Vacaciones en la bola negra 

Verano de aplastante calor. Calor insufrible. Mortal de necesidad.

Cielo de un límpido y apocalíptico azul. Carente siquiera de la más insignificante nube.

Innumerables perlas de sudor ejecutando una enloquecedora carrera cuesta abajo por la epidermis de los indefensos cuerpos; todas, pugnando por llegar la primera sin que ninguna conozca cual ha de ser en realidad su premio: el simple disfrute de un instante de frescor antes de tener que desvanecerse.

Ligeras ropas de verano mimetizadas con la auténtica piel por causa de la humedad hasta el punto de semejarse a una segunda epidermis.

Trozos de tela húmeda que cubren y se adhieren al cuerpo de tal forma que convierten, cualquier movimiento, en algo mucho más molesto que una simple incomodidad: un refinado suplicio.

El pensamiento aprisionado por el inminente peligro de combustión.

Ninguna otra idea en la que pensar más que en la omnipresente: 

Y, sobre ésta, como en una noria, girando todas las conversaciones de aquél día.

— ¡Vaya calor que hace hoy!  —exclama uno.

— ¡No recuerdo un día de calor como éste en muchos —enfatiza otro.

— El termómetro de mi casa —metiendo baza un tercero— llegó ayer a alcanzar casi los cuarenta y cinco 

— ¡Como que al vecino del piso de arriba, ese señor que se jubiló el mes pasado, -apuntaba el enterado de turno- se lo tuvieron que llevar al hospital en una ambulancia!

Y como sintiendo la necesidad de ampliar aún más la importancia del suceso, añadía:

— Lo llevaban con el oxígeno puesto y todo. —para terminar, bajando un tanto la voz, con tono grave— No sé si habrá llegado vivo.

Y todos sacudían la cabeza en señal de impotencia o resignación y quedaban en un casi silencio interrumpido únicamente por suspiros de ahogo y resoplidos. 

Mientras tanto, el sol no aflojaba.

Sergio cavilaba que, comparándose con días como aquel, en el infierno debía de ser primavera.

Probaba pensar en algo fresco, ya fuera un polo de fresa o una suave brisa marina, y, cada vez que lo intentaba, o bien el polo de fresa se le derretía en sus pensamientos o el incipiente Alisio era empujado hacia otra parte del mundo por un despiadado simún proveniente del maldito desierto. Cada intentona era como una charca expuesta al implacable sol sahariano. Tan pronto aparecía se transformaban en algo así como un líquido burbujeante, para casi al instante quedar reducida a la nada.

Aun así, pudo, entre la galopante vaporización de sus reflexiones, abrir una diminuta brecha y acordarse de que tenía que escribir una carta; al principio fue una idea bastante difusa, muy perdida entre la agobiante realidad de aquel mortificante calor que todo lo abarcaba.

Sin embargo, ésta, poco a poco, comenzó a destacar como un anuncio luminoso. Cada vez más sugestivo. Cada vez más espectacular y rutilante.

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¡TIENES QUE ESCRIBIR UNA CARTA!

¡ESCRIBA UNA CARTA Y RECIBA CINCO!

¡ ESCRIBA CARTAS Y GANE UN MARAVILLOSO JUEGO DE LÁPICES DE COLORES PARA SUS HIJOS!

Aquella inconsciente y martilleante publicidad no le atraía. No tenía ganas de hacerlo y no porque no lo deseara (escribir una carta era una de las grandes metas de su vida) sino porque la terrible situación de apatía en la que estaba inmerso le hacía ver aquella posibilidad como un algo demasiado distante, una posibilidad lejana que quizá algún día, en un remoto futuro, llegaría a realizarse; debía escribir una carta pero no sabía cuándo llevaría tal tarea a la práctica; NADIE SABÍA CUANDO y ni tan siquiera conocía si, llegado el momento, estaría preparado para ello.

Como un autómata cogió papel y garabateó algo con un bolígrafo:

El esfuerzo intelectual fue tan grande que le volvieron a fundir los plomos mentales. Aún pudo todavía dibujar algunos jeroglíficos

que, después de todo, quizá significaran algo porque a partir de entonces quedó como hipnotizado. Definitivamente atascado; primero, contemplando aquellas figuras de traducción imposible; luego, más allá del papel mismo y aún más allá de la mesa y de la casa que a ésta contenía; cada vez más lejano en un mundo de fuego, un mundo de millones de grados de temperatura en el que todo se consumía y sobre el que giraban todas las cosas, las personas y sus pensamientos.

Hirviente y absorto.

Cuando se recobró de aquella especie de embelesamiento, tenía las cejas chamuscadas y de las puntas de sus dedos se escapaban débiles hilillos de humo.

Abrió los ojos, y, sorprendido, pegó un respingo.

Una cara, casi pegada a la suya, lo miraba con apariencia amistosa. Le sonreía y le hacía señas, para él incomprensibles, con gestos exagerados. Daba la impresión de ser un turista queriéndose hacer entender en un país extranjero, y aunque algo estrafalario en el vestir (llevaba unas alegres bermudas de grandes y llamativas flores, aunque ya algo descoloridas, y una desvarada camisa en la que todavía se podía leer el lema “Hawai”) no daba la impresión de ser un loco peligroso. 

Pudiera ser que más bien se tratara de algún retrasado mental.

—Parece como querer decirnos algo con las manos –dijo el señor de apariencia estrafalaria dirigiéndose a los otros.

Había más gente allí.

Sergio les observaba boquiabierto. ¿De dónde había salido aquella pandilla?

Hacía un momento no estaban y, además, no sólo no les conocía, sino que tampoco les entendía.

Uno de ellos se le acercó hasta casi pegar también su cara contra la suya y acompañó en gestos esperpénticos al primero. Así permanecieron un largo rato: contemplándole y gesticulando hasta parecer cansarse, luego perdieron el interés en hacerse entender y se sentaron a ver la televisión, no sin antes obsequiarle con unas palmaditas en el hombro.

Sergio les siguió con la vista, y durante un tiempo los observó en silencio. Finalmente, también él perdió todo interés por ellos y terminó por dejarse engullir por sus propios pensamientos.

La habitación se había ido quedando paulatinamente a obscuras y cuando quiso encender la luz advirtió que no era sólo su mente lo que se había fundido; por lo visto el apagón era general. No había fluido eléctrico, por lo que parecía, en toda la ciudad.

Por un momento pareció quedar desconcertado, más al instante, reaccionando, se dejó caer nuevamente en su sillón para intentar analizar lo acaecido fríamente.

Justo a tiempo, porque apenas un segundo después de sentarse, todo quedó inmerso en una creciente oscuridad.

El caso era que al parecer había sido engullido por una especie de bola negra de la que desconocía su extensión y sustancia; una masa densa en la que no se distinguía los contornos y en donde cualquier intento de movimiento se iba convirtiendo en una misión imposible. Intentó agudizar el oído por si conseguía escuchar algo, pero en aquella obscuridad también el sonido había desaparecido.

Con cierta dificultad consiguió extender sus manos ante sí con el propósito de tocar algo que le resultara familiar: el borde de un mueble, una pared; tan sólo consiguió constatar que aquella negrura en torno suyo era ahora absoluta, pegajosa e impenetrable.

Sentía algo similar al hambre y pensó en desplazarse hasta el frigorífico.

Caviló perplejo:

¿Cómo había que hacer para desplazarse?

¡QUE NO CUNDA EL PÁNICO!

En ese momento se dio cuenta de que se había quedado sin el sentido de la orientación por lo que, temiendo perderse, prefirió permanecer sentado.

Luego, perdió también la noción del tiempo y pensó:

Probó a concentrarse en una idea trivial a fin de recuperar la serenidad; si deseaba dominar la situación, ésta era lo último que debía abandonarle.

Paco Peco, poco pico, insultaba como un loco a su tío Federico…

Poco a poco, fue perdiendo la sensibilidad de todos sus sentidos.

Por último, ya ni tan siquiera podía distinguir si todavía respiraba (llegó a plantearse la posibilidad de que en realidad estuviera muerto), si tenía o no los ojos abiertos; su situación en el espacio; la sensación de frío e incluso la de calor, que antes le había preocupado tanto.

Bostezó aburrido y una bocanada de nada le invadió sus cavidades internas absorbiéndole también el hambre y la sensación de estar sentado o de pié.

Podía ser que su corazón estuviera todavía palpitando, y sin embargo tampoco lo hubiera podido asegurar.

No sentía ni veía nada y finalmente ni siquiera pudo ya pensar.

Ahora, que ni pensaba ni sentía, ni tenía sensación de tener o no cuerpo, formaba parte, sin conciencia de ello, de la negrura infinita, y no tendiendo otra cosa en la que poder entretenerse, se quedó profundamente dormido.

Sergio Ruiz Afonso