El tiempo aprieta

El momento había llegado. Tenía que dar su discurso sobre los detalles. Así que pasó por alto su indecisión y empezó. <Amigos aquí reunidos, vengo en representación de nuestra comunidad y quisiera destacar que el camino va ser largo y duro. Hay muchos kilómetros por recorrer, nunca hemos marchado y nadado tan lejos. La cita está fijada para el lunes 21 de junio, a las 3 de la madrugada, pero supongo que eso ya lo sabéis. Lo que aún tengo que comunicaros es la ubicación del sitio. Sólo os informo de que vamos a otro círculo. Entonces cuanto antes nos pongamos en camino, mejor.> En fila india, ordenadamente empezaron el recorrido que los llevaría a destino. Marcharon siguiendo el Círculo Ártico, cruzando el océano Glacial donde encontraron pocos bloques de hielo en los que descansar. Llegaron a la llanura de Salisbury, al círculo de piedra de Siempre que tenía que salir de viaje, la pesadilla volvía a repetirse, era la imagen de un hombre aplastado entre dos enormes relojes; el “tiempo aprieta” parecía decirle. Ese miércoles, unos minutos después de despegar, sentado en su asiento, Pablo cerró los ojos intentando descansar un poco, consciente del hecho que le resultaba difícil dormirse. Lo sabía, su insomnio era perfecto para hablar en silencio con los recuerdos. Así que se vio a sí mismo en la cocina de la casa de campo de sus abuelos. Allí, el niño Pablo intentaba terminar los deberes antes de que comenzara el nuevo año lectivo. Las matemáticas no le gustaban. No, esta asignatura no era para él. Siempre perdía mucho tiempo resolviendo problemas absurdos que no le importaban. En cambio le gustaba observar aquel reloj que desde hacía años cumplía con su trabajo, día tras día. Se imaginaba las agujas como dos piernas, una más larga que la otra, que se movían sin interrupción. La más larga trataba, a veces, de dar saltos hacia adelante, como para ganar la carrera, poniendo en dificultad la corta que no podía ir más rápido. Él lo miraba fijo e imaginaba hablar con ese objeto pidiéndole que redujera su velocidad, de manera que pudiera terminar con sus tareas antes de que regresara la abuela, que siempre le regañaba por perder el tiempo. Había pensado en retroceder las manecillas, engañando así a la abuela, pero el reloj estaba colgado en la parte superior de la pared, demasiado alto para que Pablo lo pudiera alcanzar. Cuando volvió a abrir los ojos era de noche. Se asomó a la ventanilla del avión y observó el cielo negro y estrellado. Se encontraba suspendido en el aire, sobre el océano. Pablo, el adulto, el ejecutivo de una importante sociedad, tenía que viajar mucho y siempre era un trabajo a contrarreloj, a expensas de su vida matrimonial. Le parecía ser la manecilla corta del reloj de la abuela, siempre en movimiento, siempre tratando de perseguir el tiempo. El tiempo era una verdadera obsesión, quizás fuera culpa de la abuela. A veces se preguntaba donde se había quedado ese niño que ya no estaba. La imagen del hombre entre dos relojes volvió entonces a aparecer. Aquel hombre  era él. Pero ahora Pablo había llegado a un compromiso. En el reloj a su izquierda las manecillas corrían hacia atrás como para ralentizar un poco el tiempo, mientras que en el otro, a su derecha, las manecillas corrían hacia adelante con el tiempo pasando a toda velocidad. Había aceptado que no hay armas para enfrentarse con el tiempo, no se puede parar. Tiene una ventaja, es más listo, no piensa, no espera, es implacable y simplemente se va. Volvió a cerrar los ojos y por fin se quedó dormido.

Raffaella Bolletti