
Otra vez había vuelto, y no había sido nada inesperado: algo como el inexorable reflujo de la mala temporada.
Había vuelto: lo reconocía por los mordiscos de perro rabioso en mi corazón, por los golpazos en las rodillas que invadían mis piernas con una lánguida debilidad y hacían mis pasos inestables. Lo reconocía por el melancólico presagio de que la vida se me iba a oleadas, como una letanía de intentos fracasados que nunca llegaron a su fin, como una respiración entrecortada que se recomponía en un trastorno rítmico.
Había vuelto. Y era como si nunca se hubiera ido, ocultado entre los pliegues de los días inútiles, en los malhumores escondidos, en los recuerdos traicioneros que afloraban a la memoria como trozos de madera después de un naufragio.
Había vuelto para encerrar los días en una monotonía plomiza sin esperanza, en el hielo que encierra el ritmo y la réplica de las horas, para encarcelar mi vida en un Invierno del que no podía presagiar el fin.
Había vuelto, era él: era el duelo.
Silvia Zanetto
