La carta que no salió

En un rincón olvidado de la sierra andaluza, donde las casas son blancas y las calles se enredan como hilos viejos, vivía Celia. El pueblo era pequeño, rodeado de olivos y silencios. Desde que volvió allí para cuidar a su madre, y luego se quedó, atrapada por la costumbre, los días le parecían siempre iguales. Trabajaba en el bar de su primo: cafés con o sin leche, cortados, comandas, mesas, propinas, caras conocidas. Todos los días iguales.

Aquel miércoles de otoño, salió del trabajo antes de lo habitual. El bar estaba medio vacío, y ella se sentía aún más vacía por dentro. En vez de volver a casa, echó a andar sin rumbo, siguiendo una callejuela que nunca había recorrido.

El sol se escondía tras las montañas, y la luz se filtraba entre los tejados con una tristeza hermosa. Caminando sin pensar, giró en un callejón donde nunca había estado. Allí, como aparecida de la nada, una puerta de madera oscura la detuvo. Un cartel colgaba:

“Cartas.”

Iba a seguir, pero un golpe de viento, leve, pero firme, la empujó hacia dentro. La puerta se abrió sola. El aire olía a incienso y romero.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó una voz.

Era una mujer mayor, de ojos negros y pañuelo morado en la cabeza. Amalia, decía una pequeña placa junto a una vela encendida.

—No lo sé —dijo Celia—. Sólo pasaba por aquí.

—A veces, lo que necesitamos no se busca. Simplemente, nos encuentra —respondió Amalia.

Celia se sentó sin saber muy bien por qué. Sentía que no tenía nada que perder. Amalia barajó las cartas con manos seguras y colocó tres sobre la mesa.

—Pasado. Presente. Futuro.

Celia pensó —sin querer— en la Rueda de la Fortuna. En un cambio, una sacudida del destino que le diera un nuevo comienzo.

Amalia dio la vuelta a las cartas:

Cinco de Copas.

El Colgado.

Diez de Espadas

El Cinco de Copas: muestra la tendencia a mirar sólo lo perdido, ignorando lo que aún se tiene; el Colgado: representa una pausa forzada, pero también una oportunidad para mirar desde otro ángulo y el Diez de Espadas es dolor, sí, pero también liberación. Lo más oscuro antes del renacer.

Nada de fortuna. Nada de milagros.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Celia, decepcionada sin saber por qué.

—Que lloraste tanto lo perdido que no viste lo que aún tienes. Que estás suspendida, esperando un cambio externo. Y que el dolor… ya llegó. Pero el Diez de Espadas también es final. Y todo final es una apertura.

Celia bajó la mirada. No entendía cómo esas cartas podían ayudarla.

—A veces, el primer paso no se nota desde fuera —añadió Amalia— A veces empieza con algo simple. Como trazar una línea.

—¿Una línea?

La tarotista sonrió, sin añadir nada más.

Esa noche, al llegar a casa, Celia bajó al trastero de su madre. No sabía muy bien por qué, sólo que algo la había empujado allí. Abrió una caja vieja: estaban sus óleos, sus pinceles, los tubos de pintura que había guardado con amor hacía años.

Los frascos de colores, los óleos estaban todos secos.

Pero al fondo de la caja encontró una lata metálica, y dentro, algunos lápices de grafito negro y colores. Polvorientos, pero vivos. Como ella.

Subió a su cuarto. Sacó un cuaderno viejo. Se sentó junto a la ventana.

Y empezó a dibujar.

Su pueblo. Unas ramas de flores. Su madre. Su rostro. El perro de cuando pequeña.Y una rueda, borrosa, girando al fondo del papel. Una rueda que no había salido en las cartas… pero que ahora empezaba a girar, dentro de ella.


Graziella Boffini

Amarillo sin límites

Dicen que en la ciudad de M. vivía una pintora llamada GBZ, olvidada por todos. Una noche pintó sin pensar, derramando amarillos como luz, azules como ríos, un rojo escondido y un verde secreto en la esquina.

Creyó que era un desahogo inútil, pero, sin embargo, por casualidad, el cuadro llamó la atención de un funcionario de la provincia de S., una ciudad importante, quien lo vio en el pequeño taller de la artista. Intrigado por la fuerza de la imagen, propuso exhibirlo en la Sala de la Provincia.

El día de la inauguración, GBZ llegó con el corazón encogido. Imaginaba que la gente se burlaría de aquel amarillo desmesurado. Pero ocurrió algo inesperado: el público se quedó en silencio frente a la obra. Algunos vieron en el lienzo un símbolo de esperanza; otros, la representación de un renacer tras la oscuridad. Incluso hubo quienes lo interpretaron como una metáfora de la vida misma, con sus luces y sus sombras.

Allí, ella comprendió entonces que lo que antes le parecía un fracaso era solo el preludio de esa claridad que por fin brillaba para ella.


Graziella Boffini

La noche que no se acabó

La noche siempre había sido un consuelo para Marcel. No solo por el descanso ni por los sueños, sino sobre todo por el silencio. Ese silencio denso y sin forma que se cuela por las rendijas de las ventanas, que se sienta al borde de la cama como un viejo amigo que no exige conversación. Durante el día, todo tenía nombre, función y expectativa. Pero la noche… la noche era un territorio sin mapas.

Aquel día, Marcel salió tarde del trabajo, como siempre. Caminó por calles vacías, bajo faroles que no alumbraban tanto como pretendían. Pensaba en lo mismo de siempre: el tiempo perdido, las palabras no dichas, las posibilidades acabadas, los caminos que no tomó. La rutina es una forma lenta de suicidio, se dijo, sin la intención de ser dramático, sino con esa especie de claridad que solo la oscuridad permite.

Al llegar a casa, no encendió la luz. Se sentó en el suelo del salón, dejó las llaves caer y cerró los ojos. No quería dormir. No quería soñar. Quería simplemente existir, sin ser observado ni juzgado, sin tener que responder a nadie. Y en esa penumbra, algo extraño ocurrió: la noche pareció alargarse. ¿Cuánto tiempo había pasado?

El reloj dejó de marcar los minutos. Afuera, no se oía ni el canto de los pájaros ni los camiones madrugadores ni el rumbo de los primeros coches. El amanecer no llegaba. La ciudad parecía suspendida en una pausa indefinida. Marcel encendió el móvil. Sin señal. Buscó en la radio, en la televisión: nada. Todo estaba inmóvil, como si el tiempo hubiese perdido el deseo de avanzar.

Al principio sintió miedo. Luego curiosidad. Y finalmente, aceptación. Quizá, pensó, esto era lo que había estado esperando sin saberlo: una noche eterna. Un momento fuera del mundo donde no hubiera decisiones que tomar, promesas que cumplir, ni días que desgastaran el alma. Una tregua de lo cotidiano. Lo absurdo empezó a parecerle normal, pero los días, incluso los imaginarios, tienen consecuencias. Su cuerpo pedía comida, pedía sueño, pedía luz. Y la noche, que en un principio fue alivio, empezó a volverse pesada, pegajosa, hostil. Marcel intentó encender todas las luces, pero parecían burlarse de él. Luchó contra el insomnio, contra el hambre, contra la soledad creciente. Gritó. Incluso se puso a rezar. Ningún dios respondió. Ningún hombre vino.

Con los ojos hundidos y la mente fracturada, comprendió —demasiado tarde— que la noche no era un refugio, sino un espejo. Que en el silencio no se esconden respuestas, sino las preguntas que siempre evitamos. Que el consuelo es solo una ilusión, y que hay silencios que, una vez abiertos, ya no se pueden cerrar.

Y así, sin final, sin redención, Marcel quedó atrapado en esa noche interminable, con la única compañía de su propio eco, que le devolvía las verdades que nunca quiso oír.


Graziella Boffini

El Árbol de la Vida

Era una mañana de verano luminosa y caliente cuando Lucía se fue a su clase de yoga. Decidió ponerse su camiseta favorita, recién comprada, aquella que tenía estampado el Árbol de la Vida, con sus raíces profundas y sus ramas extendiéndose hacia el cielo.

Lucía se ajustó la camiseta nueva con el Árbol de la Vida estampado. Las ramas doradas brillaban bajo el sol de la mañana, y por un momento se sintió como una auténtica yogui espiritual. «Hoy fluiré como las hojas al viento», pensó mientras salía de casa.  

La realidad, sin embargo, tuvo otros planes. 

En la clase, apenas comenzó el saludo al sol, notó que la tela —tan «ecológica y transpirable» según la etiqueta— se le pegaba a la espalda como una segunda piel sudorosa. Pranav, el profesor, pasó a su lado y comentó con una sonrisa:  

—Qué camiseta tan significativa, Lucía. El Árbol de la Vida representa la conexión con lo divino.  

—Sí, claro —respondió ella, tratando de sonar zen mientras luchaba por no ahogarse en su propio escote.  

Al llegar a la postura del árbol, la ironía fue innegable. Mientras el estampado de su torso proclamaba armonía y equilibrio, Lucía se balanceaba como un junco en tormenta. A su lado, una señora con más de 70 años se mantenía firme como un roble, lanzándole miradas de lástima.  

—Enraízate… siente la tierra —murmuró Pranav.  

Lucía cerró los ojos e intentó visualizar sus raíces, pero solo logró recordar que estaba sudando como nunca y que tenía sed, calor y no sé qué.  

Para el Shavasana final, al menos, pudo relajarse. Tumbada boca arriba, con el dibujo del árbol ahora torcido por sus movimientos, comprendió que quizás la espiritualidad no estaba en la ropa, sino en reírse de uno mismo.  

Al salir, se detuvo frente a un espejo del gimnasio. La camiseta estaba arrugada, manchada de sudor y con una rama del árbol irremediablemente estirada. «Perfecto», sonrió. Después de todo, hasta los árboles más sabios tienen ramas torcidas.  

Namasté.


Graziella Boffini

Un instante incrustado en el tiempo

Claude Monet peignant dans son atelier – Édouard Manet

Trouville

Normandía

Paseo

Hoy el protagonista es el viento; el sol se asoma entre las nubes; el mar es tan imprescindible como inalcanzable. Tan variado como inmutable.

Es un día hermoso y mucha gente pasea por la playa. Aparte de los veraneantes habituales, noto que hay un hombre extraño: de frondosa barba y con un caballete. Lo veo trastear con sus colores.

Pinta al aire libre, algo novedoso, mientras nosotros disfrutamos de nuestro tiempo.

Un instante detenido en el tiempo, eso es lo que intenta capturar.

Soy una parisina de vacaciones, elegantísima. Un blanquísimo parasol me resguarda de un sol impertinente, capaz de mancillar mi piel nívea como mi vestido y evita ese bronceado grosero que tan poco conviene a su delicadeza.

Un caballero me acompaña del brazo, quizás un amigo, un esposo o un pretendiente. Nunca lo sabrán.

Tú no sabes quién soy yo, pero en ese momento, en esta playa, fuimos felices.


Graziella Boffini

Reto secreto

Te cuento en concreto el secreto de la secretaria segregada sentada en un sillón obsoleto sigilado y firmado por su nieto inquieto silbando sin respeto completo del veto discreto.


Graziella Boffini

Amor y pasión

Permanancia

Siento tu olor por toda la casa.

Ya al entrar siento tu olor. Me acerco al sofá y me entra en la nariz. Un soplo de viento, leve, hace danzar las cortinas. Están empapadas de tu olor. Con ese movimiento se hace aún más intenso.

Con tu belleza sublime, tu gracia aristocrática, tus ojos maléficos haces que todas se enamoren de ti, ya lo sé.

Tú eres fino, elegante con tus pasos aterciopelados; pero tus amores tormentosos que se manifiestan en un placer carnal urgente (para citar a Gabriel García Márquez) te transforman.

La pasión te transforma. Te transforma en algo diferente de lo que eres normalmente.

Expiro, inspiro

Ahora no sé dónde estás, pero tu fragancia es omnipresente. Se nota en cada rincón de la casa.

Expiro, inspiro.

Es imposible no notarlo.

Siento tu olor, el recuerdo de tu semen por la cama, en las sábanas, en el cojín, incluso en el colchón.

Inspiro, expiro, siento tu olor por toda la casa aún más fuerte, intenso permanece por todos lados. No sé qué hacer. 

—María, ¿acaso te has olvidado de llamar al veterinario para hacer esterilizar al gato?


Graziella Boffini

Collages/Olga

Collages/Olga

Pensamiento pseudo filosófico: al final somos hechos como se ensamblan los collages: se empieza con un inmotivado entusiasmo infantil, seguido por una cierta curiosidad juvenil, a los que se añaden las experiencias negativas coleccionadas, una tras otra, que aportan un poco de pesimismo; seguimos aportando los amores perdidos que nos van a añadir una punta de romanticismo, añadimos  un puñado de estudios científicos que van a salpimentar nuestra experiencia con algo de conocimientos del universo y un  kilo y medio de libros de historia leídos que va a sazonar la experiencia de lo podrido que está en el ánimo humano.

Encima vamos a poner, como si fuera una capa de decoración, un poco de esperanza que siempre alberga por ahí mismo en los telones de fondo más oscuros. En primer plano siempre tenemos la cara que queremos enseñar a los demás. Así nosotros estamos hechos como collages: pegando cada experiencia nueva encima de las precedentes, en una MEZCLA viva y original hasta que dejamos de respirar, de soñar y de añadir colores a nuestra única obra maestra.

Olga es un verdadero ejemplo de collage: ha hecho de sí misma una mescla de todo lo mejor que la tecnología moderna ofrece: las tetas obviamente son de siliconas talla quinta si no más, los labios también en plástico, las mejillas reforzadas con un relleno sintético en el quirófano, las arrugas de la cara terminadas con la toxina botulínica, la celulitis oxidada con el carbono 14 casi completamente no radioactivo. 

Ahora queda en espera de otros descubrimientos de cultura científica para añadir materiales más avanzados tecnológicamente a su obra maestra.


Graziella Boffini

Delvauxes

El retiro de Paul Delvaux, 1973

— Hola querida, ¿qué te parece si nos vamos a ver Delvaux? ¿Este finde? ¿Qué te parece?

— Pedro cariño, el sábado sería perfecto: ¡están abiertos hasta las 19! Pero te digo la verdad: ¡eso sí que no me lo puedo creer! Tú que propones acompañarme a ir de compras… tú que siempre has odiado ir de compras, es un sueño, si estoy durmiendo por favor que no me despiertes.

— Pero querida, ¿qué has entendido? te estaba proponiendo ir a ver la exposición de Delvaux, el famoso pintor… me he enterado de que hay una exposición de sus obras en Bélgica, parece bastante completa.

— ¿Me estás diciendo que no vamos a ir de compras?  Son caros, pero son muy bellos, a la moda y elegantes esos bolsos; la tienda de bolsos Delvaux está en vía Bagutta, justo en el centro de Milán, cuadrilátero de la moda, para ser más precisos, en vía Bagutta número 10. A propósito: ¿quién es este Delvaux pintor que se llama como mi marca preferida de bolsos?

Graziella Boffini

Gruta en Patagonia

Dedicado a mi mejor amiga que ni se acuerda de mí

 ¿En el puma que puede comerte?

¿En el hecho de perderse?

¿En el pensar como el escritor (todos lo habíamos leído): pero que hago yo aquí?

¿Dándome cuenta de que, aunque me aplicara en algo, nunca llegaré a ser Miguel Ángel?

¿En el olvido?

O finalmente ¿cuál es el peligro más grande: creerse todas las historias que te cuentan y encima aún peor no creérselas?


En Patagonia hay unas grutas que los arqueólogos descubrieron que fueron habitaciones primitivas, en particular una de ellas apodada “la cueva de las manos” y podemos considerarla “la Cappella Sistina – la Capilla Sixtina del sur de América”.

Tiene, más o menos, y por qué ser tan precisos con números tan dilatados, unos diez mil años.

Y de verdad es impresionante, muy bien conservada. Patrimonio Unesco de la Humanidad 1999.

Personalmente, yo le insistí tanto a mi pobre novio con esa gruta tan especial que al final eligió Argentina y no, como casi todos nosotros europeos, Estados Unidos como su primer viaje al continente americano.

Lo convencí de la belleza de Argentina hablando de glaciares, de cóndores, del mate, de los ríos llenos de peces transformables en pescado (su deporte preferido), los pumas, las milanesas de guanaco, el dedo del Cerro que fuma Fitz Roy, el Chaltén inconquistable y fascinante, las ballenas, el chimichurri, el aire puro, la gentileza de los habitantes, el tango, el asado de cordero además de todos los lugares comunes, pero lo que me interesaba a mí era sobre todo o, mejor dicho, casi únicamente, la gruta (aparte obviamente del dulce de leche que fue la parte más sabrosa, pero no lo conocía antes.

En realidad, las grutas son más de una, hay muchas, no sabría cuántas, en común tienen que todas se encuentran en el medio de la nada, y por otra parte ya la Patagonia entera un europeo la considera alejada de todo. Es vasta, no, mejor dicho, es enorme, con espacios inimaginables aquí en Europa.

Para nosotros, que estamos acostumbrados a vivir enlatados como sardinas en nuestro pequeño coche esperando que el semáforo cambie al verde, tanto espacio nos da casi miedo o al menos una idea de extrañeza, de incongruencia.


El sol brillaba limpio y sin demasiado calor. Todo era perfecto.

Aparcamos y descendimos del todoterreno. No había nadie, aparte de nosotros tres: mi novio, el chofer (todos nos aconsejaron ir con un conductor para no perderse en esos espacios infinitos, sin carteles, indicaciones, otros turistas, buses, tiendas de recuerdos y nada de lo que da un aire turístico a un lugar) y yo, obviamente.

De las que hay, nosotros tuvimos la posibilidad de visitar dos grutas; nuestros tatarabuelos y sus tatarabuelos vivían allá.  Y pintaron esto. Esta maravilla.

Me imagino su vida cotidiana:

cazar unos guanacos

hacer fuego

no dejarse comer por el puma (eso lo veo más como una prioridad)

más o menos lo mismo que:

hacer las compras en el supermercado

ir al trabajo

encontrar un aparcamiento

Es lo nuestro actualizado, trasladado desde hace miles y miles de años a nuestros días.

“Pagué”, como recompensa por la visita a las grutas, con la solemne promesa a mi novio de que lo habría acompañado a ir de pesca con el guía los días siguientes.

Entramos.

Después de dos minutos adentro de la gruta, ambos aburridos (mi novio porque quería encontrar y seguir huellas de unos pumas en el suelo afuera de la gruta y el guía por haberlas visto ya más de cien veces acompañando a los turistas precedentes), los dos se fueron a pasear afuera de la gruta, bajo un sol insistente pero agradable.

Estaba intentando sacar todas las fotografías posibles disfrutando al máximo de la luz que entraba desde afuera, ya que el interior estaba completamente a oscuras, sabiendo que dentro de poco, según yo, y dentro de unas horas interminables, según ellos dos, me habrían pedido regresar al hotel, ya pregustando una ducha, la cena y la aventura de la pesca en el río más lindo del mundo programada para el día siguiente, que seguramente le interesaba más que un hueco a oscuras en el medio de la nada a los pies de una montaña sin nombre.

Por lo que podía ver esa gruta estaba pintada por completo; había animales, seres humanos, escenas de caza, de familia o de comunidad, manos pequeñas, más grandes, colores diferentes, escenas de la vida cotidiana y otras que no comprendía.

Me emocionaban las pinturas, e incluso siendo una persona inteligente y racional estaba deseando hablar con uno de ellos; sí, de verdad, me habría gustado muchísimo poder confrontarme con uno de ellos. ¿Qué le habría preguntado en primer lugar?

Seguro le habría preguntado si pintaban celebrando a Dios, a la vida, a la naturaleza, para festejar un éxito de caza del grupo, lo que había estudiado con la profesora Carla Crosta, lo que estaba escrito en el Hauser.

O si acaso para ellos quizás las pinturas eran casi una forma de tapizado ornamental para la gruta y nada más, en los días de lluvia o en los raros afortunados momentos de aburrimiento cuando el puma no tenía hambre y no los buscaba.

¡Deseo hablar con uno de vosotros! Pero por qué el tiempo corre en un único sentido? ¡yo debo hablaros! tengo muchas preguntas, ¿porqué pintasteis  eso?


Lo reconocí por las espaldas, era un poco jorobado.

Se dio vuelta, era idéntico a su retrato pintado por Van Dyck, que vi en la exposición en Florencia en el 2008.

Michelangelo, el enorme Miguel Ángel, más bajito que yo.

—… pero ¿Qué haces aquí? —le pregunté dándome cuenta de comportarme de la misma manera que cuando encuentro una amiga en el mercado.

—Yo aprendí a pintar aquí, de niño me enseñaron a preparar los colores, mira el negro, por ejemplo, es carbón vegetal, se prepara con…

Lo interrumpí.

—No, escucha, no quiero hablar contigo de CÓMO se prepara el color, sino de…

Me di cuenta de que empezaba a subir la voz

—¿Por qué? ¿Tú cómo lo preparas el negro? — preguntó él mirándome con mucha calma. 

—Yo compro los acrílicos en las tiendas de bellas artes y … no, te ruego, por favor, no quiero hablar de eso … escucha … escucha, tú, … tú que has visto a Dios, … porque tú, sí que lo has visto ¿verdad? … no aquí, en Roma …

Mi cuerpo inútil tenía un temblor innatural.

—No, en Roma el problema era que el Papa no quería pagarme del todo … no me acuerdo … ¿cómo se llamaba el Papa?

—¿Cómo que no te acuerdas? Julius II se llamaba, Julio segundo, he leído todas tus cartas … lo de la casa que te compraste al final en Florencia, pero no… 

—Pues sí, sí Julio, el papa, pero no es importante. 

Casi me enfadé:

—¿Cómo que no es importante?  Fue uno de los hombres más importantes del renacimiento. Hemos estudiado todos los acontecimientos de aquel periodo. ¡Todo sobre ti, también!

—¿Estudiáis estos hechos en la escuela?

Casi gritando lo agredí:

—¿Cómo carajo has aprendido tú a pintar aquí?

Él seráfico:

—Nosotros los artistas nacemos, morimos y vivimos; todos tenemos una consciencia colectiva. ¿A ti no te parece ya haber estado aquí antes? a mí me gusta vivir aquí ahora…

—No no, seas lógico, intenta razonar, ¡esto es imposible! 

Yo vivo en Abbiategrasso, estamos en 2015, estoy aquí con mi novio de vacaciones, nunca hasta ahora hemos estado en Argentina y tu no, no y no. Tú no es posible que vivas aquí ahora… ¡es simplemente imposible!

Desapareció.


Regresamos al hotel.

Nunca hablé con nadie de eso.

Por la noche comimos empanadas, cordero asado y flan de dulce de leche, muy rico de verdad.


Graziella Boffini


El libro quisquilloso 

Después de haber navegado por los 6 continentes, caminado por bosques y desiertos, entre nidos de espinas, en grutas protegidas por serpientes, sobre montañas cuya altitud no permitía la presencia del oxígeno, bajo el sol con 45° ya a la madrugada, deslizando sobre los hielos eternos, finalmente lo encontraron.

Con pies doloridos de tanto andar, espaldas ardientes por el sol ecuatorial y arrugas aumentadas por todos los vientos de la rosa de los vientos, con miembros, orejas y narices medio congelados por las temperaturas exageradamente minus zero bajo auroras boreales increíbles, todos se olvidaron de repente de todo el tiempo de la búsqueda, como una madre se olvida de los dolores del parto al ver a su hijo nato.

Todos los esfuerzos hechos ya no les pesaban, tanta era la felicidad de haberlo encontrado por fin. Y encima estaba en buenas condiciones.

Aquí estaba: el Libro. 

El libro que contenía todas las respuestas; un tomo imponente, sabio y culto, prácticamente divino, por contraste se presentaba con una cubierta anónima, de cuero color del olvido, casi understated.

Se trataba de verdad del Libro del Bien y del Mal, de todos los saberes, que resumía todo lo conocido y encima todo lo incógnito de la humanidad, todos los porqués, todas las respuestas a todas las preguntas de la humanidad sobre la vida y la muerte.

Dejaron que la primera en examinarlo fuese Elvira, la más escéptica del grupo de investigación, que muchas veces en los pasados años fatigosos de búsqueda había subrayado los esfuerzos y la pena y había pensado abandonar el grupo, insistiendo más de una vez para que desistieran también los demás.

Se lo dejaron a ella de primera, casi para convencerla de la inmensa suerte que les había tocado.

Elvira tomó el Libro en sus manos delgadas, de mujer acostumbrada al lujo, hija consentida de familia rica, que siempre había trabajado solo intelectualmente. Primero que todo miró la cubierta. No puso dejar de opinar: «todos estos esfuerzos… ¿y este sería el libro perfecto del Bien y del Mal con todas las respuestas? ¿El libro que por su búsqueda me comió la juventud?

¡Miradlo que tiene una cubierta de libro en oferta en el discount olvidado en el sótano de los tatarabuelos!»

El libro, sintiéndose ofendido, se puso quisquilloso y convirtió sus páginas en lamas afiladísimas.

Todos los dedos de las manos de Elvira fueron cortados por completo, desprendiéndose de su cuerpo, y saltaron como lombrices escapando de una casa en llamas.

La sangre brotó copiosamente.

Elvira murió desangrada, a pesar de los tentativos de los presentes por salvarla.

La sangre siguió manando, litro tras litro, hasta empapar por completo todo el Libro, que  quedó ilegible para siempre. 


Graziella Boffini.


De los peligros concernientes al hecho de enojar a una pelota del bowling que es cinturón negro de judo 

Se pusieron a decidir el día del desafío y, para ser más originales, habían decidido jugar divorciados versus casados.

El día de la competición se encontraron todos muy puntuales como un tren en Japón, a la hora convenida enfrente del Bowling, en la plaza Sancho Panza, entraron, notaron que no había nadie a parte de ellos esa noche en el bowling, pero eso no le quitaba las ganas del partido y, después de un par de cervecitas en el bar, sin dificultades formaron los dos equipos (solo era suficiente mirar el dedo anular de la mano izquierda) y empezaron a jugar.

Ese mismo día era el cumpleaños de Azulmarino, una de las pelotas más grandes del bowling, llamado así por ser del color del mar adentro y no solo por eso, también por su cinturón que había merecido con esmero, así que todas las pelotas del Bowling de Sancho Panza la estaban festejando todas juntas en alegría, algunas con sombreritos de papel rojo y oro, la mayor parte soplando por uno de sus tres agujeros esas trompetitas de noche vieja estilo «lengua de suegra».

Podéis imaginar el enojo de ser estorbados durante un celebración de cumpleaños para trabajar, un trabajo no reservado, no esperado, seguramente no bienvenido.

Cuando Azulmarino fue reclamando por la máquina que lo succionó en el mecanismo para presentarlo a los jugadores y los dedos índice, medio y pulgar de Eulalio penetraron en los tres orificios de Azulmarino,  para ese último fue la gota que colma el vaso. Con un ágil movimiento le hizo una palanca y, en vez de ser lanzado él mismo en dirección de los pinos para derribarlos, fue Azulmarino el que, con una llave de judo (había practicado judo por largo tiempo) lanzó al pobre Eulalio y se fue a ganar un strike.

Así que los demás compañeros de Eulalio y su jefe se quedaron boquiabiertos al ver a Eulalio engullido por la boca oscura de la máquina del bowling hasta desaparecer en sus vísceras negras. Allá en el fondo no llegaban las luces alegres de neón del complejo de la fábrica del divertimiento.

No se sabe si Eulalio fue triturado por el mecanismo de los pinos, o devorado por un ogro escondido o si había un portal espacio – temporal en el hueco.

Lo único que es notorio es que el cuerpo del pobre Eulalio no se encontró nunca: ni esa noche ni en los días, semanas y meses futuros, ni entero ni en trozos, grandes ni pequeños.

La moraleja es, obviamente, que no irían al Bowling de la Plaza Sancho Panza el día 17 de noviembre porque Azulmarino y su compañeros prefieren festejar el cumple de Azulmarino en santa paz. 


Graziella Boffini.


Mémoires (2)

Primera parte https://wp.me/scDIqM-memoires

…y así se para un momento Raúl en su exposición le los hechos, mueve los hombros, mira hacia un rinconcito en la pared a su izquierda como pidiendo consejo a una araña trabajadora que teje su metrópoli de trampa desprevenida de los huecos en su memoria, Raúl suspira, como ya hizo una y otra vez en las pautas respiratorias del rompecabezas de su discurso. Mira hacia arriba como para atrapar un pensamiento, un recuerdo che se fue volando atado a un globo, todo colorido, como los que venden en las ferias, que quiere volar alto, más arriba de las nubes, volviéndose pequeñito hasta desaparecer de la vista. De la memoria.

Ya no lo puede ver.

Sus ojos siguen buscando el globo que vuela alto, ha desaparecido por completo.

Ya no lo ve.

Sus recuerdos, evanescentes, han desaparecido por completo.

¿Cómo se llamaba el pueblo? Ya no lo puede saber.

No dispone de otra información, se la han comido.

Se toca el mentón.

Pero no se acuerda de cuándo, quién, cómo pasó eso.

***

Después de una infancia solitaria, durante los años de su adolescencia, María se empeñaba en demostrarse, principalmente a sí misma y en segunda instancia a los demás, que era una adolescente del montón, como todas las otras: interesada en las boberías, zapatos, música y los  exponentes alfa del otro género, el masculino, incógnito por ser tan inexpertos, juzgado meramente por lo que se ve exteriormente, o sea el físico: el tipo todo músculos o el nerd, según si estaban más en el gimnasio o delante de una pantalla. María intentaba vivir una vida normal, empeñándose en estar en su grupo de jóvenes, eligiendo cuál color de uñas eran más actual para una manicura a la moda o discutiendo sobre cuál era el actor más guapo con las amiguitas, como si fuera lo más importante la vida. Pretendiéndolo.

Pero le costaba.

Su verdadera naturaleza se mostraba como quien quiere esconder un gato bajo la chaqueta, no importa si se cierran todos los botones, antes o después el gato saldrá de su clausura, con un salto mostrará su hocico, y cuanto más uno intenta esconder, tanto más de repente sus orejas felpudas se verán por sorpresa.

María ya lo sabe: se puede esconder un gato vivo bajo la chaqueta, pero solamente por unos segundos, después saltará a la vista.

Su gato vivo era una capacidad más única que rara. Tan rara que ni tenía nombre.

No hay otra manera para decirlo: la mente de María se comía los recuerdos de las personas que frecuentaba.

De niña le parecía normal, no sabía que a los otros no les pasaba lo que le pasaba a ella;

Al crecer se dio cuenta de que para los demás no era así.

No sabía si se trataba de un maleficio de una bruja original o si era un don de una diosa caprichosa, peor de las griegas antiguas que ya nadie venera.

Al ser adoptada, no podía deducir si eso de tener un cerebro devorador era debido a un carácter hereditario genético, un gen raro o mal formado. ¿Puede que sus padres biológicos la hubieran abandonado por eso? O quizás murieron banalmente en un accidente automovilístico un viernes por la tarde saliendo de la ciudad con su Panda un finde. ¿O un ADN alienígeno? ¿Acaso su madre fue expuesta a un accidente con radiaciones de uranio o polonio enriquecido cuando estaba embarazada al séptimo mes? ¿Fue golpeada de niña por un aparado tecnológico lanzado por un OVNI a quien se le había roto el navegador para regresar a su casa? ¿Su madre se acostó con el primo de Superman? Nunca lo descubrió.

La verdad de su natura incógnita no podía leerla en la memoria de sus padres adoptivos porque ni ellos lo sabían, y lo había investigado, pero sin éxito. No sabía si sus padres adoptivos lo sabían, lo de ella. Desde que María descubrió su poder, entró a investigar en la mente de sus padres legales – fue una de las poquísimas veces que lo usó adrede-, normalmente se comía los recuerdos ajenos sin quererlo.

Aunque nunca lo aceptó, al crecer se dio cuenta de que podía entrenarse. Al principio le entraban flashes de memoria, recuerdos casuales, que entraban en su almacén de memorias robadas sin quererlo. Al pasar del tiempo supo cómo seleccionar recuerdos. Salían borrándose de la mente de la persona y se registraban en su disco duro. Prácticamente una trasferencia.

Y las víctimas ni se daban cuenta; simplemente no se acordaban de algo. Para siempre, aunque no podían notar el momento en el cual el recuerdo había sido robado. Si nos paramos a pensar, a todos nosotros en algún momento de nuestra vida nos ha pasado algo similar, puede que hayamos encontrado a María o puede incluso que haya otros como María, ¿quién sabe?

Por el contrario, para María los recuerdos comidos se volvían imborrables en su mente. Graníticos.

Tenía todo un catálogo de hechos de familias, de casas, de vidas, de sucesos de pueblos que nunca visitó, de abuelos queridos desconocidos, de besos nunca dados ni recibidos, de funerales a los cuales no asistió, de números de matrículas de coches que no eran suyos, de amantes clandestinos desconocidos, de regalos para cumpleaños no cumplidos, de lágrimas inútiles, de abogados para divorcios no divorciados, de cabalgadas de Reyes Magos en calientes playas mexicanas sin tan siquiera tener pasaporte, de pin de tarjetas de bancos en los cuales nunca había tenido una cuenta.

Y sin embargo, tenía poquísimos recuerdos suyos, finalmente al hacerse mayor le parecía haber vivido todas las vidas de los demás, excepto una: la suya.

Graziella Boffini

Mémoires (1)

—Señoras y señores hoy les voy a contar la historia de María (obviamente María no es su verdadero nombre, pero imagino que ella prefiera permanecer anónima)

De todas maneras Felipa (ah no, disculpen hemos elegido como seudónimo Martina, no ehm  María) 

De todas maneras, ella era una chica rubia, no, me parece que era pelirroja, muy linda o quizás un tipo normal, ahora no me acuerdo bien, que vivía en la casa en frente a la de mi tío Mario, ¡no! estaba en la casa amarilla en la plaza detrás a la de mi abuela Alfonsina que se murió hace dos años… no la que se murió era la abuela Clodovea, que no es mi verdadera abuela; la llamamos así por ser tan vieja, siempre ha sido vieja, se trata de la segunda o tercera mujer de Adolfo, pero no el tío Astolfo que se quedó viudo, o que probablemente fue el primer o el segundo divorciado de nuestro pequeño pueblo.

Me acuerdo de él, el tío Augusto, ¡qué simpático que era! En el pueblo corría la voz de que había matado a su primera mujer por cuestiones de cuernos, no, preciso, la voz que corría en el pueblo era que él había faenado a su vecino de casa por cuestiones de confines. O de cuernos o de dinero. U algo más. De todas maneras, nunca encontraron todos los trozos del cuerpo.

…continuará https://wp.me/pcDIqM-tw

Graziella Boffini

Esperando sentado

M. está sentada a la orilla del Río.
 Está esperando que pasen los cadáveres de sus enemigos.
 Le han hecho de todo, a ella, malditos cabrones.
 "Qué malos, que mundo de mierda", piensa M.
 

 No tiene prisa
 Espera
 Tiene paciencia 
 Espera 
 Está sentada quietamente, mira el agua.
 

 Esperando admira los reflejos del sol que juega con el agua. Pero esos sí que son bellos.
 Ahora se da cuenta de que en la otra parte del Río hay una llanura y en el fondo árboles, cuántos tipos diferentes de llantas existen, todas de verdes diferentes.
 Después de un largo rato, se acerca una mariposa, que seguramente ha robado los colores a un abanico. Antes de este momento, M. nunca se había dado cuenta de cuánto es lindo el mundo.
 
M. no piensa ya en sus enemigos. 
 Tumba el sol, se hace de noche, ahora el cielo se oscurece.
 Las aguas del Río ya no reflejan luces, se hacen negras.
 En esas aguas ahora pasan sus cadáveres, de los enemigos de M., pero ella no los ve, porque M. ya no mira hacia abajo.
 

 M. está mirando a las estrellas, a la luna, y piensa que el universo es maravilloso.
 
Graziella Boffini