
Recuerdo que fue como si me hubiera despertado de una larga pesadilla. Eran malos tiempos. Tenía que marcharme cuanto antes. Dejarlo todo atrás, mi isla, mi casa, los pocos amigos y buscar un futuro que imaginaba linealmente hacia adelante. Eso era lo que deseaba. Tenía ganas de subir a mi pequeño barco pesquero y surcar las aguas. La cocina del barco estaba completamente abastecida con todo lo que necesitaría. Era tiempo de zarpar, finalmente sin equipamiento de protección individual, sin rumbo fijo, sin saber lo que me esperaría. Entonces me alejé del muelle para ganar las aguas del mar abierto. A solas con los sonidos del viento y de las gaviotas. Navegué algunas semanas por el Mediterráneo hasta llegar al Atlántico donde me abandoné a una locura seductora para perder la noción de una realidad devastadora. Me gustaba estar a merced de las olas. Una tarde me senté en la proa y cerré los ojos. Entonces imaginé tener en mis manos una bola de cristal que me permitiera ver el futuro, imaginé, también, disponer de la posibilidad de preguntarle a la bola hacia cuál de los puntos cardinales hacer rumbo. De repente tuve la sensación de que algo semejante a agua me mojaba las piernas. Probablemente me había quedado dormido un rato con la bola en el regazo. Al abrir los ojos me di cuenta de que tenía en la mano izquierda una copa de Cava que iba derramándose y que en el suelo estaba una botella vacía. Una vez desaparecido el efecto de la borrachera todo fue más claro. Tomé el timón y puse la proa al este hacia un nuevo amanecer. Mi futuro era esto: volver a mi pequeña isla y empezar desde cero.