
La lluvia corre por las calles, por las aceras, sobre los bancos se escurren las gotas, los charcos se agitan sobre las piedras, como las hojas de las palmeras lo hacen con el viento. El mundo se mueve con estruendo. Llueve mañana, tarde, noche y al día siguiente de nuevo hay que empezar pero al menos hoy, llueve, después todo sigue igual de gris, de triste y una lágrima se confunde con el agua que cae en este charco de dos centímetros y medio, lleno de barro, delante de la escalera donde está sentada Eva, en el primer escalón. Hoy le parecieron altos, como nunca antes, cuando salía de su trabajo a las nueve de la mañana. En el jardín verde delante, más oscuro que nunca, Eva piensa que sale de un infierno para recorrer el camino que lleva a otro más aterrador: su casa como cada mañana está fría, vacía pero llena de “tienes que”, obligaciones que ella no recuerda haber elegido. Desea quedarse allí, escuchando el viento, sintiendo la lluvia y mirando al charco que hay entre sus pies y preguntándose ¿cuánto ocupara su cuerpo en el universo? ¿cuánto ocupara el alma de cualquier muerto?
Como las tres almas que ya se habían perdido para siempre en aquel geriátrico del que quería huir pero sin saber hacía donde. Allí está pegada, mirando hacía el suelo lleno de tierra y agua, de fango, como su vida. Allí también crecen las plantas.
Blanca Quesada
