
Llovía mientras amanecía y el gallo con su canto agudo expresaba su pavor, porque el inquebrantable invierno azotaba sin temor.
Todo era confusión las aves escondidas, entre sí buscaban un poco de calor, la ciudad perpleja y vacía porque la euforia del viento golpeaba mis pulmones y mi inspiración.
Mientras del cielo se desprendían las nubes como croquetas el horizonte diseñaba en su lienzo un azul índigo que asustaba a la gente y a mi inconsciencia, eran señales que aún duraría la tormenta. Avanza el día y ese color aún permanecía ahí, estático y desafiante como diciendo bienvenidos a la fiesta, pero no era una fiesta cualquiera parecía una terrorífica odisea, un Halloween, un viernes trece o una cadena perpetua.
Mi madre quedó en llegar a las 8 y ya eran las 10 de la mañana, la llamaba constantemente al teléfono y no respondía, mi hija lloraba por su teta y la mamá bien gracias dormía profundamente a rienda suelta. mi preocupación ya no era sólo una, se multiplicaba conforme mi menesterosa imaginación perdía la testa.
Ya tenía 28 y aún yo parecía de 8 como un infantil tratando de huir buscaba una salida en mi inconsciencia; aterrorizado buscaba un consejo, una solución, mi madre no estaba, el día me espantaba, la biblia sobre mi velero me acariciaba sin darme cuenta, la cogí tembloroso y después de leer dos versículos mi temor desapareció de mi cuerpo y cabeza; aunque el azul índigo junto a la tormenta continuaba con su fiesta.