No pienso vestirme de negro

El aire estaba denso, negro, silencioso. La casa parecía enfundada en una oscuridad calurosa. Ningún perfume a heno llegaba de los campos, ni una luciérnaga que iluminara la noche sin luna.  La luz eléctrica, de un blanco tajante, recortaba el porche de la casa en zonas rectangulares.

Laura se había quedado afuera.

—¿Pero ¿qué te has puesto? —Le preguntó su hermano, mirándole las piernas pálidas bajo la minifalda rosa.

—Y ¿a ti qué te importa? Hace calor… Acaso ¿quieres que me ponga ya de luto? Mira que no pienso vestirme de negro ni después. Es más… tampoco pienso entrar.

— Entonces, ¿para qué has venido?

La mujer miró a su alrededor como en búsqueda de una respuesta, pero el aire negro le devolvió su pregunta.

Su hermano se había encendido un cigarrillo y lo dejaba consumirse sin fumarlo. Laura se sentó en los peldaños, abrazándose las rodillas. Desde lejos, se oyó el ruido de un tren.

— ¿Así que no vas a entrar? Le he dicho que estás aquí. Hoy está todavía consciente, pero mañana podría ser demasiado tarde, podría no reconocerte… Laura, es tu madre.

Roberto era el hijo perfecto, joven, educado, exitoso en los estudios, a punto de licenciarse a los veintitrés, prometido con una buena chica. El hijo deseado y buscado. A ella, en cambio, nunca le habían perdonado haber nacido demasiado temprano, para destrozarles la juventud a unos padres de veinte años. 

Miró a Roberto: estaba muy delgado, las ojeras marcaban sus ojos verdes y su sonrisa impertinente, que ella había detestado tanto cuando era niño, parecía apagada para siempre.

— Y tú, ¿Cómo estás?

— ¿Acaso te importa?

— Me voy —murmuró Laura— Ya es demasiado tarde… ¿No quieres abrazarme?

Mirándose los zapatos, Roberto contestó:  

— No.

Silvia Zanetto