El tranvía de noche

En Milán los llaman Jumbo, eran tranvías enormes, el nombre estaba justificado, verdaderos vehículos blindados que se configuraban en dos coches interconectados con un pivote. Eran largos y anchos, podían llevar a mucha gente. En la línea 16, la que servía a San Siro, era muy necesario los días de partido. Otros días fuera de las horas pico, o por la noche el tranvía estaba más o menos desierto. El conductor se aislaba en su cabina, conducía y no se ocupaba en absoluto de lo que podía ocurrir dentro del vehículo. Con los espejos laterales, vigilaba las puertas para cerrarlas o abrirlas según las señales que se podían activar por medio de los botones de los colores apropiados.

La parte delantera del tranvía, era la parte civilizada, la frecuentación era la más normal, mujeres, niños, ancianos, el vehículo estaba limpio y ordenado, había menos hombres. En el fondo, el mundo era rock, rap o el nombre que quieras, es decir, asientos, ventanas estaban pintadas, llenos de desperdicios de comida, latas de cerveza y otras cosas, no era raro que el olor fuera insoportable.

Estábamos en Navidad, un viernes por la noche, no había mucha gente, hacia el final del primer vagón un par de personas mayores. El hombre era robusto y sano, hundido en un grueso abrigo, llevaba un sombrero de ala ancha, hablaba con su esposa pequeña, en traje de invierno, pantalones negros y chaqueta de piel, ella estaba sentada en la ventana, su pelo corto bien peinado no estaba cubierto. Detrás de ellos, al comienzo del segundo coche, dos adolescentes, vestidas de discoteca, escandalosamente maquilladas y con poca ropa a pesar del mal tiempo. No dejaban de tocar sus teléfonos y no prestaban atención a nada.

Tres chavales de la misma edad, todos de cuero vestidos, una botella en la mano, la cabeza rapada, uno de ellos la había coronado con una cresta de iroqueses de color amarillo, subieron por la parte trasera cuando el tranvía se detuvo. No tardaron a fijarse en las chicas.

— Dime belleza, tienes unas tetas bonitas —dijo burlonamente el de pelo amarillo, agarrando sin dulzura el pecho de la primera.

Ella se retiró bruscamente, su vestido se desgarró por completo, su amiga intentó cubrirla, el tío insistía manifiestamente borracho perdido, ambas gritaban al unísono.

Sonó un silbato estridente, el hombre con el sombrero se había levantado, su mujer aún tenía el silbato en los labios.

— Lárgate de aquí, pendejo.

El cabrón se levantó, rompió la botella que tenía en la mano, y avanzó hacia el hombre amenazándolo. En ese momento su mujer silbó de nuevo, el tranvía se detuvo bruscamente, el niño se tendió en el suelo. La puerta se abrió y el hombre empujó firmemente al tío ebrio a la calle, los otros dos huyeron con él. El conductor se acercó para ver si todo estaba bien, la mujer ayudó a la chica a arreglar como pudo su vestido, luego ella y su marido saludaron y se alejaron tranquilamente. No estaban lejos de casa.

Jean Claude Fonder

Valor

Inés nació en una pequeña aldea rodeada de viñedos y bosques. Allí seguía viviendo en la pequeña granja que heredó de su padre. Se casó con Felipe, un campesino muy atractivo, y de la unión nacieron dos hijos José y Martín. Cumplía con el rol tradicional de ama de casa. El trabajo era muy duro, se encargaba de la casa, de los hijos, de la comida de todos. Un día mientras cocinaba el almuerzo para todos los trabajadores del viñedo, de pronto llegó Martín llorando y gritando que su padre había sufrido un ataque cardíaco. Felipe murió trabajando en lo que más creía, sus pequeñas parcelas de tierra, cultivando un tipo de uva especial.

Ahora empezaba un período muy difícil puesto que en aquellos tiempos se consideraban actividades exclusivas y apropiadas para las mujeres todas las ocupaciones vinculadas al espacio doméstico, sin ser valoradas y debidamente reconocidas. Pero Inés, cuya madre había muerto durante el parto, estaba acostumbrada a enfrentarse a las dificultades y, a pesar de su profundo dolor por la pérdida de su marido, decidió que tenía que tomar las riendas de la granja. Sabía que su valor estaba en la capacidad de conocerse a sí misma confiando en sus recursos y capacidades. No fue nada fácil, como mujer, y además con dos hijos aún adolescentes. Todos los vecinos de la aldea trataron de desanimarla, diciéndole que tenía que ocuparse de los niños, de la casa y de la comida. Que mejor sería elegir a un agricultor del pueblo para que se encargara del cultivo, la vendimia y la venta de las uvas. O incluso mejor, casarse con un agricultor local. En pocas palabras, se necesitaba un hombre. No se dejó intimidar y continuó luchando por su granja; otras mujeres se unieron a ella. No consiguieron nada. Los hombres seguían teniendo el poder en sus manos.

En aquel período enormemente complicado quedó tan debilitada que pensó en abandonarlo todo, la granja, la lucha, incluso a los hijos. Su valor se había agotado. Así que ese día salió de casa, cansada, harta, las dificultades aumentando. Se fue a vagar por el bosque, estaba rodeada por nogales y robles, el viento movía las ramas y las hojas, soplando con fuerza. A lo lejos le pareció ver algo que yacía en el suelo. Se estremeció un poco, pero decidió acercarse para ver de qué se trataba. El cuerpo de un hombre estaba allí tumbado sobre el terreno del bosque. Parecía muerto, pero estaba durmiendo. Inés hizo un poco de ruido y por fin el hombre despertó y se levantó. Delgado, alto, llevaba una capa negra, la cara pálida. Mirando a Inés con sus ojos de color ámbar, le dijo: “Sé quién eres. Una mujer inteligente y luchadora, pero ahora veo que estás cansada y decepcionada. Necesitas desaparecer y descansar un poco. Puedo ayudarte. Entonces agarra mi mano si tienes el valor para ser invisible”.

 Así fue. Y sin preguntar nada Inés tomó la mano del hombre y se hizo invisible, supervisionando su granja, y entrando en las mentes de las mujeres ayudándoles a seguir adelante con valor.

Raffaella Bolletti

Un Héroe

En un octubre luminoso, hace muchos años, el verano no quería convertirse en otoño. No eran muchos los temerarios que se bañaban, pero en la playa no faltaban los fanáticos del bronceado. Sin embargo, estaba claro que era octubre: las llegadas ya tenían sabor a salidas, como cuando vas a despedirte del mar por última vez, mientras tu equipaje ya te espera en el coche.

Avanzamos por el muelle, sobre las grandes piedras que lo formaban irregularmente: era efectivamente incómodo para pasear, pero disfrutamos de ese último resto de verano, sorprendidos y agradecidos por el día soleado. El azul claro nos consolaba de la pasada semana sombría.

-¡Buenos días!

El anciano, de pie en la playa de donde partía el muelle, se apoyaba en un bastón, pero su voz era enérgica y amigable.

-¿Veis lo que significa envejecer?

Llevaba un sombrero alpino y estaba perdido en una chaqueta demasiado pesada que, en algún momento, debió de ser de su talla.

-Durante la guerra, con estas piernas, yo subía a los postes de alta tensión, con el riesgo de morir electrocutado, para cortar los cables eléctricos…- y agitaba su brazo libre, señalando aquellos pilones que tal vez todavía creía ver. -Y ahora, ya veis… tengo ochenta y cinco años… ahora me da miedo pasar por aquí, porque podría caerme y hacerme daño.- 

Pero su tono de voz era jocoso y lleno de simpatía, no quejumbroso.

¿Debíamos ofrecerle ayuda, quizás proponerle acompañarlo hasta el muelle? Pero parecía que solo quería charlar…

-¿De dónde sois?- Añadió, pero no nos dio tiempo de responder- No quiero haceros perder tiempo, solo os voy a contar una historia.

Pero teníamos todo el tiempo que él quería: ese día estábamos de vacaciones.

-¡Qué buenos chicos! ¡Realmente tenéis las caras hermosas!- Y nos estrechó la mano primero a uno, luego a la otra. 

-Pero ¿sabéis que la que estáis estrechando es la mano de un héroe?

Nos mostramos incrédulos, admirados. 

-Sucedió cuando estaba combatiendo en la guerra: había un chico al que, yo habría podido matar… 

Su mano agarró la mía con más fuerza, mientras su bastón golpeaba rítmicamente el suelo.

-Su mamá estaba allí, estaba llorando, creía que lo iba a matar. Pero yo vi que era casi un niño, y le dije en italiano: -ma vai, che non ti ammazzo mica! – y con estas manos lo liberé y lo dejé ir. 

Sus ojos volvieron a medir el obstáculo.

-No, no… puedo ver el mar desde aquí. ¡No quiero caerme y hacerme daño, tengo ochenta y cinco años, yo! Él sonrió. -¡Qué buenos chicos, os deseo mucha suerte!

Las palabras, las verdaderas, me faltaron: no los habituales «gracias» y «buenos días» que decía. Me hubiera gustado tal vez abrazarlo o llamarlo «abuelo». Pero tal vez él ya lo sabía.

Nos alejamos y nos volvimos para saludarlo con un gesto.

-¡Recordad, que le habéis dado la mano a un héroe! -nos gritó el soldado alpino, desde la orilla del mar.

Silvia Zanetto

Valor

Ese día era nublado y con viento, notó Marcos pero dado que era el último de las vacaciones, esa noche volvía a Madrid porque empezaba de nuevo a trabajar, fue a la playa. El mar estaba muy agitado con olas enormes y había poca gente. Cuando se había acomodado para mirar el sol, Monti, un niño muy chico que escapando a su padre estaba entrando en el mar y en ese momento una ola lo capturó y lo estaba llevando para dentro. Marcos, sin perder un segundo y con esfuerzo consiguió aferrar al niño y ponerlo a salvo. Los padres del niño no sabían cómo darle las gracias pero Marcos demostrando ser un bombero de valor y generoso dijo que no había hecho nada extraordinario, que cualquier persona lo habría hecho él estaba ahí y lógicamente salvó al niño, nada más. El padre del niño lo abrazó, se intercambiaron los nombres y apellidos él volvió a Madrid. Pasaron los años y Marcos se enfermó de una rara infección en los pulmones; el antibiótico che necesitaba venía de los Estados Unidos y era muy caro, pero non había ninguna otra solución, la cura daba buenos resultados y Marcos para pagarla tenía que vender la casa, pero no le importaba. Curando fue a la administración y pidió la factura vio que ya estaba pagada; quedó muy sorprendido pero vio escrita una fecha: 22 de agosto de 1974, firmado Manuel de Silva, era el niño que había salvado, era el director de la clínica y quería darle gracias porque salvando su vida, arriesgando la suya, le había dado la oportunidad de vivir.

Gloria Rolfo

Reflexiones

Ni soy valiente ni quiero serlo. Dicen que el valor es una virtud, y de hecho es una cualidad muy reconocida, pero yo creo que pudiera tratarse más bien de un complejo de inferioridad. La cobardía en cambio puede llegar a ser una ventaja. Y no nos equivoquemos, no es lo mismo ser cobarde que traidor. La cobardía nos exime de la necesidad de exponernos de forma inútil al peligro. En cambio, la traición supone un acto de pura deslealtad y egoísmo. No digo que tener valor no esté bien, pero mejor es ser cauto. Es más seguro vadear un río desconocido que intentar cruzarlo a las bravas. Aunque tardemos más. A la cobardía se la ha estigmatizado como deleznable, pero al fin y al cabo es otra forma de supervivencia. Porque de eso se trata: no de ser valiente, sino de sobrevivir. Como sea. No nos podemos equivocar.  La naturaleza no es compasiva. No sólo el valor y la fortuna cuentan como méritos. También la inteligencia. Y más inteligente es el que esquiva al león que aquel otro que se le enfrenta, que por algo se ha ganado el título de rey de la selva. Si aciertas, ganas. De la forma que sea. Y no es porque yo lo diga, es porque así sucede continuamente.  Lean si no los periódicos. No hay premio de consolación porque hayas sido bueno. Si te han vendido esa historia te han engañado. Tampoco hay premio para los perdedores.

Sergio Ruiz Afonso

¡La persona más valiente que conozco!

Hoy estamos celebrando: Cayetana cumple 60 años y hemos preparado una pequeña fiesta de sorpresa. Somos pocos íntimos amigos. 

Es una mujer a la que la vida siempre se lo ha puesto bastante difícil, sin embargo, sí ha conseguido salir adelante y, sobre todo, su mirada es risueña y trata esconder las palizas que la vida le ha dado, ¡pobrecita! 

Mide casi 1.85 y parecía destinada a ser una excelente jugadora de baloncesto. Por unos años hasta ha jugado a nivel profesional alcanzando unas cuantas medallas. Durante un entrenamiento, como a veces ocurre, se cayó rompiéndose una rodilla. Después de la operación los médicos estaban muy pesimistas. Si bien sí iba a poder seguir caminando sin ninguna dificultad, le tocó abandonar por completo las competiciones. 

¡No se rindió, ni se dio por vencida y comenzó a buscar trabajo en lo que fuera para ganarse la vida fuera del deporte! Al ser amigable y parlanchina, empezó como dependienta en una tienda. 

Parecía el sitio para ella: era capaz de brindarle excelentes consejos a todas las clientas, que salían felices y volvían buscando su asesoría. Tenía un don para combinar la ropa y escoger la prenda adecuada. 

La tienda, por culpa de las deudas del dueño, tuvo que cerrar, así que a Cayetana le tocó conseguir otro empleo. Mientras tanto, el padre fallece de un infarto y son dos duros golpes al mismo tiempo. 

No se puede permitir el lujo de estar en casa rascándose la barriga, así que consigue en una perfumería cerca de la casa. A decir verdad, le gustaba más vender ropa, pero ella es una mujer todoterreno y se adapta a los cambios.  

Ahora que tiene 60 años puede reflexionar un poco, sin dejar de pensar en su madre y sus achaques. Se siente sola. Sus hermanas están demasiado ocupadas con esposos e hijos para encargarse también de la abuelita enferma. 

La fiesta se acaba y los presentes leemos una carta para ella. La conozco desde hace años y es la primera vez que veo una lágrima surcar su rostro. Está emocionada con tanto afecto que por unos minutos se olvida de su madre enferma y disfruta de nuestra compañía.

El sombrero de Carito