La casa de los sueños

La reconoció desde el camino que doblando formaba un recodo. Estaba finalmente ante ella, la vieja casa de la infancia, un cuadrilátero en el fondo del campo casi apoyado al horizonte. Habían pasado décadas desde la última vez en que abrazando a su madre se había ido de ahí de prisa, sin mirar atrás. No había vuelto. La casa se había vaciado lejos de ella. Pero con la muerte de su prima Aurora, la última descendiente, al menos conocida, de aquel mundo que había sido su familia, la idea del regreso se había convertido en deseo. Y ahí estaba, exhausta de aviones y autobuses, dentro ese coche alquilado que con cautela avanzaba por la colina.

Atardecía y la silueta de la vivienda se recortaba en contraluz sobre extensiones de tierra que, a primera vista, ella catalogó como sombría. Un recuerdo se materializó de improviso: de niñas, ella y su prima Aurora arrodilladas sobre la silla dibujando casitas, los codos apoyados en la mesa de la cocina. Las casas de Aurora eran preciosas, tenía dos ventanas en el primer piso con cortinillas con lazos y una puerta de entrada arqueada con un cartel de bienvenida. A esas casas se llegaba sin dificultad por un solo sendero que su prima pintaba con flores de colores y que hacía bajar muy derechito hasta tocar el borde inferior del papel. Los mayores quedaban encantados y exclamaban ¡qué niña tan prolija!. Y Aurora repetía con orgullo que esa era la casa de sus sueños. Al contrario de su prima, las casas que dibujaba ella tenían fachadas grises y aberturas como ojos asustados y puertas triangulares que parecían dientes, de las que escapaban como viboritas senderos enredados. Era la desolación de sus padres, estaba claro que ella era desprolija. Y también quedaba asentado que aquella no era la casa de sus sueños. Por eso quizás se había marchado de ahí muy joven, para no terminar engullida por ese hogar insaciable que a lo largo de las generaciones había acumulado en baúles y rincones, entre estratos de polvo y fotos apolilladas: retazos de promesas incumplidas, cáscaras vaciadas de palabras, ilusiones caducas que como voces quebradas pegaban alaridos que hacían temblar los cimientos y que apestaban con su olor a humedad. De todos modos de eso hacía ya muchos años, tantos de encanecer sus cabellos y hacer de la vivienda ruinas y de sus habitantes fantasmas. 

Se detuvo en la cima de la colina. Bajó del coche para gozar de una visión panorámica. Desde esa altura los rayos del sol se abrían en abanico modelando el paisaje desde una nueva perspectiva. La casa aparecía distinta de aquella del recuerdo. Le pareció más pequeña, desamparada, más bien inofensiva. Y de repente sintió algo muy tibio cosquilleándole el pecho, como cuando se disuelve un grumo de sangre o un témpano de hielo recomienza a fluir. En una especie de ensoñación se le nubló la vista y cuando volvió a mirar notó el paisaje cambiado. Esas tierras sombrías aparecían ahora cultivadas: altas espigas de trigo y de maíz, huertos rebosantes de coles y tomates y extensiones de viñas y frutales entre matorrales de rosas y amapolas. Un carnaval de fragancias, de colores y en el centro, la vieja casa gris de su infancia que parecía vibrar en el crepúsculo como un corazón iluminado.

Con atropello buscó en la bolsa un trozo de papel y un lápiz. Hubiese querido esbozar aquella suerte de espejismo. Volvió a pensar en Aurora. También hubiese querido volver a verla, decirle: ¡mira prima, la encontré, está aquí la casa de mis sueños! Pero su bolsa, como le ocurría a menudo, estaba repleta de cosas superfluas. Sin perder tiempo subió al coche. Se encaminó decidida a materializar su deseo: tenía que tomar posesión de la casa, en algún modo rescatarla. Pero para su asombro, llegando al borde del terreno, lo encontró vallado con doble alambre de púa y un solo acceso, una enorme puerta de hierro forjado a dos hojas, empotrada en columnas de piedra. La conquista de un sueño requería también la fuerza para escalarlo, se dijo. Sin pensarlo dos veces, tiró la bolsa al suelo y comenzó a encaramarse por las vallas. Cuando de improviso, aquel antiguo alarido surcó potente el espacio apabullando los campos. Y el cielo se cubrió de polvo, de sombras y hierba seca y los pájaros volaron espantados de los trigales y como un potro salvaje la puerta de hierro comenzó a sacudirse. Aferrada a las vallas trataba de no caerse. ¿Es que la casa, traicionera, volvía a hacerle daño? Resistía, con los ojos cerrados, escuchando el chillido que se acercaba veloz, salvaje, intermitente. Terminó revolcándose, dando manotazos en el aire, hasta que por fin abrió los ojos y logró apagar el despertador. Rápido, le hizo falta un café.

Adriana Langtry

La casa desnuda

—La vida es incierta —pensé con tristeza mientras aparcaba mi viejo Renault 5 a un lado de la cerca— Nada es para siempre.

Hacía ya más de treinta años que había dejado atrás aquellas para mí tan queridas paredes y aun hoy parecía resonar en mis oídos las despreocupadas risas de antaño.

—Siempre soñando en volver —me decía apenado— y ahora que al fin he podido cumplir mi sueño es como si éste hubiera sido roto en pedazos.

Más allá del descuidado jardín se alzaba una casa que, aunque con visibles señales de abandono, no podía ocultar un pasado imponente. Las paredes desconchadas y descoloridas, seguían en pie, eso sí, pero ya no era el cálido hogar de los viejos tiempos. Los muros de la otrora magnífica mansión gritaban ahora la misma soledad y desarraigo que había tenido yo que sufrir durante tantos años de destierro. Sentía el corazón arrugado y dolido, y a pesar de que yo no tenía más de cincuenta años de edad, era como si éste súbitamente se hubiera convertido en el de un anciano.

La vista del edificio, lejos de confortarme, me apenaba. De golpe, toda aquella emoción contenida durante tanto tiempo se vino abajo como un castillo de naipes para quedar sepultada bajo una tupida cortina de desconsuelo. 

A pesar de todo, tuve el ánimo suficiente para extraer, del bolsillo de la chaqueta, la vieja llave que había estado atesorando durante tanto tiempo, e introduciéndola en la oxidada cerradura, me atreví a abrir la puerta.

Ésta, se dejó empujar de muy mala gana dejando constancia de su contrariedad pese a un chirriante quejido que dio testimonio del largo tiempo que había permanecido cerrada. El interior estaba bastante obscuro y apestaba a humedad y una vez que pude acomodar la vista, la escena que se descubrió a mis ojos era más que desoladora:

Todo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo. Grandes sábanas. a modo de sudario, cubrían por completo el reducido mobiliario: apenas un par de butacas, una mesa y algunas sillas.

Recordé que no siempre había sido así.

 Hubo un tiempo en que fastuosas alfombras cubrían las baldosas ahora completamente desnudas y por donde hoy tan solo se arrastraban sombras inquietantes, entonces se esparcía la luz de las elegantes lámparas de cristal de las que mi madre tanto se preocupaba para que estuvieran constantemente encendidas. Magníficos muebles de caoba y coquetos sofás por entre los que correteaba entre risas perseguido por mi hermano Iván, ocupaban otrora los espacios ahora tan vacíos.

La guerra se lo había llevado todo. También a mi familia. Echaba de menos las recomendaciones de mi madre, las eventuales risas de mi severo padre y los juegos de mi hermano menor, Iván. Ahora todas ellas, formaban parte de las cosas irremediablemente perdidas.

 Miré con tristeza a mi alrededor. La excepción a aquel ambiente despersonalizado y gélido, eran los dos enormes cuadros que aún permanecían en su lugar, últimos vestigios de la antigua decoración, que colgaban muy separados el uno del otro y que constituían casi la única aportación de color a la pírrica decoración de la estancia. También aquellos habían formado parte de mi vida al igual que la casa y eran prácticamente las únicas posesiones que me quedaban ya de aquel remoto pasado, aparte de los recuerdos. Por eso había evitado desprenderme de ellos casi con el mismo empeño que con el que había defendido la propiedad de aquellas recias paredes que hasta ese mismo momento había seguido considerando mi verdadero hogar.

En uno, se mostraba un paisaje bucólico en el que un grupo de jóvenes bailaban despreocupados en lo que aparentaba una apacible tarde de verano; por el lado derecho de la pintura, un reluciente rayo de sol se colaba a través del tupido dosel del bosque e iluminaba como si se tratara de un improvisado escenario el ir y venir de un par de cordiales ardillas, a las que se les otorgaba en aquella obra la categoría de coprotagonistas. En el otro, un viejo retrato familiar legado de mis desaparecidos progenitores, él mismo junto a su hermano, aparecía jugando a los pies de su madre, ajeno al trabajo del retratista, mientras sus padres, cogidos de la mano, parecían amorosamente extasiados en el fruto de su matrimonio.

Las dos obras, me hablaban de cosas agradables: de la salud, y de la feliz despreocupación de los seres que se saben protegidos y queridos. Justo lo contrario de mi situación actual: la de un hombre solitario y triste.

Me sentía como un niño al que se había roto su juguete preferido. Sólo que esta vez no se trataba de un simple juguete, se trataba de una parte muy importante de mi pasado

Creo que la vida es como una casa a la que poco a poco vamos rellenando de objetos y recuerdos. Pero cuando nos marchamos, los objetos también se desvanecen con nosotros para no dejar rastro, como si nunca hubieran existido, y entonces tan sólo queda el cuerpo desnudo, desprovisto del aliento vital, al igual que vacía y fría había quedado aquella mansión desde hacía tanto tiempo abandonada.

Nada del pasado se puede remediar. Todos estamos condenados a ver pasar nuestra infancia, nuestra adolescencia, a nuestros seres queridos, sin poder más allá que verter alguna lágrima. 

El viejo hogar era vivo ejemplo de esa futilidad. Me hacía sentir débil y efímero. Antes de volver sobre mis pasos, constaté con tristeza que de aquellas risas de la niñez ya tan sólo quedaba el silencio y la frialdad impresa en las ajadas paredes de aquella casa ahora tan muerta y desnuda.

Comprendí que en la vida no hay otra misión más que la de seguir, pese a quien pese, hacia adelante. Lo importante está en el presente que es lo único sobre lo que podemos actuar. No quería perder el tiempo relamiendo las viejas heridas.

Cabizbajo, volví a cerrar la puerta y deposité nuevamente la llave en mi bolsillo. Fue ese el preciso momento en el que sentí que definitivamente había quedado desatado el nudo que me ataba al pasado.

Subí al coche y arranqué sin volver la vista. Fue la última vez que visité mi antigua casa.

Sergio Ruiz Afonso

La casa de Andrés tenía un sillón para morirse

La casa de Andrés era una casa de dos plantas con cuatro habitaciones, dos baños y un jardín en el que jugaba con mi amigo cuando yo era un niño.

Allí vivían sus padres, el abuelo y él. 

Una de las estancias a la que llamaban el salón tenía una chimenea y cerca de ella un sillón. En él veía sentado a su abuelo. Me sonreía. Tendría unos ochenta años, era calvo y con bigote. A mi abuelo lo había visto pocas veces, así que adopté al abuelo de Andrés cómo mío. Me siguió gustando su sonrisa y la luz de sus ojos cuando me di cuenta de que entre historia e historia caía algún que otro increíble relato, que ahora llamaríamos ciencia ficción.

De pronto un día dejó de estar. Oímos que había sido de repente, en el sillón rojo, en el que se sentaba siempre. Entonces, imaginé que, de la misma manera que había desaparecido, podría aparecer. Y mientras Andrés y yo crecíamos me fui dando cuenta de que el abuelo no aparecía y que lo de «de repente» había sido una frase hecha, de esas que a los mayores les gusta tanto. Después de unos cuantos años. Yo por entonces le llegaba al padre de Andrés por el hombro. El sillón rojo volvía a tener un ocupante: la tía Amelia. Era tía de Andrés desde hacía poco, bueno, yo no la había visto nunca. Ella había estado viviendo entre París y Berlín, aunque siempre decía que la ciudad más bonita que había visto era Brujas; los canales se congelaban en algunos inviernos, se podía caminar sobre ellos y en verano podías disfrutar de una ciudad llena de colores que esparcían sublimes olores. 

Andrés y yo escuchábamos su vida mientras veíamos cómo su cuerpo adelgazaba poco a poco hasta que de nuevo el sillón apareció vacío. Había que ir al entierro y a un funeral, entonces yo tenía quince años.

Dos años más tarde, nuestras familias fueron a despedirnos a la estación. Íbamos a la universidad. El padre de Andrés era un hombre alegre. Algunas veces su espontaneidad le daba el aspecto de hombre sencillo y bonachón. Desde siempre congeniaron mi padre y él. 

Cuando se jubilaron, casi cada tarde después de cenar jugaban al ajedrez rodeados del característico olor a tabaco de pipa que señalaba la presencia de papá, como decía mi madre. Ahora echo de menos ese olor, me recuerda tantas cosas, sobre todo el viejo sillón; papá se sentaba en él, aquel sillón que parecía estar hecho para morirse. Ahora está tapizado de granate y cada tarde veo a Andrés, a mi amigo, sentado en él.

Blanca Quesada

Casas

Ante la puerta, el viejo felpudo pelado y lleno de hilitos que se iban deshaciendo, rezaba: ¡Bienvenidos!

Al entrar por primera vez en el apartamento, junto al propietario que explicaba lo bueno que sería vivir allí, Marta percibió un extraño olor, una mezcla de desinfectante y polvo rancio. Mientras el propietario seguía enumerando elogios, como estar dentro del bloque de apartamentos y no tener ventanas que miraran a la calle, sino sólo al patio y poder así disfrutar del silencio, sin el estrés del ruido del tráfico, Marta pensaba que sí, todo estaba tranquilo, pero tal vez demasiado silencioso y además ¿qué sentido tenía ese pasillo tan largo? Por supuesto todo tenía una respuesta lógica, “Ya verá cuando usted tenga hijos y haga mal tiempo, cómo disfrutarán correteando por el pasillo” dijo el propietario. Marta ya estaba pensando en el vecino de abajo, en cómo disfrutaría él con las correrías de sus hijos. El propietario seguía indicando los cuartos. Casi al final del pasillo había una habitación con las paredes pintadas de color rojo púrpura y una raya enorme de pintura negra. Algo que a Marta le pareció bastante inquietante. Por eso preguntó al propietario si había alguna razón para ese color de paredes. Respondió que sí, que las había pintado de rojo después de que su padre se ahorcara en el sótano. Aún más inquietante. Finalizada la visita al piso Marta se despidió y dijo que hablaría con su marido y tomarían una decisión.

Otra casa con muerto. Tenía recuerdos de casas con muertos. Se acordó de la tía Francisca. Se acordó del cuerpo del marido de su tía en la cama, esperando a la empresa funeraria y de cuando solía pasar unos días en esa pequeña casa de dos plantas, en la planta baja estaba la cocina y por una escalera estrecha y empinada se subía a la primera planta donde había un dormitorio y un cuarto de baño. La casa prácticamente consistía sólo en lo esencial. La tía de Marta trabajaba de camarera y portera de una adinerada familia milanesa que pasaba las vacaciones en su villa en un pequeño pueblo del lago de Como. Marta pasaba la mayor parte del tiempo en el balcón de la habitación, desde donde podía ver el lago. Siempre que se quedaba allí, oía la voz del difunto marido de su tía contándole su vida. Todo esto no la asustaba, sus abuelos le habían enseñado que las casas son como esponjas, lo absorben todo y luego lo devuelven a las personas que viven en ellas, y que los espíritus de quienes las habitaban allí permanecen. En efecto, incluso en casa de sus abuelos había visto muertos en sus camas, e incluso allí había oído sus voces hablándole. Entonces, hablaría con su marido, le contaría lo del ahorcado en el sótano y de las paredes rojas, intentaría convencerle para que compraran esa casa porque, además de que le gustaba mucho, tenía curiosidad por oír lo que el difunto le diría.

Raffaella Bolletti

Nostalgia canalla

— ¿Qué estás haciendo, mi amor?

— ¿Estás viendo la nieve caer sobre nuestro huerto?

También aquí nieva. Lo veo desde la ventanilla de esta enorme siniestra caja de hierro.

Debería no pensar en ti, mi pequeña fugaz mujer.

Debería huir de los recuerdos y de los deseos. Pero no puedo dejar de imaginarte en nuestra casita blanca con las tejas rojo carmín. La última del pueblo, la más novedosa.

Te imagino sentada cerca de la estufa, tejiendo gorras, calcetines, guantes de lana gruesa para mí.

— ¿Quién sabe cuándo lograré ponérmelos?

Veo encima de la mesita la foto de nuestra boda. Amor, tú más que una novia parecías una niña el día de su primera comunión. Tu carita feliz y la trenza rubia que te enmarcaba la cabeza.

Veo nuestra cama cubierta por la manta que tejiste con lana de los colores del arcoíris y aún siento el calor de nuestros cuerpos bajo ella.

Volver a ti. Volver a mi casa. Olvidar los escombros que me rodean. Huir de esta matanza. Huir de los recuerdos. Porque vivir con esta nostalgia que te agarra día y noche es como morir sin heridas.

Iris Menegoz

La casa

Se despertó, abrió los ojos lentamente, no entendía dónde estaba, sentía un dolor insoportable por todas partes y comenzó a gritar pidiendo ayuda.

Un médico llegó de inmediato, trató de calmarlo explicándole que estaba en hospital, lo habían transportado allí con heridas graves por todo el cuerpo, lo habían sedado para operarlo y el efecto de la anestesia había terminado, por lo que sentía mucho dolor. También le dijo que lo trasladaría lo antes posible a un hospital mejor equipado

Logró entender lo que le decía, pero su mente seguía confundida, no podía formular un pensamiento lógico.

Trató de relajarse a pesar del fuego que tenía en su cuerpo; de repente escuchó un ruido de disparos y un estruendo muy fuerte y de inmediato comenzó a recordar: mientras huía con sus hombres porqué su tanque estaba dañado, una mina había explotado cerca de ellos, pensó en esos muchachos enviados a la guerra tan jóvenes, no pidió noticias de ellos, non podía soportar otro dolor, solo podía esperar que hubieran sobrevivido

Para exorcizar la desesperación pensó en su familia, su esposa y sus hijos se habían refugiado con los abuelos que vivían en otro país, su casa había sido destruida y él se había alistado como voluntario: «pero qué inútil era morir por esta guerra injusta como todas la guerras, él no se dejaría aplastar por  los acontecimientos, habría luchado, para sanar y darle una nueva casa a su familia» se imaginó abrazándolos y le pareció sentir el calor y el olor de la piel de su esposa.

Se volvió a dormir, lo despertaron para decirle que había llegado el helicóptero para transportarlo al otro hospital, agradeció a Dios y Le imploró que pusiera fin a aquella horrible guerra.

Leda Negri

Volver

No es tan grande como la recordaba. Claro, en los ojos de los niños cada rincón del mundo se hace gigante, incluso su casa. En el balcón donde se aferran mis recuerdos hay todavía molinillos coloreados, que me desvelan que ahora también hay niños que viven ahí. Hay también algunas macetas de flores: son geranios, los que le gustaban tanto a mamá. 

No conozco a los nuevos dueños de mi casa, han pasado demasiados años y los propietarios han cambiado más de una vez. Tampoco sé si entre los inquilinos de la comunidad hay todavía alguno de los chicos con los que había jugado al escondite, a bruja comanda color, a las cuatro esquinas, al teléfono escacharrado… 

Me gusta la palabra española “comunidad”: si pienso en donde vivo ahora, sería mejor utilizar la palabra “bloque”: estás en tu casa y, cuando encuentras a los vecinos, solo les dices “buenas tardes”; a veces ni te acuerdas de cómo se llaman. Pero cuando yo vivía en esta casa, hace cincuenta años, eso sí que era una comunidad de vecinos. 

Voy a leer los apellidos en la verja de la entrada. Algunos me suenan, puede que algunos de esos niños se hayan quedado allí, a lo mejor algunos de sus padres todavía estén vivos… Pero no sabríamos reconocernos, aunque me atreviera a tocar el timbre.

Un señor que no conozco —¿o quizás sí? —sale por la puerta de la izquierda. 

—Perdón, señor, yo viví aquí cuando era niña… ¿puedo entrar en el patio y dar una vuelta?

El hombre me contesta con amabilidad y me deja pasar. 

No lo conozco. No me conoce. 

El patio — Pero ¿cómo puede ser tan pequeño? — no es tan diferente de como lo recordaba, solo algunos árboles son más altos, mientras que otros ya no están, como el de caqui que estaba bajo el balcón de mi habitación. Mis amiguitas y yo jugábamos a “caseta” bajo el caqui, fingíamos que sus pequeños frutos que se caían cuando todavía estaban verdes eran pimientos, que rellenábamos de tierra. Este árbol, al que una vez construí una cara de barro con el pelo de hierba, y le decía que era mi novio, ya ha desaparecido para siempre, como cuando el barro se secó y la cara de mi “novio” se cayó. 

En cambio, el balcón de mi cuarto todavía está allí, un poco más viejo, pero casi igual. Y me veo asomándome, esperando a papá cuando volvía del trabajo.

Y ahora que vivo en un bloque en vez que en una comunidad, ahora que mamá ha subido al cielo, para encontrarse después de tantos años con papá, quiero pensar que no hay desconocidos en nuestra antigua casa, sino que mis padres han vuelto allí y a lo mejor, si espero un poco, se van a asomar al balcón entre los molinillos y van a sonreír a esta mujer desconocida que — ¿quién sabe por qué? — está admirando con ojos encantados su casa.

Silvia Zanetto

La casa

Mientras esperaba que el camión de la mudanza se llevara los últimos muebles a la casa nueva, Laura se acordó de aquella casa que Julio le había mostrado con entusiasmo, explicándole que habían tenido suerte de encontrarla tan barata y tan cerca al centro de Milán. Cuando la había visto le había parecido oscura, sucia y con muchas cosas que arreglar pero estaba enamorada, quería casarse y no tenían dinero así que desde un cierto punto de vista habían tenido suerte. Se acordó del trabajo que hizo junto con su madre y su hermana para limpiarla y se dio cuenta de que limpia y pintada de colores claros, con los suelos cambiados con ayuda de sus amigos, no era tan oscura. Ahora, en la nueva casa que es nueva, en la que no ha tenido que hacer nada, que es más grande, con una habitación para cada uno de sus hijos que están muy contentos también porque está cerca de ésta y no tienen que alejarse de sus amigos ni de su escuela. Ella está contenta pero, mirando alrededor se da cuenta de que esta casa para ella será la casa a la que siempre asociará la palabra casa.

Gloria Rolfo

La llave

La clé des champs – René Magritte

Quiero salir. 

Salir de este cuarto, salir de esta casa cerrada desde siempre. Salir al aire libre a caminar, a correr, y luego tirarme al césped a tocar la hierba con mis manos atrofiadas y oler el perfume del campo. Salir de estas recaídas intolerables que se han clavado en mi vida y en mi mente y que ya no me permiten respirar. Salir hacia el azul de este cielo, que solo puedo ver encarcelado en un rectángulo, entre estas cortinas grises que amenazan con cubrirlo todo.

Quiero salir, pero no hay llave.

No es que no la encuentre: no existe. 

Y quiero abrazar a estos árboles verdes, tan vivos, sobre la colina, y trepar sobre sus ramas, y ver qué hay detrás de ese cerro: un mundo de flores y de ardillas, o de viento y de gaviotas, o de manos que se estrechan entre gritos y risas y palabras que se mezclan, o el infinito del mar…

Pero no hay llave. 

Ahora, oigo un crujido en el cristal, ligero. Pero, de repente, explota un estruendo espantoso, un golpe inesperado. El vidrio se destroza en fragmentos, en el suelo de este cuarto.

No hay llave, pero ahora tampoco hay cristal en la ventana. 

Me puedo ir. 

Podría herirme las manos, perder el equilibrio bajando al suelo, pero me puedo ir.

Porque esta es la llave: darme cuenta de que estoy vivo todavía, que no es demasiado tarde para librarme de lo que me presiona, para gozar el verde y el azul de la vida, del cielo resplandeciente sin nubes y de todo lo que todavía está detrás del cerro, esperándome a mí. 

Silvia Zanetto

Una situación complicada

¡No daba crédito a lo que me estaba sucediendo! ¡Un oficial de la Guardia Urbana como yo! ¡Tirado en medio de la vía pública cómo un indigente cualquiera! Era una situación harto bochornosa y no puedo negar que estaba indignado. ¡No poder entrar en mi propia casa! La situación era del todo absurda además de estúpida.


El problema había surgido al ponerme la chaqueta. Por alguna razón: (tenía prisa) no me detuve a mirar la que elegía y ¡Claro! Escogí la prenda equivocada. Justo cuando estaba cerrando recordé con pavor que era en la otra, la que colgaba del perchero, donde tenía la llave. Demasiado tarde porque ya había cerrado la puerta y en la casa no había nadie. Puertas y ventanas cerradas.  Ningún vecino al que recurrir (Por lo visto todos estaban de vacaciones) Todo cerrado a cal y canto.   Entonces vi cómo se acercaba un taxi que paró unos metros antes de llegar a mí. Unos mozalbetes ruidosos y maleducados se bajaron del vehículo y, dando voces y risotadas, avanzaron en la dirección en la que me encontraba. Impulsado por mi condición de agente del orden, me encaré hacia ellos decidido a darles un escarmiento ¡Y entonces reparé en que tampoco tenía los pantalones puestos! De cintura para arriba era un imponente oficial con impecable chaqueta blanca rematado con un salacot del mismo color. De cintura para abajo un pobre infeliz en calzoncillos. Pronto advirtieron también ellos mi ridícula facha y lejos de amilanarse, empezaron a mofarse y tirarme cosas. Diluida toda mi autoridad miré a mi alrededor con desesperación. Arañé la puerta intentando traspasarla. No tenía lugar donde esconderme. Corrí hacía la puerta del edificio del al lado que en ese momento estaba abierta y sin pensármelo dos veces me colé en su interior.


Demasiado deprisa.

 
En ese preciso momento se estaba celebrando una reunión de comuneros que se quedaron boquiabiertos ante mi irrupción de tal guisa. Avergonzado, continué mi carrera hasta el ascensor y preso de los nervios, pulsé una planta cualquiera. Pero la cabina en lugar de subir, empezó a caer a una velocidad endiablada y justo cuando ya estaba esperando para darme el gran trompazo… 

¡Me desperté!

 Para mí alivio constaté que tan sólo estaba soñando. 


Fue una experiencia horrible. 


Nunca volveré a abusar de comidas demasiado copiosas a la hora de la cena.

Sergio Ruiz Afonso

La vieja llave

Tengo muy claro por qué estoy aquí, tumbado en esta especie de cama, intentando conciliar el sueño. Mis pensamientos me lo impiden; el día ha transcurrido como cualquier otro, nada nuevo, nada diferente. Le sigo dando vueltas una y otra vez en mi cabeza, como si fuese una película… Iba conduciendo el coche por esa avenida arbolada; era el coche de mi padre y lo había tomado sin que él lo supiera. Estábamos solos Pablo y yo, cantábamos a todo pulmón. De repente el coche derrapó y chocó con violencia contra un árbol. Yo no me hice mucho daño, solo me rompí el brazo derecho. Pablo, en cambio, se golpeó con la cabeza en el parabrisas rompiéndose también el hombro; estuvo en coma durante tres meses. No sobrevivió. Yo no tenía el carné de conducir. Mis padres me habían puesto la cabeza como un bombo con eso de sacarme el carné, pero yo no quería gastar tiempo en una autoescuela, ya sabía cómo conducir un coche, lo había aprendido con mi amigo Pablo.

Me explicaron que cuando alguien comete un delito y la justicia actúa, el culpable es condenado, y cumplirá su pena encerrado en algún sitio. Entonces me entregaron los documentos oficiales de la Policía Judicial y del Juez relativos a mi crimen, comunicándome que a tenor de lo que establecía el Código Procesal Penal “Quien cause culpablemente la muerte de una persona en violación de las normas de tráfico será condenado a una pena de prisión de dos a siete años», me iban a encerrar en esta celda, en esta vieja cárcel. Para mí se cerró el cielo y empezó la oscuridad. Recuerdo que el carcelero recorría los pasillos para comprobar si en las pequeñas celdas todo estaba tranquilo. El silencio total sólo se interrumpía por el sonido metálico y algo lúgubre de esas grandes llaves de hierro, que colgaban de su cinturón golpeándose entre sí. Un sonido que nunca olvidaré. Cumplí mi condena de cinco años de cárcel, y el día que salí el carcelero vino a saludarme y me dijo “Te deseo que atesores esta mala experiencia y, para que no la olvides, te regalo esta vieja llave un poco oxidada. Es la de tu celda.”

Ahora tengo 45 años y soy funcionario de prisiones. Las puertas de las celdas ya no se abren con llaves de hierro, sino con dispositivos electrónicos, pero siempre llevo conmigo la vieja llave oxidada, colgando de mi cinturón. Hay muchas llaves en la vida de cada ser humano, cada uno tiene la suya. La mía no es una llave de música o de literatura, la mía es una vieja llave de hierro.

Raffaella Bolletti

La importancia de una llave

Hace algunos días entré en un lugar y sentí que quizás no podría salir nunca de ese espacio, al que la gente que trabaja allí lo llama el círculo dorado. Recordé cuando escuché esas palabras las estatuas del color del oro en el puente de Alexander III, en París. Fue maravilloso recordar ese instante, la columna en lo alto, en el cielo una figura maravillosa, esplendente.  

Más tarde me di cuenta, que el nombre de ese «círculo dorado» lo tenía por un motivo más prosaico. Estuve en él circulo largas horas. Me dio tiempo a observar los movimientos, en algunos momentos el esfuerzo les hacía sudar. sobre todo, en los traslados; muy bien coordinados, cada acción palabra o esfuerzo era consultado. Los que cobran por estar allí, permanecen en alerta máxima, alguna vez tuvieron o tendrán síndrome post traumático y entonces dejarán de ponerse en el lugar del otro, ahora se llama no empatizar y antaño no tener compasión. Han perdido la llave de su alma.  Andar entre la vida, el dolor y la muerte tiene sus consecuencias. 

Me atendieron muy bien, mis queridos guardianes que recorren sin descanso el círculo dorado, lleno de cubículos con camillas y cortinas descorridas para poder observar las constantes vitales.  Que normalmente allí no son constantes. Traen y llevan enfermos. Bandejas, muestras y chatos.

Cortinas abiertas. Puertas sin llaves como sus almas. 

Hoy ya tengo mi llave; se llama resiliencia. 

Espero que ellos encuentren la suya.

Blanca Quesada

La llave indecente

La noche de enero 1970, en las afueras de Londres, estaba nevando. 

Un aterido grupito de jóvenes regresaba de la clase de inglés y se estaba dirigiendo hacia un lugar, patrocinado por la Iglesia, que les habían aconsejado y que tenía el papel de favorecer encuentros entre los jóvenes que en aquellos años invadían Inglaterra esperando aprender el codiciado idioma.

Éramos siete. Seis chicas, dos alemanas, tres austriacas y yo, trabajábamos como «au pair» (profesión femenina de gran moda en aquellos años), y un chico, Samuel que venía de Senegal y que trabajaba como lavaplatos en un restaurante chino.

A la entrada del modesto edificio había una mujer leyendo un diario abierto sobre una vieja mesa de madera. Sin levantar sus ojos nos preguntó:

— ¿Cuánto sois?

— Somos siete —respondí yo.

— Esta es la llave del casillero —dijo sin apartar la mirada del periódico. —Poned allí las mochilas. —Solo cuando me entregó la llave levantó los ojos.

— ¡Un momento… un momento! —dijo señalando a Samuel —¡Él no puede entrar!

— ¿Y por qué diablos él no puede entrar? —pregunté yo dándome cuenta de que mi voz se estaba alterando.

— Porque… porque no es católico.

— ¡No sabíamos que teníamos que asistir a misa! ¡Aquí o entramos todos o no entra nadie!

— Lo siento, pero esta es la regla.

— ¿La regla? ¿Habéis oído? ¡Chicos, «es la regla»! —dije yo en voz alta. — ¡Vamos chicos este lugar apesta! – 

Agitando la llave bajo la nariz de la mujer añadí.

— ¿Sabes dónde tiene que poner esta llave? —De pronto, Sissy me dio un gran empujón hacia la puerta y mi frase se congeló en el aire.

Afuera aún nevaba. Nadie habló durante algunos segundos. Samuel con los ojos brillantes me abrazo. De pronto todos nos abrazamos riendo y llorando.

Era invierno, hacía frío, pero para nosotros era ya primavera.

Iris Menegoz

Las llaves

«Tienen que entregar las llaves el 30 de junio de 2023»

Esta frase lacónica marcó el final de mi sueño de siempre, vivir en Italia. De niño, cuando acompañaba a mis padres de vacaciones, esperaba ver a lo lejos el paso del Gotardo. Sabía que cuando saliéramos por el otro lado, el sol brillaría con todas sus luces, la lluvia infinita de mi país estaría lejos.

Un día en Venecia, en la pequeña isla de Torcello, cenamos con mi joven esposa y nuestra pequeña hija, detrás de nosotros una pareja anciana, en pensión sin duda, acompañada por unos jóvenes belgas, contaban su felicidad. Vivían en una isla vecina y habían llegado al restaurante Cipriani con una lancha motora.

Ese día nació nuestro sueño. Me comprometí con Olivetti, me transferí a Milán, recorrí toda Italia al ritmo de un trabajo incesante, y finalmente me retiré. El amor por este país persistió, el entusiasmo de los comienzos se enfrentó a la dura realidad. Me hice italiano, y como todos los italianos, no dejé de criticar a este país que yo mismo adoraba.

Así que empecé a planear esta terrible mudanza. Es como trasplantar un árbol con raíces profundas, pero demasiadas ramas y hojas. El tiempo nos ha enseñado a separar lo importante de lo accesorio. Y lo que es importante son también las amistades que nos rodean y nos confortan y que habrá que saber mantener. También debemos volver a las raíces, acercarnos a nuestra hija y a nuestras nietas, reconstruir un proyecto y redescubrir nuestro apartamento, que vimos en foto, y fue un shock. Una belleza, grande, brillante, impresionante. Tuvimos ganas de entrar en él de nuevo, pero por supuesto estaba ocupado y, con gran pesar, tuvimos que pedir las llaves también nosotros.

Jean Claude Fonder

Carta a mi esposa

Lady with her Maid holding a Letter – Johannes Vermeer

En Santa Clara, Cuba a 15 de septiembre de 1914.

Querida Emilia, espero que al recibo de esta te encuentres bien, tú y los niños.

Yo estoy bien de salud, a Dios gracias. 

Hasta ayer tenía trabajo en la plantación de azúcar del presidente de Cuba, don Aurelio García Menocal, ese que te dije que ha puesto maestros de escuela hasta en los campos, esto está revuelto, pero quédate tranquila que yo estoy bien. En relación al trabajo, ya tengo pensado ir a Camagüey donde me han dicho que puedo emplearme de cualquier cosa, hasta en el ferrocarril. Esa zona está creciendo y el patrón también tiene plantaciones para allá y el capataz me va a recomendar. Tú sabes que soy buen trabajador. No le tengo miedo a nada.  

Llego cada noche a este cuarto de aperos de apenas veinte metros que comparto con otros siete canarios.  Muerto de cansancio me acuesto soñando con verte pronto. Me arropo con tus cartas y beso la foto que me mandaste de los dos hijos y la niña en tu regazo, tan crecida.

Esa es la ilusión que me da fuerzas: la de volverte a ver, acariciar tu cara y oír la voz de los hijos. Por las noches me reconforta recordar tus recatados besos cuando nos despedimos en ese puerto de Arrecife, ahora tan lejos. Han pasado seis meses. Me parecen años. Vivo solo para volver a mi casita blanca y a mis tierras. Cuídalas, mujer. 

Esperando tu respuesta se despide, tuyo

Zacarías.

Blanca Quesada

La Carta

Lady with her Maid holding a Letter – Johannes Vermeer

Mi amor,

Te escribo de nuevo. Todavía no he recibido respuesta a mi última carta. Desde hace casi un año te escribo cada semana y sólo he recibido dos cartas tuyas.

La primera en la que me decías que habías llegado bien a Dnipró, que tu prima Raysa te había recibido bien. Me decías que era muy guapa, que llevaba su pelo rubio recogido en una trenza que llevaba encima de la cabeza formando como una corona. Te respondí que sin duda imitaba a Loulia. Debo decir que tu interés por su peinado me sorprendió un poco.

La segunda, un mes después, cuando ibas a ir al frente acompañado por tu prima, que también se había alistado. Entiendo tu entusiasmo, tu voluntad de no dejar que los rusos invadan tu país, pero que una mujer participe en estas matanzas incluso por una causa justa no me parece natural.

Desde entonces, ni una palabra, sigo la guerra en los periódicos. Hay tantos muertos. Me he dirigido a la embajada, me dicen que siga escribiendo. Esto ayuda a la moral de las tropas, que el correo llegará. 

Me desespera, si lees este correo, respóndeme, una sola palabra me basta, sabría que estás vivo.

Ta Françoise

Ella firmó la carta, un garabato apenas legible. Sabía que era inútil. Su marido había muerto. Sin embargo, no quería renunciar. Quizás estaba prisionero, o herido, incluso pensó en ir a buscarlo. Su familia le suplicaba que no lo hiciera, nunca hubieran creído que casarse con un ucraniano habría desembocado en una situación tan dramática. Stepan era un chico tan hermoso, su melena dorada como la de su padre, sus ojos profundamente azules, y su cuerpo flexible y esbelto conquistaría muchos corazones cuando fuera adulto. 

—Como su padre, —decía la abuela.

Quién hubiera pensado que iría a luchar por su país. Al principio cuando lo conoció, para Françoise se trataba de un ruso como hay tantos en París, le encantaba su acento y, después de todo, era francés como ella, se habían conocido en la Sorbona y los dos enseñaban en el liceo Victor Hugo. Volvía a Ucrania un par de veces al año, pero ella nunca había querido acompañarlo. No quería que su hijo tuviera vínculos con ese país.

Y de repente surgieron las tensiones, la invasión de Crimea, él seguía los acontecimientos de cerca, se apasionaba contra los rusos, quería la integración con la comunidad europea. Viajó con más frecuencia a Dnipró, de donde procedía su familia. Cuando la invasión estalló y Zelensky hizo su llamamiento, decidió irse. Nada pudo retenerlo. En Francia, como siempre en estas situaciones, todos se declaraban ucranianos y llevaban la bandera maquillada en la cara o en su perfil de Facebook.

Aquella mañana, la señora de la limpieza sonriente le trajo una carta.

Ella la miró sospechosa, venía de él. Parecía que había una postal dentro. La abrió febrilmente. Era una foto, sin una palabra. Una foto de él y de Raysa, besándose en uniforme de combate, con una bandera azul y amarilla en la mano.

Jean Claude Fonder