Azul índigo

Para el chaval de unos doce años, que nunca se había alejado de su aldea, el azul índigo sólo correspondía al color del cielo que contemplaba en las noches frías del desierto. Ahora era un migrante y los hombres que lo acompañaban cruzando el desierto, con destino al mar mediterráneo, llevaban una túnica y un turbante de ese mismo azul índigo. Abdul, el tuareg, el hombre azul que tenía ocultada su cara entera, salvo sus ojos, le daba miedo, pero al mismo tiempo tenía que confiar en él. Sabía que muchos habían muerto en el «mar sin agua» del desierto. Por fin llegó a una localidad costera y subió a una patera de goma con los demás. Al poco tiempo la patera se dobló por la mitad; el chaval cayó en el agua, desapareciendo bajo las olas; por no saber nadar, se hundió en el mar desconocido y otra vez se dio con ese color azul índigo de las aguas profundas. Consciente que iba a afrontar la muerte, pensó que el color azul índigo le traía desgracia y se dejó llevar por la corriente, en el mismo silencio total del desierto, escuchando el latido de su corazón. Fue rescatado, y al despertar desnudo en una cama de hospital, se percató de que alguien le apretaba la mano. La doctora que cuidaba de él, una mujer de pelo negro y ojos de un azul profundo le dijo: “Tranquilo estás en Europa ahora, pero mejor sería que te pusieras estos vaqueros y esta camiseta”. ¡Vaya! ¡los vaqueros estaban teñidos de color azul índigo! ¡Tal vez sea azul índigo también la bandera europea! Pensó el chaval.

Raffaella Bolletti