Recuerdos de otoño

La recogedora de hojas muertas
Ernest Biéler

Ese año el otoño había anticipado su llegada. Era principios de septiembre, las vacaciones, el mar y la arena estaban todavía presentes en todas las conversaciones, cuando una semana ventosa y húmeda, con lluvias intermitentes, nos recordó que el verano ya se había acabado. La escuela había vuelto con sus numerosas obligaciones, había que levantarse temprano y los deberes dominaban nuestro tiempo libre. Por supuesto estaban también los amigos, el recreo y las tardes de los jueves. En aquella época, los jueves teníamos permiso por la tarde, así que con mi madre, mi tía y mi hermano pequeño íbamos al parque, el parque de Avroy en Lieja.

Se encuentra en medio del bulevar que lleva el mismo nombre, en realidad los dos se crearon en el siglo XIX en el lugar del curso principal del rio Mosa cuando lo desviaron. Amplias alamedas, esculturas espléndidas, entre las cuales había un majestuoso Carlomagno con la barba canosa y, en el centro, un estanque romántico y muy bello. Tiene forma de judía con un pequeño islote dominado por un sauce llorón donde se resguarda una gran colonia de patos para alegría de los niños que adoran echarles mendrugos de pan.

Mi madre y mi tía se sentaban en un banco al borde del estanque y nos dejaban jugar en el parque. Nos encantaba correr, galopar sobre los caballos que nos inventábamos, a pie, en bicicleta a veces, a lo largo de los pasillos bordeados por grandes árboles majestuosos. Había un quiosco, castillo inexpugnable en nuestras historias infantiles. Mi hermano y yo éramos verdaderos cómplices. La noche, en el cuarto que compartíamos, después de que mi madre hubiera pasado para arroparnos y recomendarnos ser buenos, nos hablábamos de cama a cama escondidos bajo las mantas. Nuestra imaginación no tenía límites y aquellas noches nacían las historias que retomábamos al aire libre en el parque.

Un parque que se estaba revistiendo de colores dorados y comenzaba a perder sus hojas que cubrían los céspedes y los caminos. Agitadas por el viento formaban pequeños montones que mi hermano y yo no dejábamos de pisotear en el curso de nuestros juegos. Éramos por supuesto indiferentes a la sinfonía de colores magníficos que el otoño desencadenaba alrededor de nosotros. 

Un día mi madre me llamó cerca del banco donde conversaba con su hermana. Me pidió que recogiera cuantas más hojas posibles de árboles diferentes y más tarde en casa me enseñó cómo hacer un herbario poniendo a secar las hojas entre dos carteras apretadas por gruesos diccionarios. Me enseñó a reconocer los diferentes árboles por la forma de su hoja, su veteado y su dentado. Me encantó ocuparme de este herbario y sus hojas en su adorno espléndido otoñal me parecían más bellas que princesas engalanadas.

Cuando vi el cuadro de Ernesto Bieler que debía inspirarnos para este número, me acordé de mi herbario y lo encontré todavía en buen estado. Lo abrí y los recuerdos de otoño de mi infancia resurgieron.



Jean Claude Fonder