
—¿Empezar de nuevo?
¿Una nueva vida?
¿Estuve de veras enamorada de Paulo?
Cuando le dije que nuestra historia se iba a terminar me dio la espalda, sin decir una palabra, como si estuviera esperando aquel momento desde hacía mucho tiempo.
Esto pensaba Ana mientras se ponía gel en su pelo corto despeinándolo, dando a su cara desigual y picassiana un aspecto infantil. Se puso el traje negro que le dejaba desnuda la espalda y los zapatos de tacón 11 (que no se ponía desde hacía años porque Paulo era bajito).
Sonó el interfono. Era Ángela, su mejor amiga, que después de mucho insistir había logrado que aceptase ir a una fiesta en una famosa enoteca de la Ciudad.
—¡Tienes que empezar de nuevo! – le decía.
En realidad, Ana, después de la ruptura con Paulo hacía ocho meses, no se sentía triste, al contrario, estaba tranquila, en paz. Le gustaba su trabajo, su casa, sus lecturas, su música, la amistad con Ángela y Arturo, su gato rojo.
Cuando llegaron, la fiesta estaba en pleno desarrollo. Ana saludó algunos amigos y amigas de la universidad y, sentada sobre un largo taburete, miraba la gente tomando una copa de vino blanco.
—¡Hola! — le dijo un hombre tendiendo la mano —Me llamo Marcelo, ya estaba aquí antes que llegara esta muchedumbre. No conozco a nadie. ¡Tú eres muy linda!
Ana sonrió un poco sorprendida.
—¿Que estas bebiendo? — preguntó Marcelo mirando sospechoso el líquido amarillo en su vaso.
—¡La verdad es que no lo sé — respondió Ana — pero está bueno!
Esta fatal respuesta dio comienzo a la «Enciclopedia del vino de calidad» tema sobre el que Marcelo parecía gran experto. No hablaron solo de vino. Descubrieron tener las mismas raíces y hablaron de sus pueblos lejanos.
Se hizo tarde. La gente se alejaba.
—¿Puedo acompañarte a tu casa? —preguntó Marcelo.
Con la promesa de cocinar un plato regional muy complicado, Marcelo la invitó a comer a su casa.
— Es la única cosa que sé hacer. Te sorprenderá. Voy a buscarte sábado a las 8.
A las 7,45, mirándose al espejo Ana capturó en sus ojos una luz olvidada.
Después de 20 minutos llegaron a la casa de Marcelo.
Debido a su proverbial sentido de la orientación de oso perezoso ciego Ana no tenía ni idea del barrio donde estaba.
El apartamento de Marcelo, invadido por el perfume de la comida, era pequeño pero amueblado con estilo. Comieron, charlaron, rieron y bebieron. Sobre todo Marcelo bebía sin parar.
Pidiendo perdón, Marcelo se levantó dirigiéndose hacia el cuarto de baño. Después de algunos minutos, Ana oyó un ruido raro. Una tos ahogada. La puerta del baño estaba abierta. Marcelo asomado a la ventana sollozaba desesperado. Ana intentó hablar pero él, siempre llorando, decía palabras incomprensibles y al mismo tiempo, con fuerza y con rabia, rompía las resistentes cuerdas de colgar la ropa de la fachada del patio donde estaban colgados calzoncillos, calcetines y camisetas. Cada vez que se rompía una cuerda Ana se lanzaba para recuperar la ropa.
De repente Marcelo se dirigió hacia el living.
Ana, aun con sus brazos llenos de ropa mojada, oyó un golpe tremendo.
Se precipitó en el living e vio el cuerpo de Marcelo en el suelo, la mesita derramada, el hilo del teléfono partido, la última botella en pedazos y un metro y 80 por 80 kilos de coma etílico».
Desde el dormitorio tomó una manta y una almohada. Levantando la cabeza de Marcelo para poner la almohada, advirtió algo húmedo. Miró su mano. Era sangre. El corazón de Ana se paró. Bañó una servilleta y constató que se trataba de un gran arañazo. Marcelo respiraba tranquilo. A veces con un ligero roncar.
Hacía frio. Ana se puso el abrigo y la bufanda.
Por un momento pensó en irse y dejarlo allí.
¿Irse dónde? ¿y cómo? Eran las 3 de la noche.
No sabía dónde estaba.
No tenía teléfono. (El móvil todavía no existía).
Echó un vistazo a la librería. Solo libros que trataban de vino.
Se sentó cerca de Marcelo que ahora roncaba como una vieja locomotora.
—¿Qué hago yo aquí? – pensó – en una habitación desconocida, en un barrio desconocido, con un hombre inútil y desconocido.
Calma, lúcida, resignada, esperó la salida del sol que, como siempre, llegó.
Marcelo abrió los ojos. Se sentó. Miró los escombros que lo rodeaban.
—¡Perdona, perdona, perdona! — decía — ahora me ducho y te acompaño a tu casa!
—¡No, no gracias, — respondió Ana con voz firme — dime solo dónde puedo buscar un taxi!
Marcelo insistió largamente, pero Ana fue inamovible.
Marcelo la acompañó a un taxi cerca de casa y la saludó con un pequeño beso.
—¡Por la tarde te llamo!
—¡Sí, sí…pero no te preocupes — respondió Ana cerrando la puerta del taxi!
En el auto, su primer pensamiento fue hacia Arturo.
—¡Pobrecito, me estará esperando! ¡No le gusta dormir solo!
Una dulce nostalgia invadió su mente. Pensó en el musical ronronear de Arturo y, sin darse cuenta, lo comparó al ruidoso y grosero roncar de la noche antes.
Una noche inútil.
Una noche para olvidar.
Iris Menegoz
