La careta

Soir Bleu de Edward Hopper, 1914

Esta tarde la terraza está repleta. Es extraño. Reina el silencio. Colgaron farolitos chinos y la transparencia del aire es tan azul que, mirando desde la barandilla, las ondulaciones de las colinas podrían confundirse con el oleaje del mar. Un paisaje sereno, no cabe duda. Sin embargo, es extraño.  

De todos modos, hoy, para la entrada triunfal, me pintaré el rostro de blanco, los pómulos bien rojos, labios de sangre y dos manchones oscuros en los ojos.  Algunos dirán que me parezco al payaso que desde hace meses viene todas las tardes. Un tipo triste, fumador solitario que ya no causa sorpresa ni alegría. A mis clientes, en cambio, sé que les gustará mi disfraz, gritarán excitados: ¡sácate la careta Amerí! -así me llaman porque vengo de América. Sueñan con arrancarme el vestido escotado y poseerme. Conozco a todos los presentes, al pintor para el que posé en posiciones de contorsionista, al general en jefe que me transformó en su campo de batalla, al burgués cabizbajo que arrastró hasta aquí a su frígida mujer, tan solo por volver a verme. A todos, marineros asiáticos e ilustres banqueros europeos, todos se pierden en pos de fuertes emociones. Conozco a esta gente. Detrás de los buenos modales y la fe en el progreso adoran, aunque no lo confiesen, la vulgaridad y sobre todo la muerte. 

Por eso me paso de las críticas. Mi careta es auténtica. Dicen que soy arrogante por este modo que tengo de andar con la cabeza alta. ¿De qué tendría que avergonzarme? Al fin de cuentas, esta terraza está llena de máscaras, sin contar los clientes que espían del otro lado del lienzo. No hago más que cumplir con mi tarea en esta extraña tarde de julio de 1914, donde reina el silencio y todo parece seguir igual.

Adriana Langtry