
En un rincón olvidado de la sierra andaluza, donde las casas son blancas y las calles se enredan como hilos viejos, vivía Celia. El pueblo era pequeño, rodeado de olivos y silencios. Desde que volvió allí para cuidar a su madre, y luego se quedó, atrapada por la costumbre, los días le parecían siempre iguales. Trabajaba en el bar de su primo: cafés con o sin leche, cortados, comandas, mesas, propinas, caras conocidas. Todos los días iguales.
Aquel miércoles de otoño, salió del trabajo antes de lo habitual. El bar estaba medio vacío, y ella se sentía aún más vacía por dentro. En vez de volver a casa, echó a andar sin rumbo, siguiendo una callejuela que nunca había recorrido.
El sol se escondía tras las montañas, y la luz se filtraba entre los tejados con una tristeza hermosa. Caminando sin pensar, giró en un callejón donde nunca había estado. Allí, como aparecida de la nada, una puerta de madera oscura la detuvo. Un cartel colgaba:
“Cartas.”
Iba a seguir, pero un golpe de viento, leve, pero firme, la empujó hacia dentro. La puerta se abrió sola. El aire olía a incienso y romero.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó una voz.
Era una mujer mayor, de ojos negros y pañuelo morado en la cabeza. Amalia, decía una pequeña placa junto a una vela encendida.
—No lo sé —dijo Celia—. Sólo pasaba por aquí.
—A veces, lo que necesitamos no se busca. Simplemente, nos encuentra —respondió Amalia.
Celia se sentó sin saber muy bien por qué. Sentía que no tenía nada que perder. Amalia barajó las cartas con manos seguras y colocó tres sobre la mesa.
—Pasado. Presente. Futuro.
Celia pensó —sin querer— en la Rueda de la Fortuna. En un cambio, una sacudida del destino que le diera un nuevo comienzo.
Amalia dio la vuelta a las cartas:
Cinco de Copas.
El Colgado.
Diez de Espadas
El Cinco de Copas: muestra la tendencia a mirar sólo lo perdido, ignorando lo que aún se tiene; el Colgado: representa una pausa forzada, pero también una oportunidad para mirar desde otro ángulo y el Diez de Espadas es dolor, sí, pero también liberación. Lo más oscuro antes del renacer.
Nada de fortuna. Nada de milagros.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Celia, decepcionada sin saber por qué.
—Que lloraste tanto lo perdido que no viste lo que aún tienes. Que estás suspendida, esperando un cambio externo. Y que el dolor… ya llegó. Pero el Diez de Espadas también es final. Y todo final es una apertura.
Celia bajó la mirada. No entendía cómo esas cartas podían ayudarla.
—A veces, el primer paso no se nota desde fuera —añadió Amalia— A veces empieza con algo simple. Como trazar una línea.
—¿Una línea?
La tarotista sonrió, sin añadir nada más.
Esa noche, al llegar a casa, Celia bajó al trastero de su madre. No sabía muy bien por qué, sólo que algo la había empujado allí. Abrió una caja vieja: estaban sus óleos, sus pinceles, los tubos de pintura que había guardado con amor hacía años.
Los frascos de colores, los óleos estaban todos secos.
Pero al fondo de la caja encontró una lata metálica, y dentro, algunos lápices de grafito negro y colores. Polvorientos, pero vivos. Como ella.
Subió a su cuarto. Sacó un cuaderno viejo. Se sentó junto a la ventana.
Y empezó a dibujar.
Su pueblo. Unas ramas de flores. Su madre. Su rostro. El perro de cuando pequeña.Y una rueda, borrosa, girando al fondo del papel. Una rueda que no había salido en las cartas… pero que ahora empezaba a girar, dentro de ella.
La mayoría de los autores que participan en esta revista han colaborado a la creación del libro:
- Epifania por Blanca Quesada
- La rueda por Iris Menegoz
- La rueda por Raffaella Bolletti
- Las ruedas son mágicas por Jean Claude Fonder
- El Diezmo por Sergio Ruiz
- Una rueda que non rueda por Patricio Vial
- La carta que no salió por Graziella Boffini
- El balón cuadrado y las ruedas cuadradas por Silvia Zanetto





















