
La reconoció desde el camino que doblando formaba un recodo. Estaba finalmente ante ella, la vieja casa de la infancia, un cuadrilátero en el fondo del campo casi apoyado al horizonte. Habían pasado décadas desde la última vez en que abrazando a su madre se había ido de ahí de prisa, sin mirar atrás. No había vuelto. La casa se había vaciado lejos de ella. Pero con la muerte de su prima Aurora, la última descendiente, al menos conocida, de aquel mundo que había sido su familia, la idea del regreso se había convertido en deseo. Y ahí estaba, exhausta de aviones y autobuses, dentro ese coche alquilado que con cautela avanzaba por la colina.
Atardecía y la silueta de la vivienda se recortaba en contraluz sobre extensiones de tierra que, a primera vista, ella catalogó como sombría. Un recuerdo se materializó de improviso: de niñas, ella y su prima Aurora arrodilladas sobre la silla dibujando casitas, los codos apoyados en la mesa de la cocina. Las casas de Aurora eran preciosas, tenía dos ventanas en el primer piso con cortinillas con lazos y una puerta de entrada arqueada con un cartel de bienvenida. A esas casas se llegaba sin dificultad por un solo sendero que su prima pintaba con flores de colores y que hacía bajar muy derechito hasta tocar el borde inferior del papel. Los mayores quedaban encantados y exclamaban ¡qué niña tan prolija!. Y Aurora repetía con orgullo que esa era la casa de sus sueños. Al contrario de su prima, las casas que dibujaba ella tenían fachadas grises y aberturas como ojos asustados y puertas triangulares que parecían dientes, de las que escapaban como viboritas senderos enredados. Era la desolación de sus padres, estaba claro que ella era desprolija. Y también quedaba asentado que aquella no era la casa de sus sueños. Por eso quizás se había marchado de ahí muy joven, para no terminar engullida por ese hogar insaciable que a lo largo de las generaciones había acumulado en baúles y rincones, entre estratos de polvo y fotos apolilladas: retazos de promesas incumplidas, cáscaras vaciadas de palabras, ilusiones caducas que como voces quebradas pegaban alaridos que hacían temblar los cimientos y que apestaban con su olor a humedad. De todos modos de eso hacía ya muchos años, tantos de encanecer sus cabellos y hacer de la vivienda ruinas y de sus habitantes fantasmas.
Se detuvo en la cima de la colina. Bajó del coche para gozar de una visión panorámica. Desde esa altura los rayos del sol se abrían en abanico modelando el paisaje desde una nueva perspectiva. La casa aparecía distinta de aquella del recuerdo. Le pareció más pequeña, desamparada, más bien inofensiva. Y de repente sintió algo muy tibio cosquilleándole el pecho, como cuando se disuelve un grumo de sangre o un témpano de hielo recomienza a fluir. En una especie de ensoñación se le nubló la vista y cuando volvió a mirar notó el paisaje cambiado. Esas tierras sombrías aparecían ahora cultivadas: altas espigas de trigo y de maíz, huertos rebosantes de coles y tomates y extensiones de viñas y frutales entre matorrales de rosas y amapolas. Un carnaval de fragancias, de colores y en el centro, la vieja casa gris de su infancia que parecía vibrar en el crepúsculo como un corazón iluminado.
Con atropello buscó en la bolsa un trozo de papel y un lápiz. Hubiese querido esbozar aquella suerte de espejismo. Volvió a pensar en Aurora. También hubiese querido volver a verla, decirle: ¡mira prima, la encontré, está aquí la casa de mis sueños! Pero su bolsa, como le ocurría a menudo, estaba repleta de cosas superfluas. Sin perder tiempo subió al coche. Se encaminó decidida a materializar su deseo: tenía que tomar posesión de la casa, en algún modo rescatarla. Pero para su asombro, llegando al borde del terreno, lo encontró vallado con doble alambre de púa y un solo acceso, una enorme puerta de hierro forjado a dos hojas, empotrada en columnas de piedra. La conquista de un sueño requería también la fuerza para escalarlo, se dijo. Sin pensarlo dos veces, tiró la bolsa al suelo y comenzó a encaramarse por las vallas. Cuando de improviso, aquel antiguo alarido surcó potente el espacio apabullando los campos. Y el cielo se cubrió de polvo, de sombras y hierba seca y los pájaros volaron espantados de los trigales y como un potro salvaje la puerta de hierro comenzó a sacudirse. Aferrada a las vallas trataba de no caerse. ¿Es que la casa, traicionera, volvía a hacerle daño? Resistía, con los ojos cerrados, escuchando el chillido que se acercaba veloz, salvaje, intermitente. Terminó revolcándose, dando manotazos en el aire, hasta que por fin abrió los ojos y logró apagar el despertador. Rápido, le hizo falta un café.
Adriana Langtry
