
La casa de la abuela era el mundo. Un universo que se expandía profundo desde el zaguán azulejado hasta la cocina trasera, a través de una sucesión telescópica de aberturas y cuartos que el dormitorio clausurado partía en dos.
Dicha habitación se encontraba entre las piezas de las tías y la que había sido de mi madre. A diferencia de las otras, daba a un pasillo corto y techado que unía el primer patio rebosante de helechos con el del fondo, usado como tendedero. Tenía, además, la particularidad de una puerta vidriada recubierta por cortinas oscuras, que siempre cerrada con llave se erguía como un patíbulo frente a una especie de gruta húmeda y gélida que era el baño.
En su complejidad, el pasaje constituía aquello que durante la infancia llamábamos el agujero negro. Un lugar para sortear de prisa, gritando y corriendo a todo trapo. Pasar por el agujero negro significaba respirar hondo, tomar carrera y coraje y avanzar, el corazón en la boca, hasta llegar ilesos del otro lado, burlando los fríos mordiscos que desde el baño arañaban y el acoso incesante de aquella órbita ciega que desde su clausura nos rechazaba y atraía como un imán.
En nuestros juegos de niños el vasto espacio de la casa se redujo a ese punto cerrado. ¿Qué escondía? Nunca lo supe. Quizás, como repetían esquivos los mayores, tan solo cachivaches. Solo mi primo siguió en los años relatando historias de muertos, hablando del antepasado ahorcado, de los ruidos extraños, de los llantos. De un mundo oculto en el agujero negro, algo que en ciertas noches, aún hoy no me deja dormir.
Adriana Langtry
