
El amanecer ya se asomaba. Habíamos leído toda la noche, acompañados por las gotas incesantes de lluvia que golpeaban el vidrio de la gran ventana que daba al hermoso jardín, la pasión de su esposa hasta el mismo día de su muerte. Desde que ella se fuera, mi padre ya viudo enmudeció y acercándose al siglo, no se volvió a mover, enraizado igual que un árbol sembrado en su asiento de siempre del comedor de la casa, donde se la pasaba leyendo a todas las horas, sus centenares de libros buscando en ellos algún rastro de ella.
El turno esta vez fue para “Cien años de soledad” y no le perdió una sola coma…Yo lo acompañaba leyendo otro, atento a lo que se le ofreciera. Pero él no pidió nada. Ni un vaso de agua o un café, que antes tanto disfrutaba.
De repente gritó pronunciando varias veces mi nombre. De un salto y con el corazón atragantado en mi garganta, estuve a su lado para auxiliarlo… Las letras de las palabras se le salían de las páginas como hormigas huyendo y él luchaba por regresarlas. Sorprendido calculé como un ciego donde estaban regadas de a montones en la mesa, le ayudé a rescatarlas y con él, tratar de reordenarlas a velocidades planetarias. Centenares de pájaros de colores exóticos, cacatúas, orquídeas y mariposas amarillas inundaban el espacio. Reconocí a Aureliano Buendía en medio de un campo de amapolas. Úrsula buscando a su hijo José Arcadio, la culebra pintada en su cuerpo seduciendo a una gitana para olvidar a la sensual Pilar Ternera. Le leí en voz alta. De las entrañas de su jardín milagroso como un anillo de bodas, ella había entrado para reunirse con él por unos instantes.
También comprendí porqué los latinos de América, amazónica, andina y caribeña, somos otra cosa.
Olmo Guillermo Liévano
