerso en la oscuridad, atrapado por la intensidad del juego no había encendido nada. La noche de Bruselas llena de oficinas innecesariamente iluminadas invade mi soledad.

Una cama vacía, fría de una ausencia que el calor veraniego no podía justificar, me esperaba. Volví a pensar en la noche estrellada de Van Gogh y en el micro cuento que debía escribir para septiembre, cuando retomaremos. El estilo que Van Gogh había creado genialmente para realizar sus últimas obras maestras reflejaba perfectamente el caos de mis propios sentimientos. Comprendía terriblemente bien esas curvas que se superponían como las ondas de un mar enojado, la confusión fluctuante que rodeaba las luces que poblaban el cielo de la ciudad dormida que se negaba a comprenderme. Este enorme ciprés que atestiguaba impasible el luto que irremediablemente me tocaba.

Me colé entre las sábanas y extendí mi brazo hacia el lugar de la ausente, abracé el cojín que nunca podría sustituirla.

Mis pensamientos volaron para imaginar una historia que la noche podría sugerirme. El calor se hizo más intenso, sentí a mi lado lo que debía ser un cuerpo, la curva de una cadera, la redondez de una nalga, alguien se había metido en la cama. Tenía el pelo largo, sus formas no permitían dudar de ello, era una mujer. La acaricié tiernamente. Se dio la vuelta y me abrazó con una gran sonrisa. Era Ella.


Jean Claude Fonder

La noche que no se acabó

La noche siempre había sido un consuelo para Marcel. No solo por el descanso ni por los sueños, sino sobre todo por el silencio. Ese silencio denso y sin forma que se cuela por las rendijas de las ventanas, que se sienta al borde de la cama como un viejo amigo que no exige conversación. Durante el día, todo tenía nombre, función y expectativa. Pero la noche… la noche era un territorio sin mapas.

Aquel día, Marcel salió tarde del trabajo, como siempre. Caminó por calles vacías, bajo faroles que no alumbraban tanto como pretendían. Pensaba en lo mismo de siempre: el tiempo perdido, las palabras no dichas, las posibilidades acabadas, los caminos que no tomó. La rutina es una forma lenta de suicidio, se dijo, sin la intención de ser dramático, sino con esa especie de claridad que solo la oscuridad permite.

Al llegar a casa, no encendió la luz. Se sentó en el suelo del salón, dejó las llaves caer y cerró los ojos. No quería dormir. No quería soñar. Quería simplemente existir, sin ser observado ni juzgado, sin tener que responder a nadie. Y en esa penumbra, algo extraño ocurrió: la noche pareció alargarse. ¿Cuánto tiempo había pasado?

El reloj dejó de marcar los minutos. Afuera, no se oía ni el canto de los pájaros ni los camiones madrugadores ni el rumbo de los primeros coches. El amanecer no llegaba. La ciudad parecía suspendida en una pausa indefinida. Marcel encendió el móvil. Sin señal. Buscó en la radio, en la televisión: nada. Todo estaba inmóvil, como si el tiempo hubiese perdido el deseo de avanzar.

Al principio sintió miedo. Luego curiosidad. Y finalmente, aceptación. Quizá, pensó, esto era lo que había estado esperando sin saberlo: una noche eterna. Un momento fuera del mundo donde no hubiera decisiones que tomar, promesas que cumplir, ni días que desgastaran el alma. Una tregua de lo cotidiano. Lo absurdo empezó a parecerle normal, pero los días, incluso los imaginarios, tienen consecuencias. Su cuerpo pedía comida, pedía sueño, pedía luz. Y la noche, que en un principio fue alivio, empezó a volverse pesada, pegajosa, hostil. Marcel intentó encender todas las luces, pero parecían burlarse de él. Luchó contra el insomnio, contra el hambre, contra la soledad creciente. Gritó. Incluso se puso a rezar. Ningún dios respondió. Ningún hombre vino.

Con los ojos hundidos y la mente fracturada, comprendió —demasiado tarde— que la noche no era un refugio, sino un espejo. Que en el silencio no se esconden respuestas, sino las preguntas que siempre evitamos. Que el consuelo es solo una ilusión, y que hay silencios que, una vez abiertos, ya no se pueden cerrar.

Y así, sin final, sin redención, Marcel quedó atrapado en esa noche interminable, con la única compañía de su propio eco, que le devolvía las verdades que nunca quiso oír.


Graziella Boffini

Noches en vela

Recuerdo que, cuando era niña, al irme a dormir me invadía una angustia abrumadora frente a la simple idea de encontrarme sola con mis pensamientos. Cada vez que estaba en la cama llamaba a mamá dos o tres veces. Ella se acercaba con paciencia al lado de mi cama y yo salía de mi nido caliente para abrazarla fuerte, con la ilusión de que el calor y el abrazo de una persona amada pudieran disolver la dolorosa ansiedad que me estrechaba el corazón. 

Al principio, había sido el miedo de la oscuridad. Solo me había confiado con una amiga sobre lo que era tan espantoso para mí: mis padres creían que yo tenía miedo de ogros o brujas, o quién sabe cuáles otras misteriosas o diabólicas presencias. Pero mi terror era la ceguera: la falta de certeza, en la oscuridad total, de que yo podía ver me aterrorizaba.

La muerte prematura de mi tía me hizo reflexionar sobre otra terrible realidad: no solo la vista, sino también la vida era algo frágil y efímero: no podía soportar ni el sonido de la palabra “muerte”, che se convirtió en la nueva pesadilla de mis vigilias nocturnas.

Muchas otras noches en vela me acompañaron también en la adolescencia.

Pasaba larguísimas tardes estudiando los libros de latín y de griego antiguo, y luego me despertaba por la noche repitiendo los verbos y la gramática, y me levantaba al amanecer para el último repaso antes del examen. 

Pero no eran solo los verbos griegos, regulares o irregulares, que me quitaban el sueño por la noche, en los años de instituto. Había estallado la estación de los amores, tan ardientes cuanto no correspondidos. 

Se llamaba Federico y ni siquiera era guapo: un joven con acné y gafas; pero era casi el único chico que había conocido, ya que en mi clase del colegio éramos solo chicas. 

Se llamaba Lorenzo y tenía dos ojos verdes que destellaban en la oscuridad de mi habitación. Se enamoró de todas las chicas menos de mí, y yo retorciéndome entre las sábanas me preguntaba qué tenían todas las demás que a mí me faltaba. 

Se llamaba Claudio, y sabía siempre todo sobre todo, pero de vez en cuando me daba una vaga sensación de que era un ser humano, y cada noche yo me torturaba buscando qué hacer para arañar su armadura.

Otras noches en vela seguían las largas charlas con las amigas: tardes transcurridas atormentándonos la una con la otra con muchísimas preguntas y muy pocas respuestas, para confrontarnos y poner en duda la seguridad de nuestras experiencias. Pero cada vez yo descubría un nuevo mundo en las palabras de mis compañeras y luego pasaba las pocas horas de la noche para reordenar mis pensamientos, buscando el orden y el sentido de todo.

Y ahora, a veces, son las cosas que tengo que hacer al día siguiente, o los problemas de familia que me despiertan de golpe en medio de la noche… pero esta es otra historia. 


Silvia Zanetto

Pensamientos

Querido Álvaro, me dirijo a ti por si te acuerdas de mi miedo a la noche y a la oscuridad. Bien, todo ha cambiado desde que te fuiste a no sé dónde. Ahora la noche me acompaña, la necesito, me ayuda a desconectarme de teléfonos, ordenadores e internet, del mundo, a desatender los pensamientos negativos, intentando centrarme en los positivos. Tendría que decirte muchas cosas, pero las palabras se callan; sin embargo, ahí están, esperando la noche como un punto fijo donde mi dolor se esconde y desaparece. Es una hermosa noche de finales de agosto, estoy sentada en la terraza, mirando el cielo. Como cada noche, el murciélago ya se ha colocado en su rincón habitual. Todo permanece allí, inmóvil. Ya no estás aquí, no puedo verte, abrazarte, tocarte, hablarte ni escucharte. Te echo mucho de menos. Al pasar las horas, algunas estrellas, más brillantes que nunca, empiezan a asomarse en el cielo, aportando un poco de luz. De vez en cuando parece que alguna caiga desde la bóveda del cielo, como una lágrima por las mejillas. Y es en ese momento, que de mis reflexiones surgen algunos pensamientos que quiero dedicarte.

Noche era cuando abrazándome me decías “te amo, estoy aquí, no tengas miedo”
Noche era cuando nos besábamos y nos acariciábamos y nuestros cuerpos se buscaban y se unían.
Noche era apoyar la cabeza en tu hombro y quedarme así…

Ahora el sol va desapareciendo y muy lentamente la oscuridad lo cubre todo
Noche es cuando me parece que todo me va mal.
Noche es cuando alguien a quien quería me abandonó sin dar explicación alguna.
Noche es cuando tengo malos pensamientos, cuando mi deseo es el de acabar con todo.
Noche es cuando estoy esperando algo que ya sé que no pasará.
Noche es cuando a pesar del sol que brilla en el cielo, todo está oscuro y malévolo.
Noche es cuando las personas se van para siempre sin que pueda despedirme de ellas, sin una última palabra.
Noche es cuando miro el cielo negro mientras la luna, las estrellas y los planetas se vuelven poco a poco visibles y me encantan.
Noche es cuando me pregunto por qué la vida es amarga y complicada y me parece que la oscuridad nunca se irá.
Noche también es amar, amar para vivir con quien se quiere.

Sé que no volverás, no importa, yo seguiré hablando contigo por la noche.


Raffaella Bolletti

Umbral

Nuit étoilée sur le Rhône, Van Gogh (1888)

Bajo la cúpula oscura salpicada de plata, Susanita cerró los ojos. No para dormir, sino para recordar. De niña, le parecía, a veces, que la noche la dejaba sola, desamparada. Sus padres estaban ausentes, sumidos en el sueño, sólo el silencio y la oscuridad la rodeaban. Mucho tiempo después, leyó que Rudolf Steiner decía que la noche no era vacío, sino un umbral, un lugar donde el velo que separa los mundos se torna tan fino como el susurro de una seda.

Dejó que el bullicio del día—las preocupaciones, las prisas—se hundiera como piedras en un estanque quieto. En la oscuridad, el alma puede descender, no a un inframundo de sombras eternas, sino a los reinos del devenir, donde los difuntos, libres de sus cuerpos, depositan sus experiencias terrenales como semillas para los vivos. Susana percibió su presencia como un eco de gratitud y anhelo. Eran sus antepasados, no fantasmas atormentados, sino seres de luz en reposo, entrelazando sus destinos con el suyo, esperando que ella, en la tierra, germinara lo que ellos habían sembrado.

Un susurro, no en sus oídos sino en su corazón, llegó: “Lo que llamas ‘yo’ es apenas una palabra que usas en el día. De noche, recuerdas que eres una pregunta del cosmos, buscando su respuesta en un alma humana. Eres el puente entre nuestro pasado y tu futuro.”

Al amanecer, despertó. No con una respuesta, sino con una certeza tranquila. La luz no negaba la oscuridad; la continuaba. Y ahora, caminaría en el día sabiendo que su verdadero ser se renovaba cada noche en el seno de lo espiritual, nutriéndose del diálogo silencioso con aquellos que, desde el mundo espiritual, confiaban en ella para cumplir con la obra de la evolución.

Maria Victoria Santoyo Abril

La herencia

Triste herencia, por Joaquín Sorolla (1899)

Cae lenta la noche cubriendo el mundo con su misterio. Todo está oculto, también el futuro.

Acuesta al niño, lo cubre con su cariño y dulcemente lo hace dormir

El niño duerme, entonces enciende la tele como si fuera una ventana para mirar el mundo

Ve allí que los más ricos son cada vez más ricos mientras hay niños que no tienen escuela ni qué comer…

Ve drones, tanques…hombres destruidos.

Todo es competencia, violencia… Quien es más …

¡No!

No todos… Hay también quienes manifiestan. Hay quienes quieren otro mundo, un mundo de colaboración, un mundo fraternal, un mundo sin miseria. Otro mundo… Pero no logran mucho más que protestar. Sin embargo, algo queda, algo dejan. Algo como una luz en medio de la noche.

Mira la noche. Lejos se asoma una estrella pequeña.

Se acerca a la cuna, mira al niño, sonríe y susurra:

«Tú eres la esperanza de un mundo mejor. Mi legado es solo una Luz…»

En el cielo aun impera la noche, pero ahora hay miles de estrellas que brillan en la obscuridad. Y ahora, a veces, son las cosas que tengo que hacer al día siguiente, o los problemas de familia que me despiertan de golpe en medio de la noche… pero esta es otra historia.


Patricio Vial

Noche

Roque Dalton – Federico García Lorca

Noche: «tiempo de transición desde la puesta de sol al amanecer»

Sin embargo, existen las tinieblas de una noche sin fin, donde pululan seres sin ojos, es un inframundo desde donde son adiestrados para eliminar a seres de luz que viven en otros niveles. Con mi poder de lectora, elevo hacia la alegría a mis hermanos de palabras, fraternas, luminosas, a veces gentiles otras tristes y dolorosas como la vida misma. Les reconozco y saludo, queridos Federico García Lorca y Roque Dalton. Han vuelto y son la luz de aquellos que les leen y de los que les leerán.


Marcela Saavedra

El amigo manzano

Es un día nublado de principios de otoño. He llegado al pueblo donde vivieron mis abuelos maternos. Aparco en el corral de la granja, bajo del coche y miro a mi alrededor. No hay nadie. ¡Por supuesto! La granja lleva muchos años deshabitada. Sólo hay bosques en el horizonte. Recorro el camino rural que une la granja con el campo cuesta arriba hacia la colina. Y allí, justo allí, está el árbol, ese árbol, mi amigo árbol. Un viejo manzano que parece estar esperándome, con sus hojas algo rojizas moviéndose como para saludarme. Me acerco, abrazo su tronco, cuya corteza me parece un poco más áspera. De niña solía veranear aquí, en este pequeño pueblo y me gustaba mucho sentarme a los pies del manzano, bajo la sombra de sus ramas, a veces leyendo a veces hablando con mi abuelo, a veces encontrando los amigos de verano contándonos cómo habíamos pasado el invierno y, a veces, envuelta en el abrazo de un chico y por fin hablando con él, el árbol, que parecía escucharme. Hoy apoyo mi espalda en el tronco y dejo vagar la mirada, no me fijo en el paisaje, vuelvo a recordar los acontecimientos de años pasados cuando era una jovencita. Quiero quedarme aquí, escuchando el viento, mirando las nubes, saboreando la calma, la silenciosa detención del tiempo, sin pensar en el mañana. Recorro viejos caminos, hechos que forman parte de mí, recogidos en las ramas de mi árbol. Recorro las etapas, los sufrimientos y la felicidad de esos tiempos, recordando amores de verano tan pasajeros y fugaces como esa edad. Me parece estar metida en una red de ramas entrelazadas, como en un vértigo infinito. Un viento suave mueve ramas y hojas, con un crujido mágico, y yo, con los ojos cerrados, intento comprender este misterioso lenguaje, un sonido seductor que parece una música. Ya no hay flores blancas y rosadas en las ramas. Ahora que es otoño, los pequeños frutos están madurando. De repente, unas pequeñas manzanas caen a mi lado, como para despertarme. Miro la copa del árbol, observo el follaje y, con asombro, me doy cuenta de que entre las manzanas se esconden pequeños corazones de colores, balanceándose con el viento. Y entonces me imagino que es un regalo para mí, que ahí, dentro de estos pequeños corazones el árbol ha conservado lo que le conté, y es así como el árbol ha cuidado mis amores de juventud. ¡Larga vida a ti, amigo manzano! Doy otro abrazo al tronco y me voy feliz.


Raffaella Bolletti