
Es un caluroso día de verano, mantengo las persianas cerradas para que salga el calor; ya a media mañana la ropa se pega al cuerpo y espero a que se ponga el sol y llegue la primera ráfaga de aire.
Esta noche es la fiesta del pueblo, una multitud emocionada y alegre, bombillas de colores, globos y los puestos de pasteles y golosinas.
Me siento en un taburete cerca de la ventanilla de una cafetería en la plaza; durante el día es frecuentado por los ancianos: una copa de vino tinto y las cartas de triunfo. Al anochecer muchos chicos vienen de las afueras atraídos por el aperitivo de Juan, sus cócteles son un mito.
Veo a una chica, seguro que llega de la ciudad, sandalias rojas con tacones, vestido con estilo blanco y rojo. Parece nerviosa, quizás su novio está retrasado o quizás es la amante de un hombre importante y tiene miedo de que alguien les descubra.
Como siempre estoy fantaseando; tengo la costumbre de construir historias. Mi amiga Carla dice que lo hago porque no soy capaz de vivir la mía. ¡Quién sabe! A menudo me pierdo en pensamientos que se generan automáticamente.
El camarero se acerca y le pido un Hugo; es difícil hacerlo bien, tienes que equilibrar la cantidad de vino blanco, sifón, jarabe de sambu, menta, pero Juan, a pesar del nombre, es tirolés del sur, por lo tanto es una certeza.
Recuerdo unas vacaciones en la montaña, en la región del Alto Adige: largos paseos por las orillas del río, comía con apetito, dormía soñando simples sueños. La vieja cabaña, semi asfixiada por los arbustos que la rodean, estaba hundida. Las ventanillas con las cortinas blancas estaban cubiertas con una pátina antigua, los muebles viejos. Pero este aire de antigüedad tuvo el poder de calmar mi inquietud. El anochecer era el momento que más disfrutaba, la luz tenía una suavidad que junto a la belleza del paisaje, le daba un aura surrealista al mundo.
Hoy el calor es agotador, el recuerdo de la montaña no logra mitigar la sensación de asfixia, la garganta está cerrada, casi no puedo respirar.
Empiezo la cuenta regresiva, faltan cuarenta días al inicio del otoño; finalmente se reanudará mi vida; el programa semanal ya lo tengo en mi cabeza: gimnasio, voluntariado, la revolución de la casa. En un instante veo una montaña de libros entre los cuales elegir cuales regalar al hospital para el mercadillo, cuyas ganancias ayudarán a comprar una silla de ruedas para los pobres; ropa, mucha ropa, demasiada ropa, una montaña para escalar de vestidos, camisetas, suéteres, zapatos y ya un sutil malestar toma posesión de mi. Me acuerdo de una sentencia que aprendí cuando era estudiante: “menos es más”, parece que la pronunció un arquitecto de los que llaman minimalistas, Mies van der Rohe. Debo encontrar dentro de mi misma el coraje de eliminar todo lo que sobra y que no es necesario, el tiempo se me escapa dentro tantos compromisos, me doy cuenta de que solo deseo llegar a una vida más simple y consciente, una vida en la que todo está valorado y el tiempo sigue despacito, la mente libre de oropel más ligera, sabe valorar las relaciones humanas, el tiempo vuelve a ser regenerador. Mi compromiso conmigo misma.
Elettra Moscatelli
